Tuesday, December 26, 2017

La literatura boliviana que no me dice nada

ALEXIS ARGÜELLO SANDOVAL

“No me dice nada”, esas son las palabras con las que rechazo por lo general manuscritos no solicitados que llegan a mí por diferentes canales. Lo mismo cuando me dejan un impreso a la espera de una opinión que no encuentra potencial alguno en trabajos que solamente pueden ser mejorables con un esfuerzo agotador. No vale la pena que tales páginas rellenadas vean la luz. Y sí. Claro que hay mucho de subjetivo en mi rechazo, pero no por eso se puede reducir mi reacción al mero uso o abuso de dicha palabra, puesto que sí hay manuales de escritura en los que se señala lo mínimo que debe reunir un relato o una novela. Un lector atento siempre encontrará coincidencias entre quienes con talento innato o mucha práctica lograron escribir o novela o relato. 

Pero mejor retroceder. No para desdecirme. Al menos no del todo, espero.
 
“No me dice nada”, son quizá no las palabras, pero sí la sensación que deja más de la mitad de lo publicado en Bolivia en lo que llevamos de siglo. Más de dos tercios de lo publicado quizá. Porcentajes alegres, yo sé. Pero hay lectores, que a la vez son escritores, que estarán de acuerdo, no conmigo, pero sí con dicha sensación por más que muchas reseñas y muchos prólogos, siempre mejor escritos que los libros prologados, digan lo contrario. Más que ilegibilidad, más que lenguaje abstracto, más que hermetismo, lo que yo encuentro es la ambigüedad o tibieza que no me dice nada y que a veces puede ser edificante, pero luego agota porque incluso entre nuestros escritores contemporáneos, cada vez más reconocidos, tal tibieza está presente. No escriben mal, cierto, pero cómo no desconfiar después de todo este tiempo del tufillo a taller de escritura, de la escritura de manual. 

Si no hay conflicto en mí o en el argumento y en la relación entre personajes o la relación de tales personajes consigo mismos, me refiero al monólogo interior y al subtexto, si no encuentro tal conflicto en la narrativa, aquella ni dice ni puede decirme nada. Menos mal, eso sí, hay libros escritos retóricos o no con la intención de decir nada pero que contrariamente, vaya casualidad, dicen mucho. Esto quizá se deba a la renuncia del escritor a decir lo que siente que tiene qué decir, a que la contemplación ha causado efecto en él y ha revelado, también en él, parte de aquello a lo que mal o bien llamamos Verdad. El conflicto es inevitable, incluso para quienes sin intenciones de narrar algo en específico lo hacen, narran desde el conflicto interior o exterior.

La tibieza reflejada en nuestra narrativa casi por dos siglos, principalmente la escrita en Los Andes, ha dado en su momento por resultado a malos intentos de radiografías sociológicas. Podría decirse que había marcado una… ¿tradición? Quizá por eso escritores como Saenz reniegan de aquella y fundan otra que ha sido confundida con la de la apología del alcohol, la noche y la vida callejera diurna o nocturna. Y vino el desplazamiento seguido del emplazamiento de quienes, confundidos, han escrito y siguen escribiendo como Saenz, incluso como Viscarra, remedos todos, pues en la repetición, aquellos, los autodenominados discípulos, se hicieron parte del discurso mayoritario de quienes continúan y continuarán escribiendo así, confundiendo intenciones con resultados, pues una cosa es “escribir cómo” y otra cosa es escribir partiendo de inquietudes similares, de conflictos compartidos. Cómodos, todos ellos, nuevamente, y parte de un discurso que nuevamente también se hace tibio y ambiguo. Y lo mismo en la mayoría de los denominados intimistas, “la nueva ola”, con sus excepciones, claro, escritoras consolidables no nacidas en La Paz.

Pero no es que lo ya visto signifique todo y que todo haya sido hecho. Me alegro, cómo no hacerlo, cuando veo algo más dentro de aquello que superficialmente puede parecerse a algo, pero que más bien amplía el estereotipo. Genera otros conflictos. Eso es lo que busco. Luchar contra los estereotipos es imposible, lo sé, máximo pueden ser ampliados, máximo pueden ser incluidos otros, más estereotipos. Queda, entonces, agitar la base de quienes malacostumbrados ya se han establecido, quienes autocomplacientes, mejor dicho, se han estancado guiados por fines particulares, al punto de no dialogar con la otredad. La renovación es fundamental y para que tal se produzca, yo al menos, no hallo mejor camino que aproximarse al Otro, dejar de ser uno mismo a la hora de escribir, salir de la zona de confort, convertirse en un tercero que ni es uno mismo ni es aquel a quien se ha observado con detenimiento: hacerse permeable para permear. Eso es lo que quiero proponer acá. Debo intentarlo, al menos, dado que a ratos yo también me siento y hasta me sé absorbido. 

Pero no he venido a victimizarme. Al menos no esta vez. Así que, vamos, continuemos.

Toda esta incapacidad de decir o hacer decir se ha repetido incluso en la crítica, si es que tal existe aquí, donde incluso faltan reseñistas, pues se aplaude lo que se considera leíble y no se hace análisis fundamentado sobre lo que se sabe realmente mal escrito y peor publicado, apenas adjetivos, citas tomadas de citas, apenas nombres de escritores extranjeros o películas o series y, cómo no, comparativas simples con lo nacional, ninguna intención de debate prolongado y… de la autocrítica ya para qué hablar. Un triste desperdicio de tiempo, papel y tinta, dicen. Opiniones sin argumentos. La crítica debería ser implacable en Bolivia, las condiciones están servidas para que así sea, pero no. Unos y otros, respetando turnos, se soban las espaldas o se las escupen con muy poca saliva. Se leen los mismos de siempre. Se sigue una moda, la que le ha servido al más exitoso, su estilo se repite sin mayor aporte. Más que de escritores, entonces, quizá de lo que hablo es de una manera de convivir, ya no solo entre ellos, sino entre todos los habitantes de un país junto a los no nacidos aquí. Los momentos de conflicto, como en la política partidaria, se superan pactando o absorbiendo al remedo de antagonista.

La estabilidad vuelve y, ahora vuelvo a hablar de los escritores intimistas, no me sorprende que muchos se hayan sumado a la literatura del Yo, la moda del ahora, exponiendo cada quien sus miserias, miserias de clase media, publicando catarsis, haciéndolo en busca de la empatía de los pocos lectores, ya no buscando al Otro en uno mismo, ya no patrones universales ni epifanías… yo, mírenme, quiéranme, no me basta hablar de mí mismo en internet, ¡ámenme, por favor! Delfina, personaje de Catre de fierro de Alison Spedding, encuentro en ella palabras que no he sabido hallar en mí: “Ni tú ni yo hemos nacido en esta familia, pero parece que nos han hecho parte de ella y no nos queda más que seguir. Así que más nos vale que hagamos causa común ¿no?” Así es. Pareciera que más que escritores hay gente que quiere seguir siendo parte de algo con sus beneficios lánguidos. Ganan apenas, mal, miserias, unos cuantos lo hacen, perdemos todos. Pierde la literatura boliviana, si es que hay tal. Más que de literatura boliviana, entonces, deberíamos hablar de manifestaciones de la literatura boliviana. Todo es muy sintomático para todos, pero hasta ahora no se ha dado nombre al problema. Sigamos, entonces, identificando síntomas al menos, señalándolos, poniéndolos en escena, manifestando lo que vemos, citándolo. Digámoslo de nuevo. Las implicancias generacionales son, siempre han sido, evidentes. Una continuidad que aburre, o, mejor decirlo así de una vez, un estancamiento. ¿Herederos de una forma de escribir? No. Ya ni siquiera de una tradición. Herederos apenas de una actitud manifiesta en la tibieza y en la ambigüedad puesto que ya no se mira, apenas se busca lo colectivo en lo individual blanco o blanqueado, casi nunca cobrizo. Se teme al conflicto. Hoy, además, se escribe siguiendo manuales.

La necesidad diaria de sobrevivir agota a quienes teniendo potencial no escriben con regularidad y entonces se limitan a publicar todo lo que escriben, lástima. La falta de contemplación se nota. Contemplar, lastimosamente, se ha convertido en un privilegio de quienes gozan de largos periodos de descanso mientras otros trabajan y sostienen a quienes contemplan. Hay oficios que permiten tal acto, pero son los menos, como son los menos los escritores que limitados por oficios paralelos, siempre mejor remunerados, miran más allá de sí mismos y no sé ya si por agotamiento ni se documentan. Todos demandamos amor, pero quien escribe buscando únicamente recibir amor, cómo no, se equivoca. Así también, obviedad o no, contemplar solamente es cosa de actores pasivos que inconscientes, por lo general, reafirman sistemas consolidados. Se aspira a lo bello. ¿Puede haber algo más Occidental que lo Bello? Se confunde lo “universal” con lo bello, occidentalmente bello. Se aspira a lo bello, pero no es precisamente lo bello lo que consume mayoritariamente la población, es más bien lo popular-mediático. Urge que nuestra literatura se apropie del conflicto por ser el conflicto cosa de todos los días en todos los estratos sociales y colores de piel. El conflicto es un espacio de intercambio, contrario a lo que otros piensan. María Galindo, en su ejercicio lleno de aciertos y desaciertos, crea espacios de conflicto y hasta ha llegado a teorizar al respecto.

Hay, claro, peligro en todo esto para los privilegiados generacionalmente o quienes gozan de privilegios nimios dentro de lo ahora establecido. Sensación de invasión. En palabras de George Bernard Shaw: “Convertir al salvaje al cristianismo equivale a convertir al salvajismo en cristianismo”.

¿Pero qué hay de quienes escriben desde el conflicto? Identifico entre los escritores vivos y con trayectoria a cuatro, cuatro que resaltan entre decenas pues encuentro en ellos, en algunas de sus novelas o libros de cuentos, ese conflicto que reclamo al resto, presente en los cuatro, ya sea en el argumento, la voz del narrador o el diálogo entre personajes, y hasta la arquitectura: Alison Spedding, Claudio Ferrufino, Wilmer Urrelo y Maximilano Barrientos. Sigo a la espera de más mientras, pienso ahora, contradictoriamente a lo desarrollado hasta aquí, que lo malo de la literatura boliviana está solamente en sus efectos, no en sus intenciones. No faltará quien diga que, oportunista, lo que yo únicamente espero es más bien alternancia.

Librero y editor - alexis.arguello@gmail.com

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De RAMONA (OPINIÓN/Cochabamba), 24/12/2017

Imagen: Detalle de un cuadro del Bronzino

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