Han pasado
veinticinco años desde la única vez que asistí al carnaval de Oruro. Estábamos
Julio, Juliette, Francine, Pepe y yo. Hoy, Pepe muerto y las inglesas como si.
Ya ni sabemos. Pero quedan imágenes en medio de la borrachera: corridas detrás
de las bandas, por las calles, escanciando cerveza en las paredes, meando las
esquinas, ateridos de frío, y combatiéndolo con sucumbés cuyos vista y sabor se
me escaparon.
Latas rojas de
cerveza Centenario, algún dinero para comer, la hospitalidad de los humildes,
sexo entretenido y silencioso en el dormitorio común, qué más puede pedir un
joven y qué más puede dar la juventud. Volver a los diecisiete, aunque entonces
ya pasaba los veinte, es patraña franciscana. Qué viva el futuro y rescatemos
en prosa o verso lo que valga del pasado, pero ¿retornar a él?, gracias, paso.
Oruro es ciudad
de gente afectuosa, hospitalaria como dije, pero nunca he encontrado la belleza
que le afirman los poetas, quizá porque no viví allí. No hay insulto en
disgustar de un poblado, como no lo hay en detestar músicas, literaturas y
políticos parlanchines. Respeto la esencia de la individualidad y del derecho a
opinar y disentir. Y el derecho de romperle la crisma también a alguien que
exagera en su disgusto de ti. Contradicciones que valen, digan lo que digan y
piensen lo que piensen.
Si alguna vez he
lindado en mis pasos el alma de lo surreal fue allí. No en los senos blancos de
Francine, sino en lo que llamaban “El alba”, reunión de muchísimas bandas
tocando al mismo tiempo, cada cual lo suyo, entre morenadas, diabladas, sayas o
Talacocha e Ingavi de la militarada poco insigne de la patria. Presenciar
aquello, al amanecer, cargado de alcoholes por horas, de baile y correteo,
oliendo a febril sexo, no tiene parangón. Como si se conjuncionaran en uno los
estertores de las culturas ancianas, y erizasen los escasos vellos indios de
mis brazos, la sangre íbera que danza en mí, come y fornica, al lado de su
enemigo, con el que convive dos décadas por no decir quinientos años.
Es que el alba
significó para el presente, yo, la suprema expresión del mestizaje. Tanto
discutir, ensayar, perorar y criticar acerca de los orígenes, culpas,
responsabilidades y demás patrañas que apuntan siempre a justificar algo, y
estos trombones, tubas, trompetas, tambores, lo reducían muy simple en piezas
que bailábamos con la parsimonia nativa y la exageración blanca, que con el
trago se volcaba a la inversa y ofrecía la orgía indígena y la pechoñería
europea, sin pausa, música tras música, mientras las caseras revientan huevos y
el sucumbé pone en el aire vapor de singani barato.
Dicen que en
Brasil el carnaval es la revolución social. Tal vez; cómoda revolución que luego
de un mes de jolgorio termina en el cementerio enterrando a Momo, el zombie más
importante del mundo, el muerto vivo que es rey. Guardo la alegría, la misma de
Vadinho en Jorge Amado, parecida a la de los quechuas de Claudia Llosa, los
días en que Dios no ve.
13/2/12
Publicado en
Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 18/2/2012
Imagen: Bandas en
el carnaval de Oruro
MUY BUEN RELATO, DESCRIPTIVO Y AMENO, Claudio eres un genio de la escritura mestiza, nos obligas a reconocernos....aunque no seamos de tan libre fornicación risueña.
ReplyDeleteJajaja, ¡qué bueno está eso! Te agradezco, Fernando, por este y otros comentarios. Es un placer saber que hay gente a la que le gusta este mi no muy ortodoxo cachondeo literario. Abrazos.
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