Thursday, February 27, 2025

Reloj marcando las horas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Rompe el mar cántabro, atemoriza mi timidez andina. Colores transparentes que no son colores; espumas, nubes caídas, fascinadas de sí mismas, se diluyen en el agua. Rugidos de bestia, olas que arrebatan amigos y los engullen sin misericordia y menos cronología. Los secuestró y nadie sabe más futuro, si viven a la vera de Neptuno o se han convertido en algas, de las extensas, negruzcas, trepadoras del fondo del océano.

 

Maleta abierta, apenas ropa, no que vaya a andar desnudo, ni Adán ni Eva ni Krakatoa. Simple equipaje ligero, mapa de dos metros con lugares señalados en memoria. Quise usar marcadores y trazar sendas pero tengo un delicado prurito de no dañar el papel. Corto rodajas de pan campesino de masa madre y pienso en Louis Le Nain. Nada como el pan casero, boules redondos semejantes a media pelota de fútbol, delgadas y llanas focaccias cubiertas de cheddar y jalapeño. Cada año me digo que he de hacer pan, porque lo hacía en el mall de Cherry Creek, en la vitrina, a vista y curiosidad de los clientes. Hace mucho. Cada enero prometo meter las manos en la harina y cada vez me arrebatan tantas cosas que se secan las olivas, agrían las pasas y enmohecen los tomates asoleados. Una de las hermosas profesiones. Los panaderos de ayer agarraban grandes trozos amasados y los golpeaban en el lomo, con dos manos, hacia atrás, sobre la espalda sudada. Sería manera de añadir sal, habilidades secretas, vicio. Arrancar del gran pedazo fragmentos, fabricar bolitas y aplastarlas hasta producir tortillas. Trozos de queso esparcidos encima, horno de barro o de ladrillo refractario, poema, escultura, sinfonía, orgasmo.

 

Prosaica actividad de medir detergente, meter toallas y poleras al lavarropas, cerrar persianas porque los albañiles del edificio de al lado ya alcanzan mi piso y encienden grandes farolas. Café instantáneo que no hay otro. Atisbos de placer no placer mismo. Velocidad, angurria de atrapar el instante lo antes posible. He pensado en decorados carromatos gitanos en campos de Albion; faros titilando en el gris del norte sueco, cuando ya los barcos se han ahogado y arrojan burbujas de moribunda anguila. He pensado en el Congo siempre violento. Leí las notas de Ernesto Guevara, tragedia africana, frágiles botes que destrozan fauces de hipopótamo. El cobarde Kabila, la tremenda sentencia del comandante argentino-cubano que ellos, del Congo ellos, no eran buenos soldados. Mungo Park contemporáneo, frágil lunar blanco en medio del escorbuto, hemorragia vegetal y gorilas con hombros de plata. Pigmeos. ¿Hombre o fruta? El sol se pone solo porque no desea ver más; crepúsculo triste para tierra desolada.

 

Elefantes de desierto. Leí en una revista mexicana que habitan el Kalahari. Nunca se borró ese nombre, siempre lo tengo en mí. Cuando mi hermana Delia vivía en Lesotho me pidió visitarla. No pude, quise. Jamás he de ver el Zambeze ni escuchar el espadeo continuo de los dientes cocodrilos. Nunca la piedra negra de los muros de Zimbabwe. Ni el Okavango y menos el Kalahari, tan contrapuestos entre sí. A lo sumo, de África tendré Tánger. O Fez. Cairo pero no el Gran Cairo allá por Zanzíbar. El África austral quedó en lecturas de niño, calle José Quintín Mendoza, de Julio Verne. Jilgueros machos cabeza negra devoran semillas de flores. Crece una planta con alargados perfiles amarillos.

 

En la cumbre de la cordillera, a la derecha del Tunari, parece que las luces de los camiones se precipitaran en los barrancos. Frías alturas de Janko Kala. No el desierto del sur aunque las estrellas se parecen unas a otras, pupilas masacradas a la intemperie, hermafroditas temblando en el lecho caoba del silencio. De Lesotho, Lesuthu, a Quillacollo, en vuelo leonardiano. Afuera la brisa susurra como mujer en celo, castañetean las muelas de los pequeños gorriones, bichos fantásticos corretean las calles y la lluvia va de abajo hacia arriba y funda ríos que corren por sobre nuestras cabezas, barcas llenas de bardos ebrios, de arpa y mandolina. Hablan en lenguas, gente tocada de Dios y yo analfabeto.

 

Puse tres libros a mi lado en el sofá para dos. De los tres, ninguno. Dormí. Soñé con un televisor encendido tocando fandangos de guerra, caminé al borde del canal de la Angostura, traté de mirar por una rendija el interior de la capilla de la Virgen del Carmen. 1859. Un velatorio concurrido pulula en la otra puerta. Debe ser cuestión especial esa de convocar, de muerto, a los vivos. ¿Llorarían mis mujeres o harían barquitos de caña hueca para arrojarlos en la acequia y jugar como chavalas? No podría saberlo si difunto estoy, soy, como vaso sin cerveza. Obviado de labios y de piernas. De madre de padre de sírvete de agua… Kantutani, lugar de kantutas. Cuando me llevan a enterrar puedo leer en la pared de enfrente tal nombre. Y una tienda iluminada en la que cose una mujer. De día, chicharronería; de noche, modista.

 

Cinco pepitas de uva rosa matan mi hambre. Mi sed, tres más. En los teléfonos, fotografías de la misma muchacha de cuarenta y dos. Cuántos años… He olvidado cómo cambiarlas. Me limito a borrar pequeñas cosas de una larga lista. Si estaré a tiempo para subir al taxi y al aeropuerto, maestro, no sé. Voy a intentarlo. Pareciera que se acumula tempestad en las colinas al sur. Pero están tan lejanas, ya no llegan aquí, mueren entre rascacielos.

 

Converso con la señora de los abarrotes, cuenta que mañana es el día de comadres, institución nacional, por arriba de la nación y bolivianos el hado propicio. El ejército desfila y los soldaditos que hacen el paso de ganso cada cual muslo por su lado, rodilla, canilla, bota parchada, calcetín de lana, descuajeringados. Si me enoja, claro que no. Buena manera de desairar el invento de la patria.

 

Extraños casuarios caminan con lentitud ceremoniosa. Pequeño gran dinosaurio de rostro azul y cresta gredosa. Las patas son armas letales, uñas como puñal afgano. Doblo mi camisa kaki, bastante gruesa para una fresca primavera. Botines plomos, industria brasilera. Nuevo cinturón de cuero anochecido, salido de las manos de un talabartero centenario y ni un diente.

 

Huerta cochabambina, muchos árboles, ceibo y jacarandá; pacay y árbol de goma. Ven a Durban, aconsejaba Delia, del hotel se ven saltar tiburones blancos. Y, raro, hay focas y hasta pingüinos. Llegan para ser comidos, se invitan a la fiesta en donde hacen de plato frío, de postre color de fresa, sabor de sangre. Sabor de sangre. De sangre sabor.

26/02/2025

 

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Imagen: Viktor Vasnetsov, sketches para la catedral de Kiev, 1893 

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