Wednesday, August 28, 2024

Eterno trasiego


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hermosos bailes en San Pedro de Condo, no lejos de Santiago de Huari. Apenado de observar que todos los awayos que llevan las mujeres son de la maquila coreana o china. Dónde los tejidos antiguos, no tengo ninguno de allí. Indagaré sobre sus características aunque las imagino husmeando por los rastros de la inmensa geografía. Amo ver esos cerros pelados de silentes tristezas. Los admiro con el mismo ardor juvenil con que recorría los montes boscosos de Paducah en Kentucky, cuando el tiempo retrocedía veinte años. Los pies no olvidan lo que han visto, lo memorian con mayor certeza que la mente. Todavía los conquistadores andan por los campos de noche con cocuyos amarrados a sus dedos.

 

Alumbre, lumbre, asombro, candela.

 

La vida tomó cauce lento. Implica que se reducirán, nunca a cero, las millas recorridas. Desde aquí veo puerta con ventana y sospecho el fuego del sol. Verano. Mi Irina hermosa perdida estará casi bajo la lluvia, cerca de los océanos de lodo que conspiran en la estepa. Antonina, joven moldava con acentuados rasgos asiáticos, cuenta de Chișinău. Kishinev, le digo, sito yo como siempre en el pretérito, en relatos de Bábel o de Ehrenburg. Sí, la misma ciudad, la del famoso pogrom. Sobre tus ojos nada extraño, Moldavia era tierra de nadie, en sus bosques, voz rugido de osos negros, se escondían feroces tártaros; si eran de allí o venían de la no muy lejana Dobrujda no interesa. Te dejaron la mirada, y esa palidez de piel que no es blanca, de crema claro o de hoja marchita. Río Bîc, adscrito al poderoso Dniester, cavernas de brujas y cosacos errantes. Hasta la historia se cobijaba allí, se cobija, de sus sombras se escurren barcos de muerte que hunden el metal de submarinos del mal, al fondo negro del Negro mar los envían, al negro sosiego del castigo eterno. Amén.

 

Deseo extasiarme, expandir mis letras a las piedras moldeadas que han levantado ciudades, a hablar de ese tono de las villas de Europa Central que el imperio hizo famosas, no hirientes a la vista, suaves como parque vienés. Nombrar a Grigory Ivanovich Kotovsky, truhán y bolchevique, de la lujuria besaraba; si hablo de él tendré que saltar a Benya Krik, a I.E. Bábel, y habré puesto en escena mis obsesiones y mis amores con mayor descaro. Saltaré, remaré, cruzaré el Bósforo y los Dardanelos para no entorpecer los pasos. “Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí”. Maestro César Vallejo, amo de tristezas, patrón de las gotas de lluvia, ayúdame. Qué estará haciendo esta hora mi eslava y dulce Irina de eneldo y granada. ¿Qué?

 

Rojo, rojo brilla el puente del Bósforo en la noche octubrina. Brilla, rojo rojo hasta que en la distancia semeja una pupila ebria.

 

Una pareja de bailarines de madera en miniatura está frente a mí, en casa de mi hija menor. Danzaban en una calle de Kharkiv en 2018 y hoy aquí faltos de acordeones. Dos jóvenes vendían chucherías en la acera, encima de un capote militar. Recuerdos, autitos de la época de la URSS. Me quedé con esta joya por 10 hryvnias. Debajo, a la sombra, bajo la protección, de una gigantesca escultura de concreto de un soldado soviético triunfante. Solo que pequeña, azul y amarilla, ondeaba la actual bandera de Ucrania donde alguna vez habría un trapo rojo con hoz y martillo. Me dijeron, al envolver la pieza en periódico, que posiblemente era de Lutsk, en la Volinia, por los trajes. Otra vez, no quiero dispararme en un trasiego infinito por Volinia y Galitzia, por Zbarazh y el feudo de los Wisnowievski, por Isaac Bashevis Singer, por Goray, por Yampol… Ten calma, me digo, y sigue caminando, no es momento ni sitio aún de desbarrancarse. Más tarde, más tarde.

 

A ratos las cosas toman aire bíblico. Sobre Taganrog, distrito de Rostov, lugar de nacimiento de Chejov, se ha vaciado del cielo una tormenta de mosquitos verdes. Las plagas del faraón, quisiera creer, el Armagedón del sátrapa de Moscú. Como vinieron, desaparecieron. Pero vinieron. Llegaron. Bajaron, eran nubes de verde entre lechuga y petróleo. Se heló el corazón de los creyentes. En las selvas de Siberia los antiguos creyentes se habrían desgarrado los pechos.

 

“Testigo, testigo…” canta el pájaro testigo. Cuando cante la tercera…

 

Se observaba apacible el mar de Azov. Tenebroso el café.

 

Daniel Mocher, escritor español, maestro además del arte de Georg  Christoph Lichtenberg, el de los aforismos, escribe en su blog Los propios pasos de las bellas similitudes entre Crimea y Valencia, de sus alojados ucranios que abandonaron Jarkov sin nada. De mucho más, de la hombría de bien y la hermandad, de lo cercanos que somos por encima de las diferencias, eslavos y filipinos devorando mariscos cocidos en whisky en la arena saudí, por ejemplo. O yo, en 1993, o 92, enseñando a las bellas muchachas bosnias huidas de la pesadilla cómo doblar y embolsar periódicos a velocidad. De mis amigos, los hermanos Brakmić, que del genocidio llegaron a la América del sueño y se hicieron ricos en veinte años en Denver y alrededores. Altos, rubios, de azules ojos. Y musulmanes. Bosnios que aprendieron a maldecir en mexicano y que hicieron de sus compañeros de trabajo de Chihuahua y de Guerrero la base de su riqueza en el área de la construcción. Yefim, judío expulsado de Rusia Blanca por Stalin, establecido en Kazajistán y emigrado a Norteamérica donde vino a enterrarse. Su casa llena de muñecos de peluche que recogía en los basureros. He visto a mi mecánico Nikolai, soldado soviético en Cuba, completamente borracho a toda velocidad en una bicicleta de un solo pedal. “Kolya”, le grité desde la ventana abierta de mi auto. Sonrió sin dientes y se perdió en el porvenir. Vamos a gatas, sin velas, tocándonos las manos, que a veces están muertas o frías, del frío de arma mortal. Tendríamos que envolvernos de cocuyos, emular árboles navideños pero somos demasiado necios.

 

Cerca de Roboré había un gigantesco árbol, palo borracho tal vez, que brillaba cubierto de luciérnagas más que la propia luna o el puente carmesí del mar turco. Pintaste  tu cuerpo con cremas de neón. Te acercaste y nada más puedo decir sino que la noche cegó mis ojos de luz y oré como jamás lo había hecho, a una maltrecha creación. Me hice religioso por ti aunque pequé al siguiente día con la sabia caracterización de este germen humano, este injerto poderoso y vil.

 

Espero al fin de septiembre comulgar con mis piernas otra vez. Si podré bailar lo dudo. Mi corazón lo hará por mí. He comprado maletas que están vacías. El viaje pende del techo como la de Damocles. Una hebra de viento podrá dirimir el futuro o un tsunami venido de las islas de la Indonesia nos cubrirá al fin de furor maldito, hambriento y hastiado al mismo tiempo. Por eso, bésame ahora, así no estés conmigo y tus manos sean hálitos. No sea que mañana no venga y esto ya sea ayer.

28/08/2024

 

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Imagen: Diego Rivera/Familia rusa, 1928 

 

Monday, August 26, 2024

Pátinas de la memoria


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En la primera parte de Europe Central William T. Vollmann habla de Fanny Kaplan, quien atentó contra Lenin y de la esposa de Vladimir Ilyich, Nadezhda Konstantinovna Krupskaya, oficiosa mujercita. Me detengo, no cruzo la página 16 para recordar. Mixtura de libros, citas, personajes. Aparece Pavel Dybenko, el brutal bolchevique con aura de traidor y su matrimonio con Alexandra Kollontai, ministro del nuevo régimen y persona de vasta cultura que escribió los libros de Dybenko sobre la revolución.  

 

¿Por qué me detengo? Para sopesar lo poco que sé, la variedad de lecturas, experiencias que me hacen hombre de mediana “cultura” y la tristeza posterior que embarga al darse uno cuenta de lo poco más que podrá aprehender en estos años, lustros, décadas. Siempre he defendido la importancia de interesarse en todo, sin desdeñar por supuesto el oficio de dedicarse en exclusiva a algo y ser duchos en el material escogido. Pero para alguien inquieto, caótico, desordenado como yo, esa posibilidad estuvo de entrada desechada.

 

Puedo hablar de Fanny Kaplan, por cierto, o de la Krupskaya, o de Fanny Baron, asesinada por los chequistas en 1921. El calvo Lenin tenía pánico de las mujeres como ella y ordenó personalmente su muerte. Sí, hablar de Volin, de Gorelik, de Lev Chorni, poeta fusilado junto a Fanny Baron, miembros ambos de la confederación Nabat muy ligada al movimiento majnovista. De Arshinov, de Maksimov. No recuerdo si fue en Volin, La revolución desconocida, o en Alexei Tolstoi, Tinieblas y amanecer de Rusia, donde León Chorny aparece repetidas veces. Pero aparte de eso, de recordar a Simon Karetnik, fusilado arteramente por los rojos en Melitópol, hoy en manos de la bestia putinista, y tantas otras cosas me doy cuenta de que voy vagando por la superficie, casi como un malentendido cuadro de Magritte. Bueno, tampoco es asunto mortificante pero me hubiese gustado más. Tarde, porque mientras leo sobre las delicadezas servidas en la corte austrohúngara suelo, y puedo, distraerme con especies de colibríes de la selva brumosa. Difícil ya, e impertinente, sería dedicarme con esmero a solo un sujeto.

 

Mientras escribo escucho noticias de la guerra, de un nuevo dron-misil que han creado los ingenieros ucranianos para atacar dentro de Rusia con mayor intensidad. Se combate en el Donbas como hace diez siglos, en Kursk donde hubo la batalla de tanques más grande de la historia. Veo una película soviética sobre el almirante Fyodor Ushakov, (URSS, 1953, donde aparece como actor Sergei Bondarchuk). Muy buena. Este hombre fue el creador de la flota rusa del mar Negro, se enfrentó y derrotó a los mejor pertrechados turcos. En una parte, profético, dice que este mar, al que Wiliam Pitt llamaba “el mar ruso”, sería de Rusia para siempre. Tanto tiempo ha pasado y estamos ante una situación similar, el deseo del déspota de control absoluto del Ponto Euxino y las tierras alrededor y la cantaleta de la gran Rusia que ya no es posible. El espectro de Ushakov no tiene a quien enfrentar, no sabría distinguir entre socios y enemigos y Rusia deberá tratar de impedir que su próximo desmembramiento sea fatal. Kadyrov mantiene a sus setenta mil soldados quietos, Siberia está ansiosa, Ucrania podrá reclamar partes del imperio que siempre han pertenecido a sus ancestros cosacos: Kubán, Bryansk, Belgorod, Kursk. La nueva nomenklatura rusa está demasiado callada, raro que permitan que el pequeño tirano destruya su futuro; extraño que China hasta ahora no haya abierto la boca sobre Manchuria. Poco le costaría al déspota de Beijing invadir casi sin impedimento la región que el zar les arrebató. Putin está casi casi con el cuello puesto sobre el tronco del matadero. No tiene cartas para jugar.

 

Así comienza el domingo, con nubes que frenan algo del calor. El nuevo jardín en casa de mi hija Aly brilla de verde. Tres semanas que estoy acá, en una ciudad que me albergó por treinta años. La disfruto, cómo no, la he conocido con mayor detalle que la propia Cochabamba, la misma pasión quizá con menos desmedro. Me fui y he retornado de manera parcial. Pronto volveré al polvo cochabambino y a proseguir planes demasiado pensados.

 

Hablé con Ronald un momento, como si fuera ayer, 1989, pero ambos sabemos que no, sin ánimo de avejentar más lo que ya es un hecho. Recuerdo a mi padre cada mañana con el periódico leyendo obituarios, haciendo una lista mental macabra de cuántos primos le quedaban hasta que no hubo ninguno. Lo dejaron agobiado de memorias; no quiero vivir sin tu madre, me repetía. Ella se había ido.

 

¿Entonces qué? A leer, a observar, viajar de ser posible, indagar por los límites del regocijo. El epitafio de la tumba de Ian Curtis, de Joy Division, dice: “Love will tear us apart”. El postpunk que fue parte integral de mi vida norteamericana en los años 90. Ya no se lo escucha, rara vez. Antes de dejar Cochabamba, por azar, puse en el tocadiscos Killing an Arab, de The Cure. “I'm alive, I'm dead, I'm the stranger”. Washington DC, de inmediato, Tenleytown, el metro, Georgetown. Había dinero y mareo, muchachas de blanca piel. Que si la vida pasó o no pasó es detalle nimio. Reuniré mis discos en mi ciudad, los clasificaré para ayudar al archivo mental y en cada instante resurgirá lo que estaba en ese momento alrededor. Yo invitándote a ir a Los Ángeles. Manejando por el bosque de West Virginia, tierra viva y en silencio, conversando acerca de la Guerra de Secesión, John Brown, Harpers Ferry…

 

He andado por el claroscuro, levantado la punta de la cortina de la calle Meade. En silencio desfilaban seres impredecibles, a ratos eran figuras pero por lo general solo movimientos, atados de serpientes enroscadas en cópula abisal, gusanos reptando por el aura de lo que fuera posible cuerpo. Detrás de la luz de la lámpara sonreían, y no era el gato de Lewis Carroll sino algo mucho más profundo, ambiguo a su vez, ineficacia de las paredes, sombrío sarcasmo de los espejos. Pero, difunto yo, tirado en aquello que dicen sueño, los monstruos dirimían sus cuitas entre ellos y la mañana olía a café con chocolate.

 

Crónicas de la historia de Austria hablan del mes aciago: marzo. En este mes sucedió mucho y malo, el Anschluss entre otros. Así agosto para Rusia y el principio del fin de una era de latrocinio y lujo. Explosiones por doquier, fuegos del fin del mundo, la antigua finca del príncipe Yusupov, héroe para tantos y maldito para el pueblo, en el oblast de Belgorod, atacado con llamas de averno. Regalo del padrecito Grigori Rasputin, tal vez.

 

Volveré, casi veinticuatro horas después, a abrir Europe Central. Continuaré sin otra larga digresión. No faltarán ocasiones de hacerlo, hablando de un país, una región, con la que crecí, con la que soñaba pasear mientras lo hacía por la Bolivia rural, imaginando que calcadas de ellas eran las tierras rusas, copiadas sus propiedades señoriales de las que en Cochabamba quedaban solo ruinas. Transmutación de tiempo y espacio. De las almas no sé, que de ellas no puedo decir si existen, aunque después de lo vivido ya se ha plantado la duda de lo real y lo ilusorio. En Denver hay un parque que se llama La Alma. Bunbury canta Ánimas.

 

Me ha dado asco del agua. Implica de las escrituras, de los dioses, del verbo.

25/08/2024

 

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Imagen: René Magritte

Thursday, August 22, 2024

Bienvenido a Tijuana


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En las esquinas de Havana y Colfax perviven personajes de Víctor Hugo, Corte de los Milagros, tajante, brutal. Gente de raza negra, la mayoría, pero también nativos americanos, “basura blanca”, pocos chicanos. De presencia permanente allí y en lugares definidos. Se puede saber por una mancha de mugre extendida en gran circunferencia, no solo despojos de comida y más sino, creo, sudores de la carne que permean hasta el concreto. Inercia de arrancarse piojos, miradas vacías.

 

Llagas que produce el fentanilo, las muestran  en la entrepierna los mendigos. Tan roja la herida como cuadro expresionista. Había un supermercado aquí, el monstruoso Walmart. Tuvieron que cerrarlo porque no ofrecía seguridad. Varios tiroteos, bajas, bandas de jóvenes mexicanos segunda o tercera generación, que optaron por la ilusión de la vida chingona y el gatillo fácil. Ya ni los narcos se respetan, dice un amigo; se ha perdido el código de honor; hoy cualquier pendejo te mata por nada. Unos años en la correccional y luego a delinquir “en serio”. Alrededor de esta mala hierba, coexisten inmigrantes que se rompen el lomo para olvidar las penurias de ayer en tierras nominalmente suyas pero realmente, todavía después de 100 años del nacimiento de Villa, son de los otros. Viva la revolución, muera el supremo gobierno, cantaba la gran Amparo Ochoa. Ah, tristeza, lamento por los muertos tontos.

 

Calaveras pintadas, llamativas, en la playa donde se aumentan los vehículos para entrar de Tijuana a San Diego. Supongo que todo el año, que en este México del gran balazo ya el Día de los Muertos es cada día. Frida Kahlo jala sus negras trenzas, martiriza en óleo su piel de horchata. Hasta ella y sus horrores quedan opacos cuando pasa volando la Santa Muerte, remolcándose esta vez camino de San Luis Potosí, pareciera. Caerá cuando más estridente suene la cumbia, guadaña destrozadora, la misma que usaban los ustachas en sus sangrientas siegas, juegos macabros para exterminar serbios y judíos. No quiero narrarlo, se me revuelve el estómago.

 

Bucólicos campos de Nahui Olin. Y amores que matan. Lo cuento porque en el museo de Tijuana presentaban la obra de esta gran modernista mexicana, pareja del Dr. Atl, famoso pintor. Nuestro plan era visitar Ensenada pero no se pudo esta vez.

 

“Carretera de Ensenada, me vienen suspiros que llevan a mi amor…”. El Charro Avitia; José Alfredo Jiménez.

 

Pirofanía, la revelación del fuego.

 

¿Si pensaba en ti en aquel restaurante de Tijuana que entraba en el mar? Seguro. Era yo pez espada dispuesto a cruzar tu cuerpo de lado a lado con marca indeleble, espadachín del océano, Zeus húmedo para ver el momento preciso de cargar contigo y esconderte como huayruro entre nubes alcohólicas. Observa el nacimiento de tu vientre en tu vientre y luego dicta la Ilíada al poeta ciego, sentado a la vera del Olimpo que nada tiene de festivo sino pocos arbustos, hierbajos de desierto, polvo calor de cien grados, campesinos que arrastran mies en bastos carromatos. Pensé que la entrada al hogar de los divinos tenía que ser decorada, enjoyada y no, en una piedra a la sombra aguarda el escriba las voces de los que causan las guerras y regocijan en la paz antes de la próxima sangre. Dioses que no quisiera nunca conocer, así sean dueños del verbo.

 

No soy hombre de mar. Pirata de tierra firme. Leía de joven las aventuras de Dick Turpin, sí que las disfruté. Viajes y épicas. Los hijos del capitán Grant, magnífico Verne que me cobijas debajo de tentáculos de pulpo en la brisa de Vigo. Acostados sobre el machihembrado, altos de la calle Ecuador, leemos después del sexo Kyra Kyralina, hembra caudillo de haiduks. Dices algo hermoso que jamás olvidé. Apoyaste tus fantásticos ojos de azul tormalina: “Eres de esos escritores que se fueron a pelear a España”. Pues, gracias, mi amor, te beso, te deseo hasta el fin del amor. Me pregunto horas después si decías en verdad o lo creías. Seguro que sí pero ahí me pregunté yo y treinta años aplastados en conflicto eterno no me han dado la respuesta. No tener miedo a la muerte tendría que ser básico. E infinita capacidad de amar, de arriesgarse en ello hasta el sin aliento. No estás y no puedo contestarte, inventar una respuesta retórica que en sí no dice nada. Te beso en silencio y noto que es mutismo por tu larga grande terrorífica ausencia. El viento golpea ventanas, se apresura la gente al caer el granizo. Con la escarcha mañanera sobre los agarradores de metal se borra todo. Quedé varado en Cochabamba, babeando chichas infames de falsa bohemia. Podría estar en Leeds. Podría, podría. Qué no podría si fuera uno de aquellos que fue a la guerra. Estas batallas de lapicera y papel no sirven para nada.

 

Resaltas, Nahui Olin, blanca, carnosa de ojos claros ante la feria de las vanidades indias que, como todas, nada más son juegos de poder.

 

El rey de Haití contempla la mácula incómoda de sus súbditos y prefiere subirse a un helicóptero y dejar la masa para la historia. I'm Going Home (By Helicopter), resuena al norte de Nueva York Ten Years After. Se va  y nos deja también, arando en el mar del Sargassum bacciferum, sembrando maíz que dará mazorcas de  rosa y púrpura de azul y negro manto.

 

Nahui Olin y Francine el porqué de las dos. Ojos de danzón, de bolero y tango ojos. Caja de resonancia sin luces, apenas, demasiadas, pupilas de ustedes dos, progresando con lentitud de olvido. La música huele a eucalipto. Dos peruanos tratan de seducirte en el Wunder Bar.

 

La Corte de los Milagros de Denver marcha al unísono hacia cuevas de plástico. Cierran los cierres y no sabremos del horror. Ya la vida es castigo; la noche, infierno. Sobras de tacos duros se pegan al sudor de las espaldas, salsas que van de suave a fuego. Por la calle pasa un esbelto caballo cretense, nadie alrededor de él. ¿Dónde los danzantes de toros, las vírgenes de velos? Paso a paso, igual a segundero de reloj. Le preguntaron a Alain Delon qué sonido de la naturaleza le gustaba más. El aullido del lobo, respondió. Ya no hay lobos en Colorado, han instalado a una docena de ellos en Wyoming y los van exterminando de a poco. Me gustaba el aullido del lobo, nada me gusta ya si ellos callan…

20/08/2024

 

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Imagen: Nahui Olin por Edward Weston

Monday, August 19, 2024

Preparar milanesas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Perejil picado, mejorana picada, huevos, limón, pan molido, carne para milanesa, ajo, sal, pimienta negra, pizcas de cúrcuma y paprika, primera cocina después del cuerpo cortado en dos, justo a la cintura, sin ser críptico… Pronto el arroz español, amarillo, la ensalada de lechuga romana, tomates roma, discos de cebolla roja y el almuerzo de un domingo de agosto sin viento va moldeándose, aireando puertas y ventanas para el calor de Denver. Mostaza común, vinagre de vino tinto, aceite vegetal y aderezos. Sé que el próximo agosto no estaré aquí sino muy lejos, adentrado, concentrado, en arenas y pasos que conozco de memoria tanto haberlos preparado.  

 

Me cuentan que baja viento frío de la cordillera por las faldas de Apote. Lo conozco de las excursiones juveniles, cuatro muchachos asustados, metidos dentro de una carpa azul delgada, frágil, aislada en la noche de los karisiris. Por entre los qhewiñales silba, parece que llama, espanta pequeños zorros color de tierra. Se mueve, siempre la que más se mueve, la sombra, incluso entre el concreto y las luces de farol. Pequeña fogata que apenas se verá desde la distancia de Cochabamba; alrededor conversamos, nos contamos absurdidades de los quince años. Una abierta lata de atún y pan donde untarlo. Sardina, picadillo, más atún, pito, tostado, alguna vez charque. La montaña parece mayor de lo que es. La subiremos por herraduras de mula, hasta encontrar el valle de la papa, Chapisirca. Golpearemos la puerta de la escuela y maestras rurales nos permitirán acampar en el patio.

 

Una moteada trucha solitaria pasea por el cañadón. Adolfo la elimina con un golpe de palo. La freímos bajo la luna al alcance de la mano. Luego sorteamos espacios para dormir. Nadie quiere los costados por si anida en ellos la mano congelada del horror.

 

El río no está lejos. Traemos agua helada para prepararnos té. Recuerdo, mientras hablamos virtualmente con una amiga en Cuba. La Habana, Denver, la misma ola de calor. Tirado en cama, con dolor, trato de no hacer movimientos bruscos. He pensado en las lecturas del I Ching que me hacía María Renée, la búsqueda constante, hasta desesperada, de no perder lo ya perdido. Y ahora, claro, en la mente habita el azote de las olas contra el malecón, el increíble mojito preparado en el Hotel Nacional, vaya joya de construcción esa, lleno de turistas. Ligia conmigo; Roberto Burgos Cantor y su esposa. Nuestra mesa ubicada justo sobre el peñón mirando el mar oscuro. Yerba buena. Roberto suelta anécdotas de Álvaro Mutis, lo de Gaitán, el Gabo, Jorge Zalamea. Mucha cosa oírlo conversar sobre la negritud con Fornet y Zurbano. Aprendo. Ojos y oídos abiertos; con Becerra acerca de Carpentier y Lezama. Roberto murió hace unos años y venero con respeto y cariño sus libros dedicados. Testigo privilegiado e inteligente de su tiempo.

 

Mojito pero no revolución.

 

Nosotros y las estrellas. Tiesas pieles de cordero servirán de cama cuando vayamos más adentro persiguiendo la selva. En Torreni y Chachacomani, sucias cortezas de borrego y phullus que han perdido forma por el uso. Mote de haba caliente; me gusta comerlo con cáscara. Quesillo duro, con los dedos del dueño de casa bien marcados en su superficie. No vamos tras del oro, al menos yo. Oro es el silencio, inmensidad del callado cielo. Pensar que los padres duermen, muy lejos, y no rezan por su hijo porque no quieren rezar. Ni yo tampoco.

 

Se desconecta Yoanis. La isla del caimán va a la deriva, ya no la veo desde el avión. Pruebo una esquina de carne cruda porque creo que a unos cuantos asados olvidé ponerles sal. Doy vueltas al moledor de pimienta, la paprika que uso es húngara en serio y ha sido ahumada. No es mi casa y debo buscar detrás de los pocillos que tengo a disposición. El domingo crepuscula, duerme ya casi, mi hermano anuncia que varios de mis cactus enanos se han secado. Faltan dos meses para mi retorno. Los reemplazaré, placer aparte el de escoger entre tanta belleza natural.

 

Baja el viento por Apote. En una curva saliendo de allí ya se veía la torre de El Paso, la más antigua del valle, encrucijada del Tupuyán. Cada mujer que tenía, mujer que traía por aquí. Especie de rito quién sabe, pero amarlas entre piedras y eucaliptos fue especial. Décadas después una de ellas me mostró hojitas de molle que había puesto dentro de un libro rememorándolo. No lloré ni desgarré los velos de la historia pero me gustó, sobre todo siendo el día después de una noche secreta. Paco Ibáñez cantaba Andaluces de Jaén.

 

Altiva aceituna verde.

 

Sal casera. La sal del Himalaya parece hecha de pálidas amatistas.

 

Caminamos por La Habana, muy poca luz. En un boliche cualquiera bebemos café renegrido. Y matizamos con ron añejo de Santiago. Ya son varios libros que acumulo en este viaje, cuestan menos que una cerveza o un pan. Páginas de la historia de Michoacán, crónica de los tarascos. Hay un sutil murmullo sobre las ruinas de las mansiones asediadas de El Vedado, palacetes convertidos en conventillos. Sonido de gente que escarba, que intenta hallar en la vida un refugio de esperanza. Tus ojos enfrente de la ventana abierta brillan en el vértice superior, como gato salvaje de la jungla, como vientre de hormiga tucandera.

 

Freír un minuto por lado hasta hallar el perfecto matiz tostado de una buena milanesa. La familia brinda con vino, no puedo aún beber y en realidad no tengo ganas. Leo que murió el hombre más bello del mundo. Alain Delon en Borsalino, donde más lo recuerdo, con el infaltable Jean-Paul Belmondo. Entonces si hoy ha muerto la belleza qué nos queda. Pira funeraria de todos los azares. Quiero tener un terno de aquellos, oscuro y a rayas. Consultaré con un sastre. No para emular a Delon que no podría, ni siquiera por una época que no fue ni peor ni mejor que otras. Asuntos de promesas personales de juventud. Murió a los ochenta y ocho, cuánto me queda, demando. Tal vez tenga más dedos que esa hora vil que se aproxima. No es cuestión de enloquecer, de ofrecer a las divinidades lo que carecemos, el vacío. Comprar tiempo. A mi manera fui un doctor Fausto, a mi manera me llegará el resto.

 

Sylvie Vartan canta. Prefiero Fréhel. Con Jenny y su esposo francés seguimos con el dedo las sendas de Borgoña y encontrar que ellos viven a veinte kilómetros de donde supuestamente se originó mi familia materna. Borgoñones… Schwob contaba de ellos. Incertidumbres, vahos, humos históricos. Margarita reina, de la estirpe de los Capetos. Que tengo cita allí con mis fantasmas lo aseguro. El cuándo se dirá, planes que hay que hacer en cuanto fallezca el dolor.

 

Pasta de atún peruano sobre pan chamillo. Compartimos el azúcar. Té de medianoche, memorable. En ralo boscaje de arbustos jóvenes sueñan con la aventura. Será tan grande como trepar cuatro mil metros y seguir kilómetros hasta encontrar las hojas.

 

Páginas de historia francesa. Trago de agua y pelar manzana verde. Afirman que se duerme bien. Pero no duermo desde 1986, sin mentir. Regresaré el domingo por la tarde, mi perrito correrá ladrando feliz. Sucio, mal dormido mal comido, tendré la dignidad de un apóstol, la insólita medalla de humo de explorador impenitente sin ser del todo cierto.

 

Momento extraño, privado en buena medida de movimiento. Leyendo y leyendo de memoria sin libro físico. Escribiendo, jugando con el estilo. No tengo veleidades de fama. Deseo sobremanera hallar el punto de partida de algo que sea significante, nada que se parezca a mi nombre impreso sino algo concreto, un tálero imposible de pesar. Aguardo la mañana en que me levantaré liviano. Todavía queda la posibilidad de que no sea así, pero, de serlo, la nao estará lista con su carga de uno, tal vez de dos si te ubico.

 

El mar de Magallanes carcajea horrísono en el extremo de la tierra a la que pertenezco. Podría desistir y aceptar el bucolismo cochabambino de comer y dormitar. No, no hoy, al menos. Los platos salieron perfectos, la mezcla de colores sin par. Sabor de cada continente y sol de sentencia. Algún transiberiano hace sonar bocinas de viaje. A orillas del mar, en Portsmouth, trina en angélico canto.

 

El pintor Turner coloca con violencia una ventana de fuego sobre el lienzo y sobre ella me arrojo, al auto de fe personal al que me someto.

 

Conversaré con mis sombras en unos instantes. Apagaré la luz y la noche se iluminará de teléfonos. Una vez más, otra semana ya sin esperar nada. Esperando todo.

 

“Remontant le Danube, dévalant les Carpates”, en la voz de Saint-John Perse.

18/08/2024

Friday, August 16, 2024

El centro del mundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Como a Milosz, me araña tenue la caricia del olvido; a veces es la de la pérdida y a ratos la de la muerte, que sin ser cosas distintas, son diferentes.

 

Esta fijación por Europa Central me tiene atado, literalmente, a la silla. De las cartas de la pintora Paula Modersohn-Becker a Rilke y los planes futuros que dependen de un presente balanceando en la cuerda floja. No sé si dormido o despierto, pero imágenes de Herta Müller asoman con tonos de tinta china diluida y aguarrás en exceso. Además que comencé las ochocientas diez páginas de la novela de William T. Vollmann, del mismo título. Desde la ruina de un fuerte rumano en 1945…

 

Casa de mi hija Aly. Un ekeko liliput de lata entre fotos de mis padres, su madre, plantas carnosas, dos vasitos de barro cocido para pulque representando jaguares. Miniaturas y más: awayo de hermoso naranja, no recuerdo de dónde, kilim afgano, esteras turcas, persas; yo conversándoles hace días de lo hermoso que sería tener una casa victoriana, henchida de alfombras, diseños y color, sin un centímetro de espacio entre los tejidos, sueño válido para Yellow Submarine. ¿Y quién mejor para representar estos salones oníricos que el hogar de Francis Richard Burton, explorador inglés, de impactante biografía y valentía sin límites? Fuerza bruta y conocimiento. La misma mano que escribe, mata. Cómo cenaría el verdugo de Carlos I en casa con los mismos dedos desde los que colgó la chorreante cabeza del rey. Rizos de oro filigranas de sangre, bastante para comenzar cualquier literatura.

 

Viajó con John Hanning Speke buscando las fuentes del Nilo Blanco, Burton. Por las montañas de la luna en el centro de la ilusión y fantasía. Búsqueda de lo desconocido, perdido, ausente. Tanto se esconde por los recovecos del mundo. En el hospital universitario una refugiada ugandesa escudriña a la vez que levanta la basura. Vestido del color de su piel, como madera completa a tallar. Mis sobrinas nietas, Renata y Emma, en Lyon y Chicago respectivamente, observan los secretos del tejido tribal, figuras novísimas que quedarán grabadas para siempre, muchas de seres inexistentes, surreales, como los de los textiles jalq'a que conseguí, contemporáneos, para cada una de ellas. Aquel viaje con Nelson Tovar se me hace espejismo. Quién sabe si volveré a cruzar, subir, bajar aquellos impresionantes cerros. Hemos hablado de lugares, del incansable Sajama que no veo desde mil novecientos ochenta y cuatro, luego de la experiencia fracasada del viaje europeo con amigos. Primero hacia Lima y Callao en el auge del senderismo. Nos aconsejaron: no se vayan con Sendero, muchachos. Otra era nuestra meta, desembarcar en Marsella y de ahí cada cual a lo suyo. Lo mío era Alemania, pero debía pasar por Moissac y París, asuntos que solucionar. Creo que Juan Pablo seguiría un derrotero similar. David y Freddy, músicos, encararían hacia Roma o Viena, ya ni me acuerdo. Segundo intento: Buenos Aires.

 

Desde una curva del tren Villazón-Oruro aparecen los gigantes: Sajama y Chorolque. Memoria repetitiva, carga el don de la magia.

 

De una manera u otra he completado la vista de al menos 19 países, cuánto falta todavía, que no veré y sobre lo que solo puedo, y suelo, elucubrar. Ahora que ya no está presente Ismail Kadaré, Albania ha retrocedido en mi lista, así como Kosovo y Macedonia. Estando el gran novelista vivo, gran albacea de estas tierras, me hubiese sentido mejor. No sé si me interesa trashumar por la tristeza que dejó el comunismo, que hubiera estado con o sin Kadaré. De niño me ha quedado la imagen de una novela de Constantin Virgil Gheorghiu cuando sus personajes vagan por la frontera y por encima de la noche se alza una bandera roja indicando el suelo esclavizado de Bulgaria.

 

Estoy enfermo de melancolía austrohúngara.

 

Por el colorado cielo de Potolo, bajando de montañas negras, sobrevuelan por el cielo seres aterradores, dragones del tiempo que al dividirse Gondwana tomaron diversas formas al inclinarse hacia el Tigris o el Congo, el Amazonas y el Mississippi, al Danubio de mil razas y mil orillas. Universo multiétnico, riquísimo en música y arte popular, cuya destrucción retrata Aleksandar Tišma con la masacre de Novi Sad, su ciudad. Hace poco me aconsejaba mi amiga Paola que debiera considerar Novi Sad al hablar de pasar un tiempo en la vieja Yugoslavia.

 

Húngaros masacran judíos y serbios en la bella Novi Sad. Pasado el tiempo, ni el asesinato masivo destruye el carisma de un pueblo, sus árboles y calles, letras fervientes, dispersas, conocidas o desconocidas que hablan de vida, contra quienes no sirven de nada legiones de hierro, estrellas carmesíes o cruces gamadas.

 

Me sucede: melancolía austrohúngara. ¿A quién culpar, a Joseph Roth? Han comenzado a incendiar el bosque que en tiempos de la Guerra de los Treinta Años cubría el continente. Abundancia de árboles para abundancia de muertos. Los últimos unicornios perecieron en tal lucha non sancta. Se les vio corriendo, pocos se detuvieron, atrapados en los tapices que vi en Cluny. Colecciones enteras desaparecieron durante la revolución francesa, el humano es la única bestia sin pelos que destruye lo que crea con fruición. Nobles polacos exhibían con dejo superior restos de cuerno de unicornio. La corte francesa de los Valois viajaba por meses hacia Cracovia para coronarse como dinastía allí también.

 

Queda detrás mío el castillo de Bar, hermoso entre tus manos, Natalia, en la región de Podolia que fue el inicio de mi obsesión ucraniana. Fuego en la floresta de Serebryansky.

 

Momias ahumadas en la Papúa occidental.

 

Cuando montas en el ceibo te puedo ver los pies, Francine, de intenso blanco, venas delicadas que parecen no llevar sangre sino tul.

 

Por el Cañón del Sumidero, sur México, se van las penas, mal amarradas en cartón que no resistirá la turbia hecatombe del agua. Así quería deshacerme de ustedes, arrojando una pluma Parker a las brasas de un conversadero en Tiquipaya. Falsos santones y alcohol pachamámico. Pura cochambre aburrida. La idea, tonta idea, era que con esa pluma nadie más podría escribirte. Vanidad de pillo mediocre, de creer que estas manos bicoloras conservan el secreto de las voces. Las llamas consumieron el objeto, derritieron metales leves con algún chisporroteo. Luego quise anotar impresiones y no tenía armas. Los profetas se habían ya disparado y lanzado a la caza del culo que es su peculiar religión. A poseer en las lascivas letrinas pieles hechizadas por aún no encuentro qué.

 

Camino de regreso a Cochabamba, pero no estoy aquí, sino en la península de Istria, entre Trieste y Rijeka. Tal vez vaya a Zagreb. Tal vez me vaya al diablo.

 

Cuerpo no me abandones que te necesito cuerpo, sangre que carne, que llora cataratas rosa de herida en vilo. Tal vez vaya a Ljubljana, tal vez. Dónde estás que no te escucho. Una ráfaga de polvo nos corta en dos a orillas del río Ravelo. Pero no estoy aquí, lo he dicho. Me han visto, musitan, y lo vi también, sentado a orillas del bosque de Kreminná arrasado, leyendo un martirologio apócrifo.

15/08/2024

 

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Imagen: Sireno, arte popular mexicano 

Wednesday, August 14, 2024

El monstruo Gila


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Alargado sol, cabeza y cola de monstruo gila. La tarde camina, cansina y drogada; anuncia colores antes imperceptibles. Mientras tanto, el hermoso y brutal lagarto del desierto echa bocanadas hirvientes de lengua partida. Le temen los albañiles que construyen el garaje  mientras fríen huevos sobre una calamina tirada a la intemperie. Calle Meade, número 927.

 

Agitado cielorraso. El color le viene de la sangre de Anfisbena. Olvidé a Medusa en forma de máscara chowke, madre de las serpientes, en el fondo de cajón plástico… Zaire, ah, no podía ser menos, en donde George Foreman solloza su despedida y el Congo baila Muhammad Ali de La Habana a Kinshasha.

 

Iguana marina, verdigri versátil, se esconde entre los pliegues de máquinas del salón de cirugía. Nadie parece notarla y Charles Darwin murió. La fotografiaría Graciela Iturbide de estar aquí, o la cocinarían los pequeños oaxacos, asada a la leña con todo adentro. Sal gruesa, espárcela. Como luciérnagas de tierra corren y se detienen los diminutos cocineros  llevando luces de mina atadas a sus chambergos. He estado allí y no he estado. Sé de los crucifijos verdes porque de ellos me ha contado Rosario Castellanos. He comido, no diré sin ningún asco, sus tamales transparentes. Lo que al medio llevan podría ser epazote, chile poblano o cola de axolotl. Oscuros como disciplina de demonio.

 

De pronto, cerca del pantano de la avenida Florida, en Denver, aparece detrás de mí la viscosa y oscura bestia salamandra. Miro por encima del hombro y van para la docena. Decido atraparlas, al menos una. Apenas me he dado vuelta ya no están, sus tiempos y espacios defieren de los nuestros. Hoy rememoro sendas por las que anduve tres décadas. Destrucción total; sin embargo, hay hitos que abandonó la historia hasta que apareciera el cronista. Quedan en la imaginación, muy marcados, pasos de diplodoco y parabas de frente roja. Lugares secretos.

 

Lidio con el texto, no se mantiene quieto, salta y echa presagiosos bramidos. Sol de las doce veintinueve. No salí a la puerta. Vitral engarzado en la entrada mayor. Tocan el timbre, has llegado.

 

La gente en la sala de emergencia conversa con  felicidad. Maniatados por la red de oro y salud creen que el mundo les pertenece y pasan, tránsfugas, de este lado del espejo al otro. Por las noches lo que fueran muros para mí, se transforman en ejércitos de hormigas. El simple polvo que cae de las botas colectivas se asocia con partículas similares y crean espléndidos dioramas tejidos con ternura. Los destruyo para caer en cuenta inmediata que no existen, los ha forzado la mente afiebrada, miedo al silencio de los pies. Vivir sin doler.

 

Otro bicho de alargadas pezuñas ha devorado la mitad de mi texto. A su presencia huí, permitiendo que se borraran cosas de importancia baladí. Había un titán griego enfurecido tragando a Cioran patas arriba. Vi en la página de un amigo querido una foto de la familia Freud, a Lucian Freud, y traje al recordatorio aquel libro de Jean-François Steiner sobre Treblinka donde un oficial alemán juraba haber tirado por la chimenea de los campos a la mismísima hermana de Sigmund Freud.

 

El horror no viene de la alucinación. Cruzando en automóvil desiertos de Arizona, por donde buscaba Jim Morrison ilusión de ancestros indios. Polvareda de asesinatos. Placidez de muertos calentitos a manera de tamales chidos, festejo de escarabajos. This is the end, my friend. David Lynch con sus desarraigados: Bobby Peru un ejemplo, de la obra maestra del cineasta: Wild at Heart (1990). Cruzando polvo, crótalos cantores, pastores que venden hoy biblias de neón naranja de un pervertido facho, extrañamente amado por la izquierda latinoamericana. Bueno, sabemos quiénes son. Escribía Roque Dalton: “Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre porque se detendrá la muerte y reposo”.

 

Incomparable Laura Dern.

 

No dejen que se enfríen las balitas, chingados; frías duelen machín. Por la cuesta de Sayula va nutrido grupo de monstruos gila entonando la Marsellesa. Ausente el perfil de halcón del emperador franco. Sentado en sillón de burda madera, el general Murguía tuerce sogas. Dos enanas ahorcadas revolotean encima de un petate.

 

Tercera vez que digo que cruzo el desierto desde Sonora a Tamaulipas, de Nuevo Laredo a Ojinaga y Presidio. Colgado de un zarzal, dormido en una roca, descansa el monstruo, feroz pero calmo, contradicción perfecta. Tiene el gualda que cubría las vírgenes inventadas para el Nuevo Mundo, mantón con agujeros donde se asienta el marrón del terruño. No habla, no pronuncia palabra, es Juan Rulfo, meticuloso y callado.

 

Va atardeciendo. Entre el perro de enfrente que huele el aire exterior y yo hay  camposanto de dolor e ira.

 

Oeste y Medio Oeste, lo tenía imaginado. Guerreros kiowa empujando cañones de fabricación germana para combatir a los yanquis. Oficial prusiano a cargo, obnubilado por la grandeza de los jinetes de la llanura. Los alemanes lo intentarían de nuevo ofreciendo a Pancho Villa su apoyo en armas y logística para atacar a los states en 1913. Rehusó el jefe de la División del Norte. Puta gloria ese país de mierda que amo. Un bandido de los de Villa, amarrado al caballo como Ruy Díaz de Vivar, al menos en su versión Hollywood, engaña a los de Pershing que van enloquecidos detrás de su monta, suponiendo que los llevaría hasta el refugio del caudillo herido. Tuvieron que irse. ¿Cómo decía el corrido entonces?  

En nuestro México febrero 23
dejó Carranza pasar americanos
diez mil soldados
seiscientos aeroplanos
buscando a Villa por todo el país

 

Los indios yaquis, peleando del lado de Álvaro Obregón, cavan loberas y despanzurran caballos dorados. Los monstruos de Gila despiertan de su lóbrego sueño y mastican botones y ojos de los caídos, dejando serpientes y tortugas para luego. Merodeadores patean a los intrusos hasta que el monstruo se hace monstruo de veras y corta afilado la rugosa rodilla de una marauder anciana. ¡Ah, la guerra!

 

Vamos Roadhouse Blues. Arriba de un acantilado de arena han levantado un rancho. No hay otro alrededor. Choferes del fin del mundo nos han llamado y gente de azar también porque tuvimos suerte que la muerte pandémica no se cebara en nosotros, indisciplinados.

 

“Los días se atropellaban, se deshacían (…)” dice Ramón Mayrata en El imperio desierto. Este se me ha deshecho ya; se ha puesto nuboso, ventoso, horribiloso.

 

Debo encarar mis cien siguientes trancos sobre la tierra. Por la ventanita libre que utiliza el perro para salir al patio acabo de ver un fallecido de meados pantalones a rayas.

 

La pandilla de la cadena; the chain gang, Sam Cooke. Salud dice Frank Dávila,  el buen ron se evapora en el cuenco de su mirada. Me da por escribir de cárceles ahora pero recibo llamada desde las dunas, del monstruo apacible a la mínima sombra del sahuaro y la pitaya, en donde el hambre lleva nombre de bestia y a la sed se la nombra mujer.

 

Los artesanos prefieren callar y volver al cincel de su madera. Bajo desde los pinares de Parker al llano. A la distancia contemplo al último monstruo de Gila y me preparo porque allí, en donde habitan demasiados, enfrentaré monstruos reales. Manirroto y maniatado.

13/08/2024 

Saturday, August 3, 2024

Ella en el pasillo de mis lecturas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Le gusta Brahms? ¿Por qué me ha venido a la cabeza hoy noche? De Françoise Sagan había tres libros en la biblioteca de casa: Este, Cierta sonrisa y Buenos días tristeza. He recordado, sentado contra los ladrillos, un preciso momento en que leía a Maxence Van der Meersch, obra de cubierta clara del que no tengo el nombre. Escritor olvidado hoy, flamenco-francés. Entre otros que disfruté en la infancia y juventud primera. En el estante de abajo estaban los grandes volúmenes de Upton Sinclair que compró mi padre a sugerencia de Sergio Almaraz con quien, niños de trece años, se inscribieron juntos al PIR. Elena los heredó, no estoy seguro si los ha conservado, ya son joyas bibliográficas.

 

En la pared divisoria entre cocina y pasillo había un tragaluz compuesto de bloques de vidrio. Allí se apoyaba la biblioteca negra que aguantó hasta el año pasado. Piso frío de mosaicos pero, siendo muchacho, ni importaba. Horas sentado con la iluminación que atravesaba el muro. Poética de Nietzsche en Así habló Zaratustra, para leerlo a retazos, en cualquier página. Todas ediciones argentinas, increíble producción. De ello habló cierta vez Carlos Fuentes en la Universidad de Colorado-Denver cuando afirmó que su generación se había formado con lo que publicaba Buenos Aires. Henri Barbusse: El fuego, Editorial Tor; Stalin, el hombre del timón. Comencé a leer Mi lucha, de Adolf Hitler pero nunca lo terminé. La irrupción de Gloria en mi vida implicó un salto incluso literario, aparte de los vestidos de oscuro transparente y las botellas de Herederos del Marqués de Riscal. Y los eucaliptos, molles, senderos de Apote y de Pandoja. Bosque de Tarata, alojamientos de calle Nataniel Aguirre, baldíos de Aranjuez, troncos, cañaverales, canal de la Angostura. Quebrada de La Llave, bailes de Anocaraire. Hasta que pozo infame me tragó en Colcapirhua, en el matrimonio de los Machuca, y perdí su paso sensual, lo cedí al arbitrio de los cobardes, olvidé mis libros. Clínicas, valium, lorazepam, clonazepam, benzodiazepina para controlar el pánico. Y héme aquí, al borde del bisturí, sin oler a muerto, añorando los brazos que la guerra me impide, por ahora, envolver.

 

Tu espalda se marcó con terrones de barro. Te pinté entre maizales de Cliza, con fondo de huayño. Sí, me gusta Brahms, y también pensar en que eran las tres de la tarde y tus senos alzaban promontorios marrones como cañones autopropulsados. Y que tu vientre de a poco se decoraba de ébano y brillaban azules los vellos del edén. Me volví ciego como Borges con un placer que dudo tuviera el poeta. Cocteles de fruta multicolor.

 

Barba de choclo negra. De negra choclo barba. De choclo barba negra. Me quedé en ti, me aferré en tu interior, contigo se adueñó el recuerdo, baldosas cuadradas, coloniales, de ladrillo, santos de carey y muebles antiguos. Rastros de Cataluña, piernas de pértiga para domar el simún. Te leí mitología griega, con énfasis en el eximio Belerofonte; Cendrars. Y tú a mí, Maldoror.

 

Apollinaire delineaba poemas sobre las caderas más lindas de Cochabamba, alcools y caligramas. Afeitaste el pasado y me diste cita entre eucaliptos jóvenes de Bella Vista. Campo aroma de retamas, aguas que bajaban frescas de la cordillera, pasos de mulas y caballos casi pisando nuestras testas acostadas, en ese lugar antes de la gran quebrada que sube al Tunari y que decían, o se parecía, a la Francia. Crepúsculo de chicha kulli, asperjado de coco rallado. Tu entrepierna debió alumbrar mis hijos. ¿Qué tenemos? Años, dolor y lentitud, si montados en amor incendiábamos el mundo. Luego comíamos en la avenida Aroma picante de pollo, hastiándonos para resolver dudas muy luego de si nos amábamos o no. Errores como cuadernos desechados, tristes: Aniversario, de Franz Werfel, que me hubiese gustado darte para que lo leyeses en la procesión que iría a mi tumba.

 

Lloran los seis ceibos de Molle Molle lágrimas encarnas.

 

Graham Greene, Somerset Maugham, A.J. Cronin. Fui añadiendo con lentitud a Thomas Hardy, Henry James y Stephen Crane. Cada libro firmado con letra de madre o padre. Desde Alicia: Azorín, Juan Ramón, Unamuno, Cuán verde era mi valle y Romain Rolland. Los motivos del lobo. Dormitorio de la calle Aniceto Padilla, largo cuarto con varias camas para seis hijos. Susurran los manzanos del jardín que acribillaría a bala mi padre cuando asaltaban. Hermano Francisco, el terrible lobo… Rubén Darío noche de laurel.

 

St. James Infirmary, Julio De Caro.

 

Arrope traen los ahijados de Muela. Duraznos, los compadres de San Benito. Atravesamos Tolata en la vagoneta Volkswagen verde lechuga. De ahí a las faldas de la montaña, arrojado en piso el awayo que tejió la abuela y encima humeante café y latitas de leche condensada, una para cada uno. El último perro, Guillermo House; Don Segundo Sombra, Ricardo Güiraldes; las Tradiciones peruanas de Palma en papel biblia. Biografía del general Esteban Arze, por Eufronio Viscarra, dedicado por el autor a mi abuelo, don Armando Ferrufino Camacho.

 

No dejé de leer, por cierto, miento. Leí más. Tu sexo era oloroso sebo de una vela de floripondios. En la debacle, leí. Muerto, leí, Resucitado. Amontoné contra la pared de atrás el Gólgota. Los maderos de la cruz bien ardieron en la fiesta de San Juan. Sobre sus brasas doré chorizos y las pocas gotas de mis ojos que cayeron atizaron más las llamas de bello color naranja. Almohada en tus bucles. Te permití dormir, no te desperté ni cuando llegó el fin del mundo, navegaba como Plinio en aguas turbulentas, Bridge over Troubled Water. Hice que me ahogaba y zambullía buscando almejas.

 

Parsley, sage, rosemary, and thyme. Perejil, salvia, romero y tomillo. Exhiben tu cuerpo en la Scarborough Fair mientras Simon & Garfunkel te inventan una canción.

 

Evidentemente ya no estoy sentado en el pasillo enfrente de los bloques de vidrio que permiten luz. He cerrado tus páginas y abierto otras vueltas a cerrar. Hoy veo a través de una persiana deshilvanada el pasto que ha secado el invierno. No tengo lectura a mano aparte de las memorias de Stefan Zweig. Pronto he de salir, último día que conduzco. He separado libros para el descanso: Víctor Serge y Caballero Bonald. Me llega carta de Leópolis plagada de futuro. Los callejones de la vida van a extenderse al infinito.

 

“Del pequeño cerco que rodeaba el grisáceo cuartel en lo alto del acantilado surgió un brazo infantil que sostenía un paquete atado con una cinta rosa”. El libro de Monelle.

 

Nos faltó leer a Schwob, atareados con la carne, licántropos sin pelo. Vino París. Pensé en ti en Montmartre. Al acostarme con una mujer de cabello negro, pensé. La ventana daba a la Puerta de Vanves y no había luna, la devoraban argelinos sedientos de ti. Sed, tengo sed, Glauca Emperatriz.

03/08/2024

 

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Imagen: Detalle de un autorretrato de Christian Schad, 1927 

Thursday, August 1, 2024

Apuntes de año moribundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Tengo el tema de la novela. Está avanzada al menos en 150 páginas. Escabrosa, terrible, espantosa. Debo ahora rodear ese ambiente ruin y cruel de belleza. Hacer lo de El Bosco y Goya, lo de Daumier y Ensor. Tarea difícil, pero aparte de no imposible, gratificante. Me he puesto enero del próximo año como inicio serio. Este dos mil veinticuatro ha sido tiempo de acomodo, de penar a momentos. Resolver minucias necesarias con ánimo de que no tornen en tragedia. Primero, antes de encarar la larga narrativa, deberé terminar mi libro sobre la guerra en las estepas. Intentaré penetrar a Ucrania para realizarlo. Otra vez, no es imposible y la obra está casi lista así no termine el conflicto cuando haya cerrado sus páginas. Luego Cochabamba a Denver y de ahí al mundo. Sarajevo, Belgrado, Poznan, Tashkent como puntos clave pero ni definidos ni definitivos; seguiré el flujo de los acontecimientos. Hay muchas otras ciudades y países en lista, por cierto, abarcaré lo más posible en el lustro que asoma.

 

Denver… siempre que puedo conduzco el auto por lugares icónicos del pasado. Lo hago sin nostalgia, sintiendo el buen aire que traen consigo. Es bueno recordar. Manejo repetidas veces por la calle Clarkson cuando voy al centro a visitar a mis hijas. Al pasar vi al vecino sentado en aquella bella terraza pero no me detuve. Eran muy buenas conversaciones las nuestras: sobre Borges, la época isabelina, de Ana Bolena de quien alegaba descender. Me pasa con otros amigos. A algunos he telefoneado. Pedro, que está entre La Habana y Barcelona, un par de bolivianos, gente con la que compartí treinta años de trabajo. El personaje de mi novela anda desaparecido aunque lee mis notas en redes sociales. Vivo está, escondido, nada extraño de acuerdo a la vida que llevó. Tengo suficiente material para proseguir; el resto lo invento. Camiones de Amazon, color azul gris, en cada calle. Me pongo en memoria detrás del volante y recorro Colorado de nuevo, fotografiando. Noches de lobo color en las colinas de Parker o Aurora, ni una luz alrededor, guiándome solo por el satélite hasta encontrar fincas metidas en donde no se veía nada. Con temor ya que los gringos son de gatillo fácil, conservan el vicio pistolero y dentro de su propiedad pueden matar con impunidad. Entonces, entregar un paquete a casi medianoche no era de lo más agradable. Ponía todas las luces posibles, parecía un festivo camión del filme Bye Bye Brasil (Carlos Diegues, 1980) para contrarrestar el riesgo. Muchas veces las entradas tenían grandes carteles: “Si puedes leer esto significa que estás en la mira, te estoy vigilando”. Locura nacional, de la que no se libró el gran Hunter S. Thompson, que ponía ametralladoras en sus ventanas. El miedo es el gran drama norteamericano. Muchas razones existen para explicarlo, pero en el instante lo que interesaba era minimizar la posibilidad de ser asesinado mientras cumplías tu labor.

 

No únicamente inmigrantes hacíamos el trabajo de choferes sino mucho trabajador local. Bellas muchachas que pagaban sus estudios, la hermosa Vira nacida en Crimea, otra morena alta con cuerpo de modelo que parecía española siendo irlandesa, mi amiga Dana de cuarenta y siete años con magníficas piernas y un marido coleccionista de armas, asustado también con la oleada oscura que sube. Extraterrestres.

 

Acaba de llamar mi hermana Alicia para que la acompañe a oficinas en el condado de Arapahoe. La última vez que estuve por allí fue en el centro de detención de la avenida Potomac y después la cárcel, como de película, con patio interior lleno de reos y varios pisos de metal. Traje naranja, que azul es para rateros, compañero de celda menos raro que yo; un indio de las praderas se acerca y me pregunta si soy apache. Observo, detalles que serán únicos para mi literatura, puedo inventar por supuesto pero basado en la experiencia. Mi carnal chicano, peluquero y maricón, pagará la fianza. Por unos días me iré con los trabajadores del delicatessen a vivir en una casa rodante en la esquina de Alameda y Federal. Trailas, las llaman, de trailers, anglicismo proveniente de una antigua migración. No ha sido la única vez entre rejas. Papá decía: “Tan bajo has caído, hijo”. Me avergoncé, rodeado de personajes de infierno, mientras lo miraba. Luego bajé con él, escaleras de la cárcel cantaban Cuco Sánchez e Irma Serrano, apodada la Tigresa y a quien si no yerro José Alfredo Jiménez le dedicó Si nos dejan. Gradas, con Joaquín a pagar multa de dos bolsas de cemento por los dientes que le destruí al tipo que nos chocó anoche. Me queda la cicatriz en la ceja derecha cuando golpeé la cabeza dentro del Toyota y me rompí la frente. Lugar de mucha sangre, el frontal, así que estaba decidido a matar al cabrón.  Desde entonces sonríe a medias. Pena no me da, orgullo tampoco.

 

Setenta grados. Subirá a cien. Denver es tórrido como polar, extremo. La belleza de la nieve no aparece cuando trabajas a la intemperie, con hielo enemigo y el desastre acechando en mil e inesperadas formas. No hay romance proletario. Labor y comida, el clima apenas detalle en la retahíla de inconvenientes. Paz, cuando a las dos de la mañana calientas el auto entre dos grandes basureros. Huellas claras de conejos saltarines. ¿Venados aquí? Restos de café hirviendo sobre la mesa, escarcha en los vidrios de la sala, muy suave Leonard Cohen para no despertar a la gente. Me pregunta la muchacha si puedo ser su hombre. I am your man.

 

Observo el balcón cubierto del segundo piso. El fantasma hembra sigue allí, siempre atareado. Alguna vez desvía los ojos de neón azul hacia mí. Tres años que nos conocemos. La oigo, la oímos, vagar por los escalones de esta inmensa mansión construida con argamasa de esclavos. Pero ella es blanca, su piel no contrasta con las opacamente iluminadas paredes, se une a ellas. Abundan espectros por Capitol Hill, desde el viejo cementerio Cheesman a jardines centenarios y silenciosos. Un barrio que he llegado a amar, donde la soledad de seis años se convirtió en lujuria de arte. Dostoievski hubiese sido feliz aquí. Hablando de él, en mis notas luce notorio el nombre de Kazajistán. Imprescindible ir. No a la opulencia de Astana sino a la melancolía de Pavlodar.

 

Volviendo a la novela. La tengo bien fundada en la cabeza a pesar de la discusión personal sobre la forma. Retorno a los pintores nombrados, a conciliar martirio con jazmines. ¿George Grosz, Otto Dix? En el sentido de parodia, seguro; en el de sarcasmo. Algo que tenga la furia de un tornado agobiando Kansas y la calma de un cuadro de Max Liebermann; escarlatas troncos de Vlaminck junto a un risueño río de Corot. Pintar, no escribir.

 

Preparo la mañana, a hablar de inmigración con la peluquera Rosy. Le robaron su niña en México y jamás apareció. Nunca para de llorar. Los caminos de mi libro atraviesan desiertos cubiertos de desgracia, el polvo ha salido desde Mictlán. Jennifer dibujaba al dios cadavérico sentado en 1991. Péndulo entre la obsesión de la muerte y encandilarse con el sol.

01/08/2024

 

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Imagen: Arte popular mexicano