Tuesday, January 13, 2015

El Danger


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

“Qué bonito es lo bonito” dice la letra de El bejuquito, canción de la Huasteca veracruzana. Pero no todo es bonito. Menos esta historia, no toda.

Danger ha muerto. Mi padre lo tildaba de asesino cuando lo veía en la calle. Se enfurecía con su apariencia “hippie” y acongojada. Sería diez o quince años mayor que yo; de lejos lo mirábamos como a una leyenda negra, aterrados cuando los hermanos Alarcón frenaban nuestro impulso colegial de ver Nazareno Cruz y el lobo, de Favio, en el Cine Víctor.

Hace poco más de un mes, exactamente el miércoles 22 de octubre, cruzó la calle desde su sempiterno banco en el Casablanca para saludarme. No sé por qué en realidad, era muy amable conmigo, hasta cariñoso. Con los años de encuentros casuales en lo que era el Village cochabambino entonces, los cafés de la Ecuador, logramos conocernos mejor. ¿Amigos? Me quedan dos amigos... Pero algo, sí, por qué no. Aunque nunca lo hablamos, y me arrepiento, sabía lo que se decía de él. En lógica y tal vez para algunos, decencia, no cabía que le hablase, pero lo hacía y disfrutaba de su música de charango. El 22 acordamos reunirnos en el Fragmentos al día siguiente.

Lo esperé mientras matizábamos unas cervezas con César, príncipe cochabambino de las Jawa, esas motos checas pesadas y ruidosas que recordaban el armamento bélico en cuya producción había trabajado su creador, Janacek. El Danger llegó con dos charangos, a cual más pequeño, dos piezas pulidas que contrastaban con su dejada indumentaria. El walaycho era su joya preciada y susurró que tocaría en él para mí. Momentos en que la historia se borra, no necesariamente para convertir a los actores en ángeles, pero ya en otra dimensión.

Le ofrecí un trago; teníamos cerveza y caipirinha. Alegó que ya no bebía, pero que por mí iría gastándose el vaso a sorbos. César diseccionaba la subcultura de las motocicletas, los temidos bikers de USA, los motoqueros de Bolivia. Danger parecía ajeno. No le interesaban las máquinas. Creo que Miguel Sánchez-Ostiz, que lo conoció, acierta al decir: “era lo que era, su charango y su coquita y no creo que pidiera más…” Leo en el Facebook que lo homenajean unos y vilipendian otros. Difícil despegarse de la tiniebla, pero común en Bolivia. Incompresible pensar que allí, de donde somos, el alcohol tiene el don de la fraternidad, de juntar a víctimas y a victimarios en la misma mesa. Poca solidez ideológica, desmemoria, síndrome de Estocolmo, lo que se quiera. Pero cuántas veces me he roto la cara en la calle con alguien y hemos terminado abrazados, borrachos… y amigos. Extraño pueblo.

Me contaron una historia: del Danger arrojando a la calle a alguien desde un piso superior en la calle España. Dicen que la confirmaron. Yo vi al damnificado, años después, en silla de ruedas. Esa imagen terrible, la suya que de niño guardaba de él, aunque su faz se me hace borrosa y en el recuerdo adquiere un grandísimo tamaño que en vida no tenía, una altura y corpulencia que se asocian a héroes y antihéroes, difería de esta presencia humilde de hoy y hace pocos años. Este Danger solícito, con los ojos cerrados rasgando su walaycho, no lo relacionaba con el otro, el sombrío. Y a decir verdad ya ni pensaba en ello. Las pesadillas de veinte años de dictadura se me escondieron para bien. No he perdido el juicio crítico y también, a veces, me cuestiono, si algo como esta amistad era posible. Esa época tocó mi intelecto pero no mi físico, y ahí tal vez la diferencia. Cuando a Armando, mi hermano mayor, en Córdoba, lo buscó la Triple A sin encontrarlo, escuché a mi padre con voz de bajo profundo afirmar que si algo le hubiese pasado a su hijo no habría dejado vivos ni a los perros de la Misión Militar argentina. Digo lo mismo.

Tócame (tocame, en cochabambino) Caripuyo torrecita, Danger, le pido, y en la noche del Fragmentos, ya solos César, Danger, y yo en el patio, navegamos por nuestra pesada sangre india que nos agita pero no nos asusta. Huayños… De pronto acaricia las cuerdas y le entra a un taquirari sin duda muy antiguo de sublime belleza. Impresionante. En su ritmo y letra quizá doscientos años de locura. Pregunto, porque jamás lo había escuchado, dónde lo aprendió. En mis viajes por los pueblos, responde; en un trashumar por la esencia de lo que llaman patria y es solo tierra, rescatando tontas canciones de amor que el tiempo ha convertido en monumentos. Esa pieza, en singular, sé que con su muerte se ha perdido. Nunca más nadie ha de escucharla. Fue un fugaz y bello desatino al otro lado del espejo.

Yo que tengo dedos grandes y burdos de estibador me conmuevo ante el arte de las manos en los instrumentistas. Y mira dónde ha quedado todo, en la despedida de un músico de las sombras, en el brillo de dos diminutos charangos, en un cariño salido de no sé dónde, en la soltura del desarraigo.

Lo que Danger, el Danger, fuera o no fuera ya ni importa. Cuando la noche acabó, porque también la noche termina, me dijo que quería hacerme un “regalito”. Sacó del bolsillo derecho un ch´ullu que le pertenecía y me lo dio. Lo traje junto a un poncho de Potosí y a un cinto de Tarabuco. Está frente a mí, sobre un libro de cronistas de guerra con Hemingway en la portada. Sabía tal vez que se moría y me lo legó.

Retomo a Sánchez-Ostiz: "Había compuesto música para charango, una especie de "fantasía andina" que nos dejó boquiabiertos, no era manguero, aceptaba lo que le dabas sin pedir nada a cambio, bajo manga, se le iluminaban los ojos con la coquita y la lejía de regaliz, se notaba mucho cuando se daba cuenta de que caía bien en la mesa a la que se arrimara y era admitido, no sé qué habría detrás, un pozo insondable de espanto... a mí me tuvo mucho afecto... No sé qué decir, me deja perplejo el pensar que he tenido un trato afectuoso con alguien a quien se atribuyen atrocidades".
05/12/14

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), 13/01/2015  

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