Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Rompe el mar cántabro, atemoriza mi timidez andina. Colores transparentes que no son colores; espumas, nubes caídas, fascinadas de sí mismas, se diluyen en el agua. Rugidos de bestia, olas que arrebatan amigos y los engullen sin misericordia y menos cronología. Los secuestró y nadie sabe más futuro, si viven a la vera de Neptuno o se han convertido en algas, de las extensas, negruzcas, trepadoras del fondo del océano.
Maleta
abierta, apenas ropa, no que vaya a andar desnudo, ni Adán ni Eva ni Krakatoa.
Simple equipaje ligero, mapa de dos metros con lugares señalados en memoria.
Quise usar marcadores y trazar sendas pero tengo un delicado prurito de no
dañar el papel. Corto rodajas de pan campesino de masa madre y pienso en Louis
Le Nain. Nada como el pan casero, boules redondos semejantes a media pelota de
fútbol, delgadas y llanas focaccias cubiertas de cheddar y jalapeño. Cada año
me digo que he de hacer pan, porque lo hacía en el mall de Cherry Creek, en la
vitrina, a vista y curiosidad de los clientes. Hace mucho. Cada enero prometo
meter las manos en la harina y cada vez me arrebatan tantas cosas que se secan
las olivas, agrían las pasas y enmohecen los tomates asoleados. Una de las
hermosas profesiones. Los panaderos de ayer agarraban grandes trozos amasados y
los golpeaban en el lomo, con dos manos, hacia atrás, sobre la espalda sudada.
Sería manera de añadir sal, habilidades secretas, vicio. Arrancar del gran
pedazo fragmentos, fabricar bolitas y aplastarlas hasta producir tortillas.
Trozos de queso esparcidos encima, horno de barro o de ladrillo refractario,
poema, escultura, sinfonía, orgasmo.
Prosaica
actividad de medir detergente, meter toallas y poleras al lavarropas, cerrar
persianas porque los albañiles del edificio de al lado ya alcanzan mi piso y
encienden grandes farolas. Café instantáneo que no hay otro. Atisbos de placer
no placer mismo. Velocidad, angurria de atrapar el instante lo antes posible.
He pensado en decorados carromatos gitanos en campos de Albion; faros titilando
en el gris del norte sueco, cuando ya los barcos se han ahogado y arrojan
burbujas de moribunda anguila. He pensado en el Congo siempre violento. Leí las
notas de Ernesto Guevara, tragedia africana, frágiles botes que destrozan
fauces de hipopótamo. El cobarde Kabila, la tremenda sentencia del comandante
argentino-cubano que ellos, del Congo ellos, no eran buenos soldados. Mungo
Park contemporáneo, frágil lunar blanco en medio del escorbuto, hemorragia
vegetal y gorilas con hombros de plata. Pigmeos. ¿Hombre o fruta? El sol se
pone solo porque no desea ver más; crepúsculo triste para tierra desolada.
Elefantes
de desierto. Leí en una revista mexicana que habitan el Kalahari. Nunca se
borró ese nombre, siempre lo tengo en mí. Cuando mi hermana Delia vivía en
Lesotho me pidió visitarla. No pude, quise. Jamás he de ver el Zambeze ni
escuchar el espadeo continuo de los dientes cocodrilos. Nunca la piedra negra
de los muros de Zimbabwe. Ni el Okavango y menos el Kalahari, tan contrapuestos
entre sí. A lo sumo, de África tendré Tánger. O Fez. Cairo pero no el Gran
Cairo allá por Zanzíbar. El África austral quedó en lecturas de niño, calle
José Quintín Mendoza, de Julio Verne. Jilgueros machos cabeza negra devoran
semillas de flores. Crece una planta con alargados perfiles amarillos.
En la
cumbre de la cordillera, a la derecha del Tunari, parece que las luces de los
camiones se precipitaran en los barrancos. Frías alturas de Janko Kala. No el
desierto del sur aunque las estrellas se parecen unas a otras, pupilas
masacradas a la intemperie, hermafroditas temblando en el lecho caoba del
silencio. De Lesotho, Lesuthu, a Quillacollo, en vuelo leonardiano. Afuera la
brisa susurra como mujer en celo, castañetean las muelas de los pequeños
gorriones, bichos fantásticos corretean las calles y la lluvia va de abajo
hacia arriba y funda ríos que corren por sobre nuestras cabezas, barcas llenas
de bardos ebrios, de arpa y mandolina. Hablan en lenguas, gente tocada de Dios
y yo analfabeto.
Puse tres
libros a mi lado en el sofá para dos. De los tres, ninguno. Dormí. Soñé con un
televisor encendido tocando fandangos de guerra, caminé al borde del canal de
la Angostura, traté de mirar por una rendija el interior de la capilla de la
Virgen del Carmen. 1859. Un velatorio concurrido pulula en la otra puerta. Debe
ser cuestión especial esa de convocar, de muerto, a los vivos. ¿Llorarían mis
mujeres o harían barquitos de caña hueca para arrojarlos en la acequia y jugar
como chavalas? No podría saberlo si difunto estoy, soy, como vaso sin cerveza.
Obviado de labios y de piernas. De madre de padre de sírvete de agua…
Kantutani, lugar de kantutas. Cuando me llevan a enterrar puedo leer en la
pared de enfrente tal nombre. Y una tienda iluminada en la que cose una mujer.
De día, chicharronería; de noche, modista.
Cinco
pepitas de uva rosa matan mi hambre. Mi sed, tres más. En los teléfonos,
fotografías de la misma muchacha de cuarenta y dos. Cuántos años… He olvidado
cómo cambiarlas. Me limito a borrar pequeñas cosas de una larga lista. Si
estaré a tiempo para subir al taxi y al aeropuerto, maestro, no sé. Voy a
intentarlo. Pareciera que se acumula tempestad en las colinas al sur. Pero
están tan lejanas, ya no llegan aquí, mueren entre rascacielos.
Converso
con la señora de los abarrotes, cuenta que mañana es el día de comadres,
institución nacional, por arriba de la nación y bolivianos el hado propicio. El
ejército desfila y los soldaditos que hacen el paso de ganso cada cual muslo
por su lado, rodilla, canilla, bota parchada, calcetín de lana,
descuajeringados. Si me enoja, claro que no. Buena manera de desairar el
invento de la patria.
Extraños
casuarios caminan con lentitud ceremoniosa. Pequeño gran dinosaurio de rostro
azul y cresta gredosa. Las patas son armas letales, uñas como puñal afgano.
Doblo mi camisa kaki, bastante gruesa para una fresca primavera. Botines
plomos, industria brasilera. Nuevo cinturón de cuero anochecido, salido de las
manos de un talabartero centenario y ni un diente.
Huerta
cochabambina, muchos árboles, ceibo y jacarandá; pacay y árbol de goma. Ven a
Durban, aconsejaba Delia, del hotel se ven saltar tiburones blancos. Y, raro,
hay focas y hasta pingüinos. Llegan para ser comidos, se invitan a la fiesta en
donde hacen de plato frío, de postre color de fresa, sabor de sangre. Sabor de
sangre. De sangre sabor.
26/02/2025
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Imagen: Viktor Vasnetsov, sketches para la catedral de Kiev, 1893
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