Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Mar para alguien que no es marino sino roca montaña. He leído a Melville, claro, y el naufragio de Dickens en David Copperfield, Daniel Defoe e historias de piratas. El viaje del Beagle, abrazadores hielos del Endurance, Joseph Conrad, hasta a Theodore Roosevelt adentrándose en el Río de la Duda. Aguas. Alexandre Olivier Exquemelin. Francis Drake y Henry Morgan; Blas de Lezo y Juan de la Cosa coscorosa, niño bonito con pajarito…
Río de la
Duda, cauces que conllevan al fracaso, la locura, la muerte. Tribus zombies
rastrillan la floresta buscando carne de hombre. De ahí el salto a tierra
arrasada. Mismos tonos, estupefacciones, palabras inauditas como combo de
herrero, verbo con mortal estruendo de obús. Dirán literatura, los que saben; más
bien amagos de mundos paralelos en el diario convivir del hoy, cuando algún
puntiagudo vértice del otro lado perfora el frágil diapasón y permite el
ingreso de homúnculos del mal expandiéndose por los camastros de bellas mujeres
dormidas. Infierno de los polemistas, que no callan la boca ni en el momento en
que las llamas alcanzan sus extremidades. Oscura la visión de Giordano Bruno
aquella noche de Roma, andada, sospechada por todas las horas que durara la
luna de octubre; corría despiadada la Medusa de Caravaggio, o era él yo tirándose
en el Tíber, hastiado de equivocarse con cada serpiente del cerebro pensando
por separado. Arco de triunfo, de Tito y de Septimio Severo. Tanta piedra para
nada, inútiles grabados de glorias efímeras como una mañana, fotografías de
ancianos agoreros de tinieblas. Tenebra, el miedo, la noche se asusta del lunes
y se esconde, tiene rostro de sílfide y dientes de león. Aguarda detrás de ese
que parece olivo ruso, gris tirando a verde, dicen que vinieron ¿quiénes?:
homúnculos fabricados en caoba con máscaras portuguesas. Devoraron cuellos
finos de artistas que contemplaban el mar. El rugido les impidió darse cuenta.
Un faro caía en el fin del mundo. El de Verne sobre Isla Desolación. Ahora vienen
por mí, a pesar de postigos de hierro. Quise escribir un verso más triste que
el de Sergio Esenin. Abedules de la taiga. Extraños mamíferos de cuernos
múltiples y curvados en los pastos. Qué hacer, qué decir. Un grito en esta
penumbra jamás llegará a una estrella. “Sobre tus sienes gotea un oscuro rocío,
el último oro de las estrellas
extinguidas”. Georg Trakl.
Cansino, veintitrés pasos hasta el colchón. Menos de un año atrás gemía
allí, de espalda rota y corazón sano. Se vino lo opuesto, danzando con trapos
de saltimbanqui, susurro burlón. Tenso la espalda ante un haz de luz, poco
tengo de perro-hombre, de lobizón aullador. No me veo acechando en las
esquinas, bestia que muere de vieja, terrible muerte de bestia, sin sangre ni
serpentinas, ni truenos que anuncien furor. Suave, intrascendente, aburrida, la
muerte de un actor.
Mal enterradas pupilas parecen lunas cluecas.
24/03/2025
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Imagen: Caravaggio
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