Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Incluso si
no hubiese vivido Isaac Emmanuilovich Babel, Odessa sería lo que es. No quiero
creer que algún misil, Tochka o Kalibr, haya caído sobre el Parque de la
Ciudad, ese al que se entra por la Preobrazhenskaya y se sale por la Gavannaya,
oasis de buenos restaurantes y bancos de plaza que trasladan a un lejano tiempo
de arte, de elegancia incluso en la pobreza, de exotismo portuario. De ese mar
que se abre al universo antiguo, a bajeles de Heródoto escriba, a mitos de la
gran guerra de los mundos. Paso horas allí. A veces de nueve crepúsculo a dos
noche. Faroles mortecinos, mesas y sillas arrumbadas en rincones de la floresta
urbana. Algún gato, tal vez París apache sin salvajes, del 900; posiblemente
Viena. Aire de ayer, no de anteayer, porque una cosa implica melancolía y la
otra decrepitud.
Hay un café
ruso en Leverkusen sobre la Stefan-Zweig-Straße. Contaba Paul Avrich
acerca de la explosión simultánea de bombas en un café de Varsovia y en otro de
Odessa. Los límites de este mundo a ratos se hacen difusos, son de hecho
ubicuos. Uno cree estar en Austria-Hungría y está en una republiqueta
soviética. Dicen que aquel espíritu de multiculturalidad, a ratos no pacífica,
se escondió de la modernidad en ciudades ucranianas: Lviv, de paredes de
chocolate rosa; por supuesto en Odessa, hasta en las estribaciones del Cárpato
en Uzhzhorod, para pasar de allí a la concreta Hungría, también de colores en
pastel tentador; Debrecen, por ejemplo.
Me decía
Daniela Billus, mientras la luna llovía, del largo avatar de los pueblos de
allí. En su caso familiar, desde la boscosa Lituania hasta el Danubio de
Budapest. Fronteras como cicatrices que se borran con crema; otras cicatrices
que no tienen cura y son como nervudas serpientes recordatorias. El búho grita
en el bosque, muge el bisonte, crueles ejércitos arrebatan vida unos a otros.
Estoy sentado en un banco del parque citadino en el puerto de Odessa y vuela en
el aire un encantamiento de Merlín con nombres eslavos. Hechizo de quédate
inmóvil, montaña. Banderas y cañones que cuando tocan la ciudad le producen
carcajadas. Un enorme hoyo de obús no quitará la mística bandolera de la
Moldavanka, ni cien años de soviet han logrado acallar el recuerdo rebelde. Los
zares rojos, y el mico actual, han sido con mucho peores que cualquier rey.
Cuando se ordena a nombre de la bondad, se mata a nombre de la miseria, se roba
mencionando la indigencia, vamos por mal camino, que de cadáveres está llena la
carretera de la dicen que revolución. Todo para mí y un retazo para ustedes y a
idolatrar al dios sol.
Estoy
sentado en aquel banco y cavilo. No por los muslos de blanca tez y suavidad de
terciopelo. Pienso en lo leído, intento imaginar las páginas como seres
concretos, el pincel de Pan Apolek, las naos griegas cargadas de hoplitas
remando en un mar sin fondo. Sorbo un moscatel helado. Escucho hablar en
lenguas sin creer que este es paraíso de iluminados. Miro el rostro del atamán,
Diosdado Zenobio, y aunque no huela sangre veo torbellinos de ella en agudo
cuchicheo de sables. La muerte habla con la muerte, goza de sus métodos y se
embrutece o sofistica de acuerdo a la ocasión. Yo estoy, tercera vez que lo
digo, sentado en el parque. Ya no hay comida disponible, los comideros están
cerrados. Sé de la pobreza pero nadie me molesta en mi modorra. No he visto
mendigos, que los hay, no dudo.
Stefan
Zweig hubiera amado esta ciudad, buena para su nostalgia, suave para su
bonhomía. No gusto mucho del mar, más bien montañés, pero el mar Negro es otra
cosa, no es agua sino mito. Costas que escucho golpear por olas mientras
camino. Lucecitas en distancia, luciérnagas o el último brillo de los guerreros
griegos. O lidios, o tracios, o lacedemonios. Tengo el prurito del pasado, la
enfermedad del recuerdo, ha picado mi piel la mosca que nunca olvida, la que no
duerme y musita tristes canciones del taarab.
Eludo el
ascensor, subo por las escaleras hasta el mirador del hotel. No es Odessa
ciudad alta. Veo los bulbos de dios aquí y acullá. Tampoco hay tanto automóvil;
chirrían los frenos del tranvía. En media calle se detiene, cargado de
pasajeros, amarillo y rojo de colores, y el conductor corre al centro de la
calle, agarra una barreta de hierro, y manualmente hace el cambio de vías en
populosa encrucijada. Deja la palanca en el mismo lugar, se apresura, salta y
arranca su carromato con agudísimo sonido de í, las íes mecánicas. Cuando voy
en él, o en los largos omnibuses con acordeón al medio, contemplo las calles,
las hierbas que crecen insurrectas porque la ciudad no debe tener dinero para
educarlas. Me gusta ese aire travieso, desafiante, parecido al de Benia Krik.
Para mí
cuatro años pero parece que crecí en las baldosas que brillan al anochecer. Mis
pies van sin rumbo o con dirección con naturalidad. Me dicen en el bar de strip
tease que van a asaltarme y sonrío. Águila del tiempo que vuela entre los lados
del espejo. Si me aburro de la sábana limpia de mi lecho abriré la ventana y me
pongo al vuelo, al cañaveral del delta, a los todavía bailes gitanos en piso
movedizo entretejido de plantas. Música de violines.
Despierto;
otra mañana. Desayuno muy bien en la terraza. Pido a la babushka que entra a
limpiar si puede lavarme la ropa. Me la entrega aromática, doblada al cuchillo,
por simples monedas. A la vuelta de “casa” hay un lugar tártaro de comida.
Siempre elijo con el dedo porque no tengo idea qué es. Me lo envuelven en papel
madera, lo pongo en el bolsillo de la chamarra y enfilo hacia otro parque para
comer al lado de la fría estatua del poeta Iván Frankó. Otra vez me pongo
somnoliento. Ebrio está, dirán los transeúntes, ebrio de no poder aprehenderlo
todo.
Saludo al
portero. Tomo el ascensor esta vez. Me ducho, desnudo miro a las putas debajo
del farol de la esquina en el lado derecho. Observo al dueño del restaurante
chino enfrente cerrar su cortina. De a poco se apacigua el ruido. Nunca he
fumado, pero supongo que para un fumador sería buen momento de encender uno.
Abro el pequeño refrigerador. Hay una botella de cocktail. Le digo salud a la
noche y siento el frescor del alcohol de frutas bajar por la garganta. Mejor
dormir. Soñar no, porque paso el día soñando.
09/07/2022
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Imagen: Odessa, Parque de la Ciudad
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