Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Puerta de basta madera, pared de adobe. Se diría campestre, un fierro herrumbrado cruza el ingreso. Lo remuevo. Entro. Está mi hermana, años que ha muerto pero se mantiene joven, de treinta diría. Me da un beso, le agito el negro cabello, pregunto por su felicidad. Sonríe. A las cuatro de la mañana se esfuma; quedo mirando las líneas de luz en la persiana. Sé que vive aquí, en la totalidad de los ocho pisos, que si no nos vemos a veces es por el espacio tan grande. Me pregunto por qué vino, será por la guerra, por las desapariciones, el recuerdo tal vez, pasos que cada uno tuvo por su lado y jamás se cruzaron. El garaje está oscuro y sin embargo cada noche me acerco a él. Autos en silencio, siluetas, muro del fondo, del costado izquierdo, del derecho. Allí estaba la cocina, ahí el sillón de madre, la enciclopedia de padre, los guantes de box en miniatura en memoria de la juventud. El vidrio está frío, quito la frente de él y subo por el ascensor hasta el pasillo a oscuras. La luz automática se enciende al sentirme. Siempre reviso el número para no equivocarme. Entro. Primero está Ben Shahn y luego Kafka con Alfred Kubin. Luego la liturgia de preparar la mortaja temporal, acomodar almohadas, estirar las sábanas bermellón.
Noticias,
lo primero, a ver qué ha cambiado en horas tan breves. Casi nada, rusos
despanzurrados, torretas de tanque volando ígneas a modo de ovnis. Agua. La
bebo. Apago la lámpara y duermo soñando con cazas supersónicos, bombas con
cerebro propio, la muerte del zar, el desmembramiento del nuevo falso Dimitri.
Un misil destroza a cinco traidores en Donetsk, ciudad industrial. En esta región
se hicieron barcos, aviones. Grandes nombres nacieron en Ucrania, de los buenos
y también perversos. De nada sirve la historia, llegaremos a su final matándonos
como perros, escuchando a jerarcas, gemelos Trump y Evo, culpando al cielo de
su mortificante labor de convertirse en amos millonarios, al intenso “dolor”
del vicio desde el poder. Me duermo con el celular encendido. Hay tanto música
como tararás de metralleta. Cuento las horas según me levanto, cuando mis dedos
han sobrepasado el número de diez bajas enemigas, me alegro. Al menos la
muerte, a esta hora, tiene sabores a guisa de coctel. Fresa o maracuyá, lychee
o jabuticaba.
Converso
virtualmente con el poeta Ricardo Camacho. Nos encontraremos en La Paz, el
momento pronto o el momento justo. Promete “un recibimiento con ataúdes
alegóricos, de acuerdo con tus galones”. Casi estaríamos leyendo El enterrador, de Robert Louis
Stevenson…
Edgar Allan
Poe en un Baltimore borracho que recuerdo a medias. Llovía y Baltimore
apestaba. Sirena del tren a Nueva York, cerveza Miller etiqueta negra, draft.
En la
estación de Kansas City, Missouri (¿o era Kansas?), rodeados Picha y yo de
población afroamericana. Un bracero mexicano maltratado por el chofer del
Greyhound. No entiende nada, mira al vacío, pequeño, que seguro viene de la
sierra tarahumara. No quiero enojarme, pienso que de aquí salió notable jazz.
Se lo digo a mi hermana. La acompaño desde Denver hasta Miami, tres días
cruzando el medio oeste y la cuenca del gran río y las montañas. Deliverance, de John Borman. Pensar que
dentro de semejante belleza abunda la abyección, que de esos árboles solemnes
alguna vez colgaron negros, que el odio se acurruca en Knoxville como en
Ivirgarzama y Bucha. Busco con la mirada para encontrar rastros de Sodoma y de
Gomorra pero suena un cencerro de borregos cautivos que anuncian el
fallecimiento de Dios. Mugen y berrean y chillan los cerdos, el arca del
patriarca huele a excremento, el mayor despropósito de salvar lo insalvable,
mitomanía de divinidades y santos. Susurro a María Renée que se acuerde del
jazz, que no se llene de ideas falsas aun siendo reales y que sepa que su amiga
Maju la espera al sur de la Florida para llevarla a comer filetes de pez
espada.
Ofensiva
rusa en Kharkiv. Si antes hubieran visto la ciudad ya de mucho atrás mártir. Calles
de árboles y hermosa arquitectura. Iglesias majestuosas, oscuras y de ojos
brillando. Santos que son pura pupila, poesía por doquier, cine, fotografía.
Placidez de pueblos alrededor, casas que decoran los labriegos pobres con
esmero, esa su riqueza. Mi linda Kharkiv, se lamenta Ekaterina, pero nosotros
nos adecuamos a todo y venceremos, afirma. Salidas de alguien de sangre
zaporoga, de por sí tales palabras son mortal condena para Vladimiro el Último.
No verán sus pequeños ojos de bagre el fin de Ucrania. Reían los cosacos zaporogos
y se burlaban mientras escribían al sultán, de acuerdo a Ilya Repin. Solo les
costaba alzar sus medianos barcos y asolar la costa turca hasta Estambul. Hacia
el este lo mismo, de abono quedaban moscovitas y chechenos. Como si matar fuese
un problema. O morir. La tozudez indiferente ante la muerte es martillo que
aplasta sin piedad. El mar de Azov será libre y volveré a beber oscuro café
destilado en las terrazas de Mariupol, cuando Rusia sea un mal recuerdo y sus
pingajos destrocen daguestanos y osetios.
Si te lo
cuento en tu visita, hermana María Renée, poco importa. Por eso has venido,
para aliviar mis dudas occidentales, el absurdo miedo a las sombras, la falta
de optimismo en la eternidad. No como cuestión religiosa, tú lo sabes.
Sentémonos en tu acogedora cocina, ante la mesa de fórmica roja. Juegas
solitarios mientras apuramos un trago. No hemos participado en batallas mas estallan
obuses en el inconsciente. Hablabas de las mujeres, a quienes tanto querías, la
inmensa figura de mamá detrás de todo. Y no te equivocabas. El tiempo hizo
tabla rasa, dejó tornados batiéndose unos a otros entre el vacío. Nunca atrás
la esperanza. El dolor siendo la mayor escuela del aguante, soporte de sólida empatía.
¿Qué son
los objetos dispersos por el bosque? Parecen ramas. No, extremidades de
soldados del imperio, mil por día, jamás recuperadas y expuestas al sol que en
mayo comienza a calentar, a solidificar el lodo. Reunidas conformarían una pira
funeraria en donde se incinerará para siempre al águila de dos cabezas. Hablo
de empatía y, sin embargo, no tengo piedad. Que los maten a todos, a los
dieciocho o a los sesenta, a todos sin distinción, que dejen tendal de huérfanos
como lección decisiva y definitiva, que los siervos sepan liberarse o perezcan.
Adiós, madrecita Rusia, no serviste para nada a las mayorías, siempre diste
leche a beber a los poderosos, soltaste jaurías desalmadas de desharrapados de
cuando en cuando, según convenía, sin nunca dejar de ser autocrática. Piara de
esclavos, mujiks a los que el calvo Lenin detestaba. ¿Quieren morir por Rusia,
los obligan a ello? Que mueran, pues. Papini inventaba que Ulianov le decía que
un obrero valía diez mil campesinos. Ni uno ni el otro valen un penique, cargas
de muertos vivos. Tinieblas y amanecer de
Rusia escribió ilusoriamente el gran Alexei Tolstoi. Hoy solo tinieblas.
Crece el
amanecer y dibuja la silueta de la cordillera del Tunari. Estoy tan lejos del
frente, tanto tan lejos y triste a la vez que sueño convertirme en
francotirador y anotar cabezas como si de canicas se tratase.
12/05/2024
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Imagen:
André Fougeron, 1937
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