Sunday, July 28, 2019

La muerte bailaba merengue


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Henry Purcell a las siete de la mañana. Fats Domino a las diez, mientras lavo la ropa. La muchacha de Jalisco, que juré era cubana o colombiana, me pregunta si no tengo mujer que me lave la ropa. Apenas tengo ropa, le respondo. Me quedé con una maleta. Pobre, me mira con piedad, y eso que no está tan viejo. Podría alegar, contar historias llorosas, pero la trivialidad de los abandonos, incluso con su carga de tragedia, nada valen ante la música. Son las seis cero siete, pm, y escucho las sesiones del 63 y 64 de Duke Ellington en Londres. Hasta el dolor se baila.

Frases memorables de hoy: “Siempre llueve en mis reinos rosados”. Mujer ucraniana de 46, Margarita, no la de Bulgakov, o en parte quizá. Los reinos, el imperio del placer. Supongo que se refiere a Petra, la piedra rosada del desierto. O a la cueva de su amor.

Isabel siempre bailaba con L en las fiestas. Merengue. Bien juntas, rápidas, en giros. Precioso. Creo que era un merengue de nombre deshonesto, El mamón, pero el ritmo agraciaba la tarde de Aurora. Isabel y L se movían como trompos en juego de Troya.

Isabel venía de El Salvador, de la guerra. Trabajó con un tío, en pequeña empresa privada, hasta que alguien mató al tío. Nada valía la vida allí, entonces; nada la vale hoy. Atravesó América Central, el horror de México, la menor crudeza gringa hasta afianzarse, casarse, parir.

El mamón. Isabel sabía lo que era merengue, movimientos ajenos a nuestra estática india, andina. Por años lo bailaron, con L, porque entre las dos lo hacían bien. Se alternaba el ron, el dulce moscatel frío de las mujeres. Una, otra vez. Meses, años. Hasta que la discordia llegó y no bailaron más. Nunca se apagó el tocadiscos en casa, ni para la tristeza del réquiem mozartiano. Nunca. Pero las bailarinas se separaron. Dimes y dimes que cortan la voz, amores, amistades. Nadie bailó merengue, no así, en casa, excepto en la última fiesta, última cena, en que una amiga española de mi hija Aly agitó la cadera como el mar contra las canteras blancas de Dover. Apareció una vecina discapacitada y revoleó las muletas en el aire y tuve una sensación extraña, de un suceso malo pronto a venir. No me equivoqué. El mamón. Al fin hasta el título encontró razonamiento. Mamada, en el sentido boliviano de embuste. Traición a la patria de los cuerpos. Traición a la noche y al trabajo. Merengue. Así es la vida, da vueltas; uno goza o se marea. O viceversa.

Hace poco me contaron de un cáncer de páncreas. Isabel se moría. Yo, que no tuve que ver en el asunto del danzón, llamé para visitarla. No contestaron. Ella tenía mucho rencor. Venía del país del rencor. Trajo la muerte consigo.

Entonces pensé que fue así todo el tiempo. La muerte viene para todos pero algunos la acarrean como cola.

La muerte bailaba merengue. Daba vueltas, se burlaba. La gran mamona, nos quería hacer creer que era fiesta, siendo la suya, su fiesta, su entretenimiento, sus piernas enroscadas. ¿Dónde estará ese disco?, me pregunto. Se fue con el diluvio de junio, con el terremoto de San Francisco. Quizá signifique que por ahora eludí a la muerte. Mejor que me eluda ella porque no la sacaré a bailar.
28/07/19

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