Claudio Ferrufino-Coqueugniot
¡Lee esto! Lo que me alcanzaba mi padre era el libro de Hugh Thomas La Guerra Civil Española. Luego la trilogía de José María Gironella, comenzando con Los cipreses creen en Dios. “A esta casa no entra ni Dios”, protegía a una familia un anarquista en Barcelona el 36. Luego tanto más: Durruti en Enzensberger, libro que presté a todos mis amigos quinceañeros. España, república de trabajadores, de Ehrenburg. Leí sobre Cipriano Mera. Alberti recitaba “Madrid: que nunca se diga, nunca se publique o piense, que en el corazón de España la sangre se volvió nieve”.
Estuve en
España el 86, en esos eternos periplos de amor fallido. De París a Castellón,
en auto con la FAI. Valencia en casa de una mujer de la CNT a la que mostré
entusiasmado El rey de la máscara de oro,
de Schwob, y La marcha de Radetzki,
de Joseph Roth, que había conseguido allí, además de robar un cassette de
corridos de la revolución mexicana con el Zapata de Diego Rivera en tapa.
Tenía un
boleto Madrid-Asunción. Viajé de noche de la costa a la capital, creo que
atravesando Cuenca. En Madrid me consiguieron una reunión con un dirigente de
la CNT, falsa o auténtica, al que encontré a oscuras en el parque del palacio
real. Su cara tenía sombra de árboles y difícilmente lo reconocería. ¿Hablar?
Hablamos, supongo, pero no de la gloria de Ascaso como yo hubiese querido sino
cosas de mercado y política. Ambiciones, seguro, que esas también deambulaban
por el gremio.
Agua de
Valencia bajo las murallas del Cid. Sidra en bota con los punks de la Plaza
Mayor. Lepra, se llamaba uno, y a pesar de la apariencia era gorrión inofensivo.
Al Paraguay
de Stroessner llegué cargado de libros, de pins guevaristas. Mal ambiente.
Morados hombres de la secreta abrían las maletas. ¿Profesor?, preguntaron.
Asentí. ¿Habían ya hecho de Somoza anticucho? No puedo decirlo, y no me
referiré a la computadora para comprobarlo. Lo dejo así, flotando por fracción
de segundo como aquel mágico bazuka. Dejaron pasar los libros sobre los
comunarios de Aragón, textos de Rudolf Rocker, Oskar Panizza y el Concilio de amor, Kropotkin, cantos de
los anarquistas yiddish de Rusia Blanca; Durruti,
de Abel Paz; afiches de Bakunin y de los mártires de Chicago de una revista
ácrata de Vancouver, Canadá. Venía de la Internacional ¡qué carajo!
Madrid,
2018. Sabah Oumoha y Pablo Cerezal nos reciben en su apartamento del séptimo.
Pablo tiene una especie de terraza cubierta colgando sobre el vacío. Allí
escribe. Literatura de precipicio.
Asoma un
par impresionante de ojos moros bellos. Es Munay, el hijo de ellos. Munay, nombre
aymara, ojos como los de la madre de Arshile Gorky.
Con
Dominique y Miguel Sánchez-Ostiz. Agarramos un vino por ahí. Tren
metropolitano. Sabah es marroquí; Pablo, casi.
Hola amigo,
me gusta saber de ti, dice Sabah en el mensajero. Tres años han pasado desde
aquella invitación y le escribo para averiguar detalles de un plato barroco
difícil de recordar en conjunto.
Escribo
memorias de ese viaje; ya digerí hasta el divorcio. Me quité el sabor a bilis
bendecida en besos de fantasías con nombre hembra. Quien cree tener el as bajo
la manga en las relaciones termina sabiendo que una baraja no es más que papel
y que el azar no existe. Llanto y dolor son el cardamomo y la cúrcuma de un
plato exótico. Especias sabrosas y reemplazables, aunque valga decir, a nombre
de la buena voluntad, que jamás amé así, que nunca encontraré piedra como tú
entre tanto cascajo. El romance no quita lo valiente. Te agradezco los hombros,
esposa, los pies calzados de sandalias para mi perversión visual. Y otras
cosas, claro, modestas, inocentes y también prohibidas.
Volvamos a
la semolina, la sémola, base de este plato tradicional de Marruecos. Se lo come
por doquier; el israelita usa la misma harina que el marroquí. El cuscús de
París, mi plato estrella de la comida francesa, iba enlatado y costaba un
franco. A golpes de puño y cuchillo abría la lata y devoraba, a mano, fríos,
chorizos de oscura tez en un líquido viscoso, medio transparente, que parecía
esperma. Madame Putifar y el hambre.
París fue mi desierto caribe, vaya paradoja.
Marroquí;
uno de varios. Base de sémola de trigo cocida al vapor con algo de aceite y
agua. Carne de ternera, cordero o pollo. Cuscús Siete verduras. Siete pilares
de la sabiduría: garbanzos, calabacín, calabaza, nabo, patatas, repollo,
zanahoria. Hay otro que tengo que probar, con cebolla caramelizada, pollo y
pasas de uva.
Cuando
alistaba viaje, hablamos con Pablo acerca de ir a África del Norte. Tánger que
él tanto ama, Fez, las kabilas, Tetuán. No se pudo porque Eros me arrastraba al
este, a la mágica simbiosis de las mujeres ucranianas entre eslavas y tártaras.
Me alegro de haber ido. Ya las mataron.
¿Y las
especias, Sabah? Sal, pimienta negra, jengibre, azafrán, algo de perejil,
cebolla, mezcladas en manteca de ternera, no de cerdo. Puerco para los puercos,
supongo yo, carne de infiel.
De ahí el trabajo
de masonería, a levantar la torre que juntaría todas las lenguas y nos dejaría
la confusión actual. Al menos devoraremos esta, mientras hacemos digresiones
acerca de literatura, de burocracia boliviana, de yatiris y agoreros ciegos, de
perros colados cuando el acto de amor carnal se transforma en candado.
La sémola
abajo. Sobre esta suave forma construiré mi esencia. Luego la carne al medio,
de acuerdo al sacrificio que se hiciese y al tipo de gentil animal que se concede
a sí mismo para el ritual del sabor, que es casi éxtasis religioso. Salsa que
consiste en el corte elegido a la que se van añadiendo verduras, cada una según
su tiempo de cocción, más para el nabo y zanahoria, menos para la papa y las
calabazas. Luego se lo presenta a los comensales con claros niveles de color y textura.
Sémola, carne, verduras de a poco y el jugo encima que vaya cubriendo el plato
hasta ver que el suave trigo transformado lo ha absorbido suficiente. “Maravilloso”,
dice Sabah. Orgiástico, diría, divino e irreverente al mismo tiempo. La
inocente abstinencia no procrea; lo hace el pecado. Un buen plato es un pecado
y en este caso de extrema sofisticación.
No peco de
embustero si digo que no me acuerdo qué sucedió después. Cuscús narcotizante.
Aires de floripondio. Nos despediríamos; Munay estaría jugando con su rojo
carro policía. El metro sonaría como lo hacen los trenes, chas, chas, rítmico y
cadencioso. Si quieres complacer a la mujer, me sugería una pelirroja noruega,
la clave está en el ritmo. Pero los machos no son poetas sino gallos
cacareadores.
¿Sexo y
cuscús? El siete verduras era sexo puro derrumbándose entre lenguas y dentadura,
en saliva y tragado a velocidad pasmosa. Quedaron unos garbanzos girando como
monedas en una viñeta de picaresca española. Nunca más, seguro. Caída la torre
jamás será la misma reedificada. Como la Babilonia de Saddam Hussein es una
parodia del universo de los ladrillos.
Sabah y
Pablo y Munay siguen allí en Madrid. Dominique y Miguel en los umbríos bosques
del norte. Yo alisto una maleta por día para el viaje del fin del mundo. Ya
tengo cuatrocientas setenta y tres y las olvido en orden y de a una. A todas
les doy mote de mujer. Tal vez las haya dobles aunque Ella no se repite. Todas
son lo mismo, dicen los tarados ¡Pobres!
Un acordeón
suena en un video desde Amsterdam. Para vivir: un poco de Cioran y mucho
vallenato…
06/07/2022
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