Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Baguala y tambor. La madre como la luz de los reyes magos. Norte argentino. Milanesas en La Quiaca; vino de la casa en Salamina; el paso por Acheral, no tan después de que el ERP tomase el pueblo (mayo del 74). Sin caballo y en Montiel, cantaban Cafrune y Zitarrosa. Atravesé Montiel, provincia de Salta, montado en una flota Atahualpa; eran azules, esas, grandes y tan distintas a las matracas que castigaban los caminos del sur boliviano. Cuando allí subir y bajar la cuesta de Sama implicaba impresionante aventura por no llamarla por su nombre: martirio.
El chofer
ponía el dedo pulgar en el parabrisas cuando venía carro contrario, para que si
hubiera impacto de piedra se concentrara allí, en el punto ajustado. A cada
rato un cartel decía “Baden”; supe que el badén es aquella zanja o canal
formado por ríos y arroyos. Secos, al menos entonces, que cuando el agua corre
por el desierto, arrasa. Lo vi en Paria, la antigua, cerca de Oruro, donde el agua
turbia semejaba agitado mar. Los huaicos de la costa peruana, señales de destrucción
en esa aparente nada. Agua en el desierto, metáforas. En otro bus, micro este,
por la costa blanca, la blanca Arequipa, la piedra de volcán, las rojas sandías
de Palpa en agudo contraste con la arena y la nada. Van Gogh en una vacía playa
del mar de Azov. La vidala es un canto triste que me arrastra de los cabellos a
la infancia, a la caverna primigenia con bestias acechando alrededor para
devorarte. Vidalas sonaban en la noche de Cochabamba, sombras de las vinchucas
y la voz de madre que las mata.
El padre
disparaba con la Beretta 32 a los manzanos. Al día siguiente los balazos
parecían flores en los troncos explotados. Y lloraban. Vidala tengo una copla,
no me la vas a quitar. Dejala que me acompañe, pa’ cuando vuelva a mi pago.
Volver, siempre volver. El músico habla de Sanagasta, en La Rioja, Argentina.
El bombo del Chango Nieto pone un fondo. Simoca, claro que recuerdo, ojalita
que ella pudiera escuchar. No ojalá, ojalita, dulce diminutivo como miel de
algarrobo. Ojalita recuerdes que todavía suenan las cajas indias por las
quebradas. Viaje, camino, polvo, de Potosí al sur, roja tierra tarijeña, una
frontera que no existiría si no hubiera policía. Acordeón. Sanfona.
Papá recolectaba
grillos en el jardín para ponerlos dentro de casa. Cuando anochecía, los
grillos cantaban. La noche de la infancia tiene grillos, la Zamba del grillo. Aquel, mi padre, era
hombre duro, callado, solitario. Pero vi mojados sus verdes ojos cuando me fui
a crecer en el mundo y cuando supe que no lo vería más, en la puerta de casa,
de pie, brillando sus esmeraldas, encorvado, el tata está viejo. Nunca más. Y
nada valió no verlo. Perseguimos la estupidez, el oro, la gloria, la fama, el
respeto, olvidando que todo es tan simple como el grillo que ponía Joaquín en
un rincón para que les cantara a sus hijos. El hombre que hería manzanos, que
bailaba cumbia, que llenaba la tina del baño con botellas de cerveza y hielo
para la fiesta. Ese que con cuidado agarraba al bicho y lo contrataba sin
tiempo para el concierto siempre recordado, para el instante que no muere, la
eternidad del segundo, el brillo de sus ojos al lado de la enredadera
despidiéndose de mí. Baja la vidala por las sendas de polvo. Podría ser Catamarca,
tal vez Charamoco. Los arrieros cruzan templando el charango. De tales pasos
nace el kaluyo, melancolía, lo añejo de la tierra. Tal vez Ojo de Agua, quizá
Corani, cuando los arroyos bajan del frío hacia las bocas de los jucumaris, o
del hombre convertido en jucumari, en khari siri, en la búsqueda sin fin del
calor, del amor que se perdió en el Edén, entre víboras, hombres tontos y, en
lugar de manzana, un higo o un membrillo.
Vientre de
Eva. Ombligo. Pecho que nace, crece y nunca muere. Suave como pelusa, terso
como el cuero de los escudos troyanos.
A este
texto le faltará más de lo que le vaya a sobrar. Hay mucha vida en esta
historia, profusión de nombres, personas extraviadas en pensamientos. Mujeres:
una que me invitaba al ingenio azucarero de Ledesma, en Jujuy, en un café de
noche posiblemente en Güemes; otra, entre Villazón y Oruro, de luto y con su
madre dormida al lado permitiéndome el pie entre sus piernas. Lo efímero de mi
tiempo contrabandista. Villazón, La Quiaca, con alguna incursión hasta la
ciudad de Jujuy. Hotelitos miserables del lado boliviano, aduana, coimas, y ya
en Cochabamba que el tren está detenido en Parotani… Más dinero, otros sobornos
pero siempre ganancia. Duré poco. 4 días intensos duraba la transa, demasiado.
Lo mejor de aquello fue un telegrama que envié a una hermosa lingüista
francesa, un verso de Apollinaire y pronto la exultación del delirio, la
soledad de la muerte. Cargaba en su vientre un hijo que no era mío y la apuesta
ya estaba de antemano fracasada. Pero huelo todavía esos eucaliptos con que te
froté los senos en Molle Molle.
Cruzamos a
la Argentina por varios puntos. La
consabida Villazón. Yacuiba y Pocitos. Agua Blanca, cruzando el Bermejo en un
bote eludiendo piedras. De allí a Tartagal, Embarcación. Miraba por la ventana
imaginando que por allí cerca se encontraba El Impenetrable, el bosque cerrado.
Pensaba, pienso demasiado, en la guerrilla de los Uturuncos, en la de Jorge
Masetti, revolución o muerte.
Zambas de
Orán. El panorama sin fin de Embarcación, también sobre el Bermejo, cerquita,
sur, de la arista boliviana que penetra en el norte argentino. Habíamos
empezado por Padcaya rumbo a Caraparí y un brusco desvío al sur. Si he de ver
aquello de nuevo, lo dudo. Entonces mejor escribir para no olvidar.
Las letras
de las vidalas de mi madre eran de amor, pero el ritmo triste. Desde lo
profundo de su alma, de los ancestros en los montes santiagueños, en rituales
prohibidos de la Salamanca y los diablillos del carnaval. La vidala no se
baila, se canta y escucha bajo el golpeteo de la caja. Yo, niño, imaginaba
quebracho y mistol, la batalla sin fin de vascos y calchaquíes. ¿Qué sangre
quedó en mí? O se juntaron en la arena gredosa por el agua roja. ¿Maldición o
bendita esta memoria? Quiero verlo otra vez pero para entonces ya estaré ciego.
Aguza los oídos, me digo, que el tiempo desea enterrar el yaraví.
18/04/2021
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