Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Voy leyendo noticias, escuchándolas. Eterna congoja de entrar o no a Ucrania en este momento.
Ekaterina
huyó apresurada de Kharkiv aquel febrero de 2022. Los rusos estaban a puertas
de la ciudad y la asolaban con cañones, aviones, tanques. Salió rumbo a Lviv,
en el oeste, lejos del frente de guerra. Jarkov sigue siendo bombardeada por
drones y misiles todos los días. Las explosiones marcan las horas de la noche
como serenos. Aun así, tres años después y luego de haber juntado monedas una a
una, retorna para ver a sus amigos. Cada tren, todo bus, es apuesta contra la
muerte, pero qué es ella para una joven mujer cosaca, zaporoga, si con la
muerte conviven por diez siglos. No ve a sus padres desde 2014, cuando los
invasores penetraron en la cuenca del Don acompañados de traidores. Extrema
crueldad entre hermanos; ni para qué hablar de los otros. La pequeña aldea de
los progenitores carece de ventanas desde entonces. Se combate el invierno con
cartones. Nunca la he visto llorar ni quejarse de su desgracia. Las mujeres de
Ucrania destapan como nadie las vergüenzas masculinas, no de sus propios
hombres que matan y perecen como siempre lo han hecho, sino los de lejos, esos
que merodean la frontera y temen que un misil caiga justo sobre ellos y termine
con su notable existencia de cobardes.
Ekaterina
va a Kharkov con grabadora en los oídos, con música que de rato en rato se
interrumpe por fogonazos de sangre alrededor.
Goncharov,
Bulgakov, Chejov. Me hablaba en ruso. El 2018 había tanques en las calles y se
sabía que hacia el sur las cosas no iban bien. Visitamos iglesias ortodoxas,
ella de cabeza cubierta besando pies de iconos de perdida mirada. Yo,
embelesado con el canto profundo que sale de detrás de las paredes en esa
eterna penumbra de tales sitios. Era obvio lo que sucedería y sin embargo abrí
la boca de mal agüero. Vendrán, decía, quién sabe cuándo.
Anna volvió
de Szczecin a Kiev. Sumy estaba siendo destrozada y no tuvo opción. Viktoriia
viaja de Valencia, donde vive ahora, a fiestear en la capital ucrania. Postea
fotos del crimen ruso y alegres tomas suyas abrazada con amigas. Peculiar
manera de encarar un conflicto bélico. Tal vez Rulfo se hubiera deleitado con
ello. Diles que no me maten en
versión eslava. No encuentro otro parangón. México siempre fascinó a los
escitas. A mí me fascinan ambos.
Trenes que
aguardan. Los carteles rezan Poltava, Kiev, Lvov. Barcos pescadores se aproximarán
por el ponto hasta Odesa. Veré. No puedo prometerme nada a mí mismo pero lo voy
a intentar. Justo ahora en que el demonio naranja, mesías adorado por los
fascistas evangélicos de los Estados Unidos, intenta hacer realidad las páginas
de George Orwell y dividirse el mundo entre tres tiranos. Criminales. Como que
no hay Dios ni nunca lo ha habido; solo el valor que nutre una población
sufrida y persistente, tozuda como yunque y valiente al extremo.
Sotnias
cosacas vuelan en la llanura. Águilas, halcones. Pequeños coreanos abren los
cerrados ojos ante el terror. El monstruoso engendro de la Casa Blanca cuenta
dineros con los que sueña, destruye un país, el suyo propio, con la mitad de su
población compuesta por semi alfabetos, cowboys que jamás dejaron en su escasa
mente las imágenes de Hollywood. Siguen persiguiendo indios y disparan a todo
lo que se mueve, a ellos mismos. De seguro les llega el fin, así parece. Se
creyeron Roma y apenas duraron un soplo. Triste, porque allí viví y fui feliz por
décadas. Ahora respiro otros aires, nefastos también sin duda, pero las naves
me alejan circunstancialmente y sobrevivo. Picasso me observa desde el festival
de Avignon, en 1973; se preguntará qué hago, a quién escribo.
Siouxsie
and the Banshees acompañan la caída de la noche con volumen suave. Las hijas
relatan que Denver está bajo cero. Una maleta abierta va recibiendo objetos
seleccionados. No muchos. Alistaré el largo viaje en Colorado, no desde aquí.
Me emociono con la idea de los aviones primero y los vagones de tren
consiguientes, aguas del delta del Danubio. Grito de garzas, canto de ranas. Si
se alterna con el vozarrón de obuses pensaré en la Madeleine de Apollinaire, en
las cartas de Robert Desnos a Youki.
Los
villorrios del camino mostraban modestas pero bien arregladas casas en los
llanos de Ucrania. Supongo que había pobreza pero también orgullo, la dicha de
presentar un limpio hogar, sencilla y olorosa comida. Vi algo similar en los
pequeños poblados de Cuba en el Escambray, barridos, impecables. En ese momento
lo atribuí a la férrea disciplina comunista sin estar seguro ni cierto.
No pude
bajar del autobús sino en contadas ocasiones. Crucé el inmenso país desde el
mar Negro a la frontera rusa. El único pasajero que encaró el viaje en su
totalidad. El resto se iba desgajando en ciudades menores, en pueblos. Al
atardecer arribé a Kharkiv. Le hice saber a Ekaterina pero me fui al hotel a
descansar. Muy distinto a Odesa a simple vista. Otro tipo de ciudad, de
idiosincrasia también, supongo. He de volver de igual manera, ahora o más
adelante. No quedará este idilio entre esta tierra y yo en divorcio permanente.
De manera alguna. Me falta tanto por ver. Esta tarde recordé Dykanka, del
cuento de Gogol. Raión de Poltava, siete mil personas y espectros terroríficos.
No impedirán los enemigos, ni siquiera son rusos en su mayoría sus soldados
sino minorías étnicas, que lo haga. Imagino mi persona en un café, en el
instante en que la tarde se nubla, leyendo de nuevo los relatos del gran
escritor, sintiendo sobre mi piel escalofríos, lo irracional que se posesiona
del ambiente, cuervos que gritan fúnebres, aletear extendido de cigüeñas que
imitan el sonido de sábanas desempolvándose. Primavera, en esta ocasión, tonos
de verde y samovares color de heno. Bucolismo de Turgueniev y dulces versos de
poetas campesinos. No hay batallas que puedan contra eso.
Pregunto a
Ekaterina cuándo va de vuelta a Lviv, la Lemberg austrohúngara, y no lo sabe.
En esta época el tiempo no es oro en el sentido capitalista; no hay por qué
correr a inexistentes salarios. Mejor risas amistosas, vodka que salte de boca
en boca, señuelos de compartida felicidad, horas marcadas por bombas a las que
poco caso se hace ya. Si la muerte viene cayendo en picada sobre nosotros, sea,
no alterará el curso del momento, el instante en que creemos que todo está
bien, como cuando por encima de los prados de altas hierbas siseaba el viento,
el mismo que al mover los juncos entregaba escenarios distintos cada minuto,
igual a un cinematógrafo.
19/02/2025
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Imagen: Roksolana, la sultana Hurrem, esclava del serrallo, de origen ucraniano (ruteno), favorita y esposa de Solimán el Magnífico, la mujer más poderosa del imperio otomano.
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