Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Inocente, con rostro de San Sebastián atravesado, escribo, ante el ofertorio de tus muslos.
Nieva,
pequeños pétalos casi nacidos de un verso de Esenin. Tenues, silentes, imperceptibles.
Me diluiré metafísico en la oscuridad, continúo. Noche de nieve en que tendré
tu orgasmo. Contradictorio…
Pronto
volverán, al darse cuenta de que he retornado, los mensajes obituarios. Oferta
en vida para obtener los mejores precios de entierro para no preocuparme en el
futuro (¿?). Lo mejor posible en vista de la obligatoria circunstancia de la
muerte. No vale morir triste. Y menos pobre. Si fuese previsor dormiría como
Nosferatu en un cofre, ataúd albergue de sueños de hoy de mañana. Muy práctico.
Miro fotos
de Finisterre, mar para quitar aliento, certeza de que en la lejanía no más
nada hay, así floten desmintiendo los sargazos. Aquellos no son albatros sino
bichos de mal augurio. Ante mí copones de pulque en forma de jaguar. Un
guerrero azteca, con piel moteada, hunde el cuchillo de jade en el pecho
metálico de alguna barba. Cuelga cierta planta desde maceta ladrillo; una
miniatura retrata un pueblecito en las faldas de cualquier cerro boliviano.
Ekeko de plata y bailarines de Jarkov. El erizo mascota de mi hija Aly se llamó
Joaquín. Quedó enterrado en la casa perdida de la avenida Kansas. En una piedra
su nombre, su esqueleto frágil, casi una esquela dirigida a ti. De púas suaves
e inclinadas, el pico auscultador. Pereció insolado, criatura de la noche se expuso
al sol y retostó. En urna de pequeñas cosas, en barro, está su autorretrato. Me
sobrevivirá, supongo, de memoria más sólida que la que jamás podría tener yo.
Oscura
sirena del mar de Cortés, de cola blanquirayada. Se esconde apenas oye venir,
montados, caballos espartanos. Cabalgan destrozando plantas suculentas. Los
ojos del erizo se guardaron abiertos, perturbados por el destello solar, cómo
la muerte podría concebir en sí tanta belleza, modorra tibia, cálida mortaja,
toallita de afeite y susurro de navaja frotando cuero antiguo. Escupidera de
porcelana al fondo de la esquina del piso mosaico, aproximación a la infancia,
carteles de peluquero de glorias futboleras y revoluciones del Mono Paz.
¿Sale de
Henri Rousseau esa gitana, de Seurat? Pasea tetas sueltas mientras Leonard
Cohen, sorbiendo un café, anda distraído con un libro. Rumania, aroma de sus
mujeres cabellos de oso. El día ha transcurrido sobre las ruedas de un auto.
Ciudades del medio oeste que miden más de un metro, interminables, odisea y
plañidera migrante, cada papel un siglo, cada firma un novelón. Burocracia que
ha bebido todos mis cafés posibles hoy, lattes y mochas, de tierras Java y
Sumatra, de Borneo e Isla Mauricio en donde sé que se bañó Victoria, de larga
piel y pupila gris, amada por un chino con catorce hijos y empresa millonaria,
dos mil dólares para comprar amor y falsa sonrisa que jamás se despega de su
rostro de clown. Aseguran que en carnaval entierran a los payasos mas no estoy
seguro. Retorno a tus fotos, algo de alba habrá en este funesto crepúsculo, el
de Nietzsche tanto como el de Papini. La historia avanza por caminos inesperados:
el tren de Finlandia transforma la faz de Rusia. Lenin aprovecha de Parvus. En
la pútrida floresta de Teutoburgo desvanece Roma. Donald Trump cae al agua
gélida y lo devora de un bocado el monstruoso tiburón de Groenlandia. Imprevistas
sendas, recurro a tus senos para no pensar, pongo mirada de santo Sebastián y a
ratos de erizo.
Desde el
mármol, por encima del verde marfil de las hojas, el príncipe de Haití observa
marchar a los zombies.
Cahuide se
despeña de la torre. Se arroja, no cae. Águila que no piedra, cóndor y no
jilguero. Rugen ríos profundos, del Ande aterricé aquí, también montañas pero
enanas, comparando watusis con pigmeos. Pasos apresurados por la calle oscura,
inmigrantes saltan de un refugio al otro y a la boca del lobo. Agentes
federales que sospecho malandras. Añoro leer fábulas de Borges, magias de
Cunqueiro, historias de los eslavos occidentales que quedaron atrapados por siglos
a orillas del Elba, llamados sorbios o sorabos, de esa gente extraña como los
kashubes de Günter Grass. Venga lo que venga, valga lo que valga, tanto para
abstraer como para olvidar.
Una mañana
otra, tarde añadida, planos entre Sergei Esenin e indios cheyenne, encrucijadas
de mi mente lóbrega, labriega a veces, sobre todo urbana. Tomo aire en el patio
de atrás. Diría que hay luciérnagas pero son luces de cigarrillos, brasas de
labios, candela de boca, brillosos dientes de calavera ya que esto pertenecía a
Aztlán y calaveras implican tradición y orgullo. Creí coyuyos, cigarras
gigantes, pero eran marihuanos escondidos en la intemperie fría, lejos del
acecho de cuervos y amas de casa.
Cinco
mandarinas y dos manzanas verdes en el recipiente de la mesa. La tapa del
ordenador cubre la mitad de las frutas color esmeralda. Por lo que oigo, en el
televisor pasan película tailandesa. Mañana miércoles asomaré a las cortes
porque necesito copias de mis divorcios, como si no bastara el libro que
escribí cuando me tocó huir de la pena. Es que la gente no lee, menos en los
municipios con jueces de serios faldones. No leen. Menciono a Tucídides y
muestran los caninos, a Josip Broz Tito y toca turno a molares y falsos dientes
de juicio.
Tracia y
Dacia. Lidia y Licia. Podrían ser dulces nombres femeninos pero detrás de ellos
hay arte y dolor. Sin embargo ya no significan nada. Si no se entiende qué son,
no existen. El sabio erizo de punta lápiz lo confirma, por ello apuntó al sol, cometió
suicidio por belleza. Hoy piedra cubierta de piedra, opaca roca a la que quitarían
letra; la lavaría la lluvia, cubriría el polvo.
Hora de
cerrar la página, no permitir que el libro se agote, un desenlace trae un fin
que muy posible jamás se revitalice en nuevo, fallezca de inanición de tiempo.
Peino con
cuidado el lacio cabello, amo dormir peinado, vuelvo a alisarlo si despierto.
Por la estrecha abertura de la pared brilla la luna, al lado del
acondicionador. Lo primigenio con lo contemporáneo, conviviendo como dos
hermanitos vallejianos.
Contemplo
mi cuerpo dormido y sí, tenía razón, esos entreabiertos párpados dan sensación
de santidad martirizada por flechas. De niño leí vidas de santos y fue tan
atroz que lo santo se transformó en condición del horror. No podemos
soslayarlo.
04/03/2025
No comments:
Post a Comment