Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Escucho a
Antonio Aguilar: “Ánimas que no amanezca”. Deseos, almas. La mina Ánimas,
Potosí, de mi tiempo contrabandista. Dicen que los socavones de ella, Siete
Suyos (de donde era mi amigo Joaquín, El Calambeque) y Chocaya, se entrelazan,
entremezclan, que a veces son los mismos para todas. El Tío corre en vagón fantasma
de mineral confundiendo a carcajadas.
El
Chorolque, falo del altiplano, suerte de Matterhorn marrón. Soledad. Tristeza.
Los coloridos awayos las desmienten, retratan un campo donde la fiesta estalla
con violencia. Aquí a los muertos malos los entierran de cabeza para que buceen
hasta el magma, paso expeditivo hacia el infierno. Baile repetitivo, alcohol
obligatorio y piedra rompecabeza. No juego de tijera, piedra, papel, solo roca
quiebrapómulos, roca buitre quebrantahuesos.
Calle Paris
Court, Aurora, Colorado. Alisto una maleta y otra de mano, la bolsa de mi
ordenador. No hay vuelta atrás, esa es para las mujeres de sal; el pasaje dice
Denver-Londres y el segundo Londres-Porto. Ánimas, que no amanezca. Mato la
noche con focos halógenos, tiempo de volar a las escalas mencionadas. Luego
aterrizar en Roma.
Del amplio
balcón husmeo la vida vecinal. No la Italia fellinesca, ni gritos ni ropa a
secar. Excepto un par de pantalones de viaje míos, duros jeans de a diez
dólares. Se podría llamar la torre de la felicidad si uno aspira a la calma, al
buon giorno de los elevadores, al pan de la esquina. Lejos están los monumentos
de la Roma pérfida, cerca hay pasta casera. Marcela tiene una buena biblioteca.
Allí arriba qué importa la tragedia si es mullida y cómoda; Eurípides domado en
vino. No ha lugar la desgraciada enferma melancolía pavesiana.
De
Fiumicino a la torre. Comida de casa. Cuando uno anduvo las barriadas de París
sin francos a mano ni asiento, cuando se ha olido – y deseado- en los
vestíbulos de los apartamentos inmigrantes el comino, la acidez de las
especias, cuando se ha estornudado por el fiero y lejano curry amarillo, sabe
lo que es sentarse acá, entre Marcela y Leonardo como si nada ocurriera, abrir
la puerta de casa, quitarse los zapatos. A ratos uno elige ser paria; barato
romantismo. Vida burguesa de té en calcetines, el último filme del Hombre Araña
volando por los techos mientras agitas el matamoscas. Una celebración de
Purcell en el tocadiscos. Calma inglesa, verde grama. Aunque se asesine a
príncipes en barricas de vino, aunque se cuelgue la momia de Cromwell para
aviso a la eternidad, Inglaterra es paz, hablamos con Pablo Mendieta. Churchill
decía que el whisky aclara el cerebro, vaya si lo tenía claro aquel valiente.
Digresión válida en remembranza de la quietud del apartamento de Marcela
Filippi. Después de la Roma increíble, majestuosa y espeluznante, el retorno.
Abandonamos a Marco Aurelio en su caballo, que contemple la noche por la
eternidad. Yo necesito avanzar. Marcela me pregunta si este viaje es huida del
amor. Para nada. Pregunta por Ligia; contesto que se escondió en la
clandestinidad de un reducido grupo terrorista de mujeres. Pero no debo juzgar
drástico, a cada quién su abrigo, cruz o incienso o maderos verdes
entrecruzados llamando a la dicha en medio de la matanza en las selvas
chiapanecas.
Roma no
estaba en mis planes y heme aquí. Mi proyecto después de Madrid era un alto en
Lyon para ver a mi sobrina Zara, eludir París, ir por Estrasburgo o Basilea
hasta Berlín. Después Varsovia y la mística de la guerra del 18 en el frente de
Galitzia. No sé si en mi mente vive unos de los soldados del zar que narra
Solzhenitsyn, uno de Babel u Ostrovsky, pero estoy presente allí cortando leña,
escuchando el rumiar de los bisontes. Maldición no es; premonición tampoco ya
que la existo. Sueños, pesadillas feraces, trigo… Pero a instancias de la
invitación me dirigí a Roma; se lo agradezco a Marcela, que de Dios carezco.
Mucho vi en poco tiempo. Tomé algunas fotos, de noche la mayoría, que ante ese
caminador soldado de infantería que es ella, toda la noche atravesamos lo que
tomó mil años de historia. Mis caminos no conducen a Roma, son caminos rebeldes
todavía. Si volveré un día, quizá. Giotto, el Trastevere, el salami, Café
Greco, mucho. Y el departamento del piso nueve o más arriba que fue el mirador
desde donde atisbé un futuro que todavía construyo.
Mi
dormitorio era una biblioteca. Había algo de arcaico, una invitación al viaje
íntimo a lo Xavier de Maistre o Sánchez-Ostiz, pero me dormí. Hubo vino para
culpar, rojo. ¿Música? No me acuerdo. Conversación, la literatura y el amor
¿acaso son distintos? Pablo de Rokha, recuerdos de Juan Araos recitándolo en
infames chicherías cochalas. Y a Parménides y a Catulo.
La
oscuridad mecía el edificio en sismo de paz, ¿o era una cuna en la memoria
olvidada de la humanidad que nos acoge al mundo con engañoso vaivén?
Lo cierto
es que había llegado allí, a la Italia de mis antepasados piamonteses, rubios
casi alemanes mis primos, morenos por lo indiano mi rama, nosotros. Sin tiempo
de ahondar en la sangre, imposible en todas las sangres, mirando hacia otra
cosa que la hematología ahora, búsqueda de senderos que llaman desde siempre,
casi obsesión de ir al este. Encantamiento literario o misterio. No lo sabré.
Pero por el momento disfruto esta calma. Ver gente con vida normal. Después de
años estoy libre del peso del trabajo, estajanovista en extremo, quebrando la
espalda gratuitamente, solo por el ánimo de vencerme, de doblegar con
brutalidad a uno mismo, lección de humanidad y disciplina, que lo que me han
dado no es mío mientras no lo consiga en solitario, sin pan ni herencia, con
zapatos rotos y guantes sin dedos. A la fuerza, contra miedo y debilidad.
Yunque de Vulcano. Saltan chispas de las armaduras que el dios fabrica para
Aquileo y para Glauco. Y de a ratos llegaba el amor, más duro que metal contra
metal después de las flores. No hay armazón que valga, ni de bronce ni de oro.
Contra eso también, vamos, contra el lloriqueo que gasta agua en vano, que
serviría para regar. Los besos quedan; los labios se secan.
Ánimas, que
no amanezca. Almas, seres intangibles, una morna de Cabo Verde pone a los
espíritus a bailar. Un soldado ruso dice por teléfono a su madre que lo que ha
visto no olvidará, cuerpos a medias, cajones de zinc donde tiran pedazos
entremezclados y los etiquetan. Entrar en infierno o paraíso incompleto, esa
era la pesadilla de no recuerdo qué cultura. Por eso no soy donante. Sin ser
crédulo, no quiero quedarme partido en el vacío, flotando como dos satélites.
Puede que no haya vida eterna pero hay recuerdo.
Miro en
nostalgia el apartamento de Roma. Tanto cambió el mundo europeo en tres años.
Lo sabía Marco Aurelio, por eso observa fijo un punto que no existe. Nos traen
una mixtura de salames y prosciutto. En el Trastevere toca un dúo gitano. Asomo
un billete de diez euros para ellos. Sorbo el vino, sabor de uva negra y
frambuesa. Abro un libro y me duermo. Los ángeles del Vaticano habrán abandonado
al pervertido y han venido hasta mí mientras Enrique Bunbury canta Ánimas, que no amanezca. Que no.
12/07/2022
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Imagen: Marco Aurelio, Roma, 2018
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