Wednesday, May 15, 2019

La vuelta al mundo/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Escucho a Juan Nepomuceno Hummel. Salve Regina. Pareciera que viviera en otro país y sin embargo es la misma ciudad. Tan diferente, sin embargo. Tan distinta. Ni mejor ni peor, otra. Aurora era una ciudad de trabajadores, villa inmigrante. Desde el amanecer salían latinoamericanos, africanos, árabes hacia el trabajo. Botas, cascos, martillos y pistolas de aire. Cajas de almuerzo, el lunch que se convirtió en lonche. En Denver, Capitol Hill, a dos cuadras del Charlie Brown, el bar favorito de Jack Kerouac, la dinámica es otra. Acá pasean los perros, trotan, las mujeres sin límite de edad sudan por los pasadizos de la calle 7. Barbados gay, el hombre y la mujer, andan tomados de la mano. El aire ha cambiado, la luz, los árboles. Existe en las calles viejas la sensación de ciudad, no esa villa de paso donde se duerme entre los intervalos del trabajo.

Ni mejor ni peor, distinto.

Hummel, misa. Cocino puerco en jerez para la llegada de mi sobrina Zara. De Bolivia llegan noticias de que murió su abuela. Se van desgajando, de a poco, todos; del bosque va quedando nada. Hasta los brotes desaparecen y las muchachas que de niñas manejaron bicicleta mientras sostenías la parrilla van cediendo los cabellos al cáncer.

Un amigo me habla de Chatwin, de la Patagonia. Dice que de Bolivia saldrá alguien siguiendo la ruta del inglés. Ya estamos viejos para ello. De adolescentes trepábamos las laderas de Liriuni y nos metíamos a las aguas termales por la noche. Con los años llegó Francine y se bañaba desnuda en la piscina caliente. Se veían sus ojos como luceros azules bajo el foco de 50. Llegó otra con su amante y la vida se puso difícil. Los lugares de placer niño se hicieron lugares de goce adulto. Como un cambio de sustancia. No solo entretenimiento, filosofía. O cachonda desidia sin imaginar el paso del tiempo, el futuro que atrae y que fallece.

Conduzco el Subaru blanco en domingo de mañana, por calles que transité mucho y que hoy vivo. Viajo en la misma ciudad, que había sido escondida, oculta, feble y engañera. Nunca pensé que la noche tendría otro matiz, que en lugar de escuchar a las matronas latinas o el rítmico golpeteo simple de la música mexica, escucharía el silencio. Pongo algo de jazz, son cubano, Leonard Cohen. Me digo que soy el único vivo en un mundo de muertos. Los perros, animales fieles y comprendo solidarios, viven en este barrio como príncipes de Brunei. Pasan los camiones gris azul de las entregas de Amazon. Ya nadie compra libros, ahora los repartidores cargan pesada comida para perros. Y cajas pequeñas que o son comida de gato o municiones de un estado que adora las armas, sin reconocer que su adoración se debe al miedo.

Día de la madre en los Estados Unidos. Todos mis días son de mi madre. Me habla, me regaña, me aconseja, me cuida, me despierta y se desvela hasta que abra los ojos. A diario, no solo este día de mayo, o el otro día de mayo, esos que el poeta negro Nicomedes Santa Cruz rechazaba: “este domingo de mayo, vergüenza debiera darme”.

La soledad se cubre de nombres: Anna, Milana, Irina, Elena, Olena, Alina, hoy Ksenia. De algo hay que vivir fuera del pan. Y labios de mujer y cabellos de mujer saben a hierbas aromáticas. A este viaje, incluso si se reduce a las pocas paredes de una habitación, hay que traerle voces. Unas ya se enterraron y quedan mustias: Victoria, Tatiana, pero el mundo se renueva en instantes, o se muere en instantes. No hay que parar, seguir moviéndose. Y si el tempranillo se terminó, con un merlot se podrá continuar el camino.
12/05/19


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 14/05/2019

Fotografía: Puerta/CFC/2019

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