Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Mayweather es un
comerciante, no, a la manera de Muhammad Alí, combatiente de los derechos
civiles. A él le importan los millones, el monto y el momento. No posa de
adalid de la raza negra. McGregor, fuera de su aparente disgusto con Trump,
quiéralo o no, tatuado, agresivo, gritón, amedrentador, matón, representa a aquellos
que se vieron en Charlottesville, Virginia: neonazis vociferando igual que él.
Su combate, arreglado, falso, exhibición de avaricia o lo que fuere, excede
todas estas minucias de la vida conyugal boxeadora, sobre todo en el momento
que se vive en los Estados Unidos.
Cabe la gran
referencia de 1908, cuando el primer campeón negro de la historia, Jack
Johnson, peso completo, era una llaga en el costado de la “superior” raza
blanca. La tarea consistía en destruirlo, acabar con su reinado, la invencibilidad
que había arrasado a tremendos peleadores como Jim Jeffries. Además el estilo
de vida del campeón, rodeándose de mujeres blancas, viajando a Europa,
vistiendo pieles, con automóviles, joyas, dinero, insultaba a la gran masa
blanca pobre e ignorante, azuzada por intereses racistas que aún perduran.
En tiempos de
Jack Johnson se buscaba a “la gran esperanza blanca”, alguien que acabara con
el oprobio de soportar a un negro apaleando a sus amos en el ring. Sucedió,
finalmente, y la historia sigue considerando aquel match como un tongo, cuando
un bestial cowboy de Texas llamado Jess Willard lo noqueó bajo el sol de La
Habana.
Lo de hoy con
Floyd Mayweather no puede considerarse lo mismo. Si bien este imbatido campeón
comparte con Johnson la ostentación y el color, otras parecieran ser las
épocas. Pero está Trump en la presidencia y racismo, latrocinio, obstrucción de
justicia, burla de la constitución, traición y mucho más son pan de cada día.
The Donald se esfuerza por superarse, por ser peor mientras pasan las horas y
por demostrar que puede, y suele, hacer lo que le venga en gana en un país que
considera negocio suyo. Es esta, según dice Jimmy Carter, una oligarquía. Los
ricos están en el poder y van transformando leyes y narrativa a su antojo,
ajenos por supuesto a las minorías.
Lo desee o no, en
estas especiales circunstancias que se creía enterradas después del sacrificio
de Martin Luther King, Floyd Mayweather representa a la raza negra. Iguales
atrocidades, dichas y hechas, a las del tiempo del primer campeón mundial
negro, van decantándose irremediables. A pesar de que en el momento del pesaje
aguantaba la andanada humillante que le escupía McGregor con calma, para el
espectador significaba el traslado de lo ocurrido en Virginia a este centro de deportes,
con el blanco armado de antorchas y ametralladoras jurando exterminarlos y
ellos, callados, sin medios para defenderse.
De poco sirvió al
irlandés desgañitarse sobre la achatada nariz de Mayweather. En justa
exhibición de profesionalismo boxístico, el negro terminó vapuleando el rostro
del blanco como si golpeara un muñeco. Si bien el referee tuvo razón en detener
la masacre para proteger al campeón de las artes mixtas, la era pedía sangre,
circo romano, con Conor McGregor desmayado en el piso como resultado. Que eso
habría aumentado la tensión racial, por cierto; pero que también hubiese
implicado una justa venganza de los afroamericanos ante sus eternos
torturadores, también. Pero, este combate se trató de un negocio deshonesto,
del juego capitalista para enriquecer a unos pocos. La millonada de los
pugilistas es nimia ante lo que ganaron los productores, aprovechándose de
seguro de la crisis del país para avivar odios que siempre traen réditos.
Fuera del inmundo
contexto del lucro y la corrupción del boxeo y el deporte en general, la lucha
fue sintomática. En asuntos de odio racial no hay victorias definitivas. La
derrota solo aviva el concepto de revancha. Y así seguimos.
28/08/17
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 29/08/2017
Fotografía: Matthew Lewis/GETTY
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