Para Maurizio Bagatin, Nelson Tovar y Claudio Ferrufino, por la amistad.
Dicen que,
si te haces amigo de personas maduras, sea a donde te dirijas, aprenderás por
sus testimonios mucho mejor de historia que por los libros formales. Es verdad,
o al menos esa verdad se hace latente y contundente en Cochabamba. Tan verdad
es, que hasta las anécdotas de los amigos cochabambinos tienen el sabor a kawi
del mercado 25 de Mayo, a los choricitos con triguillo de Tarata, a las Huaris
enfriadas de heladeras que tartajean en el kilómetro siete y medio, a la chicha
contundente más que dulce de las ferias agroecológicas, o a la caricia de la
brisa de El Paso, Colcapirhua o Paucarpata, sumado al arrorró que te canta la
corriente helada del riachuelo que desciende desde Apote y se desplaza, ágil
siempre, hasta Tiquipaya.
Dicen que
el “Gordo jajaja”, quien fue, hace mucho, el responsable de la venta de esas
salteñas insuperables en Cala Cala, decidió dejarse morir antes que seguir las
indicaciones/advertencias de los médicos, pues seguir aquella “dieta estricta”
involucraba dejar de disfrutar como él había hecho desde mucho antes... Morir
de repente, como aseveraba Reynolds, es un don y algo casi imposible. Quién no
quisiera tener un botón de autodestrucción, listo para ser presionado, antes
que pasar por el sufrimiento que trae el deseo no satisfecho. Quién no ha
querido exiliarse del cotidiano, vivir sin hacer daño, morir de repente, vivir
solo para disfrutar, y si no es así, chau, que nadie me joda, que este
sufrimiento es mío y si no hay solución, aur
revoir, pendejetes... Quién, y no lo pregunto, lo afirmo, no ha querido
matarse para dejar de pensar en ella (sea Leonor, la de los ojos acaramelados,
diosa coronada de mis tardes en Cosmos 79; o Karen, la de suspiros hechos
sonrisa y labios de promesa incumplida, o Micaela, la de cabellos azabache y
pezones de un rosado sobrenatural), pues los sufrimientos más sublimes son
esos. ¿Alguna vez han amado? ¿Alguna vez un atardecer en Apote no les abrió la
posibilidad de cometer un asesinato propio, un egonicidio (ya que hablamos de
parricidio, feminicidio y otras parafilias de la muerte), porque la locura, que
viene de no saber controlar algo importante o de perder el control, ha dominado
sus existencias?
Ir al
césped ajeno para sentirse más afortunado, cuestionar la vida y al mismo tiempo
disfrutarla. Esa es la virtud de ir a Cochabamba, al menos para mí. “No debieras
volver al lugar donde fuiste feliz”, me decía Juan Montiel, recordando sus
lecturas de Dante, Sábato y Borges, hace más de veinte años, en la casa-tienda
cercana a la avenida Heroínas, las primeras veces que iba a Cochabamba para
visitarlos a él y a mi abuela, “No debieras volver, porque te puedes frustrar”,
aseveraba, y se iba a pasear todas las tardes para ver las grupas de la fauna
femenina que iba y venía en el transcurso de su tiempo, atiborrada de perfumes
ignotos para mí por entonces; gracias a él, en cierta medida, comencé a
escribir, a hacer historietas donde “mataba” a mis maestros, para venderlas en
formato de fotocopias engrapadas, con el fin de luchar en contra del bullying
de ser pobre y costearme mis primeros cigarrillos (No es por enamorarles, pero
a eso de los once años ya me sabía los sabores y aromas de los Casino, los
Astoria y los Big Ben)... Recuerdos que se agolpan, como fantasmas de navidades
pasadas y que son sensaciones que se quedan, mas nunca son ni serán memorias
que puedan herirme. A pesar de las advertencias de mi abuelo, de Sábato en su
Heterodoxia y de las tías lejanas, que siempre son envidiosas y repelentes,
como la reina de corazones de Alicia en el país de las maravillas (la reina de
corazones de la versión animada de Disney, al menos), nunca me he frustrado en
Cochabamba. Siempre que voy, nuevas experiencias sepultan las frustraciones
antiguas, nuevas experiencias me enseñan que vivir no es encontrar los
extremos, sino surcarlos en gradaciones sin asco, como la experiencia del
“Gordo jajaja”, o cuando me encuentro con amigos que más parecen parientes,
porque te reciben con entusiasmo: gente distinta, no mejor, sino distinta a la
que encuentras en otros territorios, gente que te demuestra que no estás solo
en esta encomienda de mierda que es ganar dinero con mentiras, porque ya lo
dije alguna vez: la literatura, y al menos la narrativa (porque la poesía es
otro cantar) es una estafa consciente, pues vives de mentiras, aunque sean
creadas desde la realidad, y los lectores, los lectores que te siguen y te
leen, son conscientes de esto, pero te siguen el juego, porque la vida es juego
o si no, infierno. Odiar la mentira es para cobardes o marulos (que no
maricones, marulos), mientras que
seguir la mentira hasta el final es de valientes y de sensatos, de gente que
vale la pena conocer.
Pasar por
restaurantes o bares de la LLajta, que no lujosos pero genuinos, y encontrar
allí a personas que recuerdan a los que están afuera, lejos en distancia pero
cerca en cariño, también es un agregado interesante. Muchos lo piensan, en sus
anécdotas, al Claudio Ferrufino, mientras que otros, sorpresa de sorpresas, te
piensan a ti, enclaustrado en donde vives y estás, allende la sombra andina que
es casi escoria, y aunque hayas aparecido nombrado con resentimiento como un
paria de mierda en ciertas páginas virtuales, a ellos les resbala esa
difamación fundada del hembrismo, pues los amigos de la Llajta te recuerdan con
cariño, sin rencor, y si es con rencor te lo dicen de frente, sin medias tintas,
qué carajos. A eso me refiero, afortunado quien vuelve donde fue feliz, para
seguir siéndolo de muchas otras formas.
La
escritura es un camino en solitario, pero la publicación es un trabajo
conjunto. Publicas algo y te sientes solo al principio nomás, porque si lo has
hecho de manera sensata, aparecen, de pronto, personas que te felicitan por tal
libro, por tal memoria falsa que publicaste, y encuentras lectores, porque solo
se hace así cualquier publicación: el sonido de la caída de un sauce en un
bosque sin gente que lo escuche es triste, pero en Cochabamba siempre
encuentras gente que escucha esa caída y está dispuesta a compartirte su
experiencia.
Es bueno
visitar Cochabamba, porque el perfume de los dedos a las dos de la mañana es de
cigarrillo, de chicha, de compañía perfumada con ají y jengibre, canela y sal,
wira wira y triguillo acaramelado, y el sueño no aparece, aunque lo invoques.
Dije ya
desde las redes sociales que mi cable a tierra son los viajes a Cochabamba,
gracias a sus calles, a su calor y humedad, a su gente que, con sus sonrisas,
te recuerdan canciones de Los Golpes y a memorias ciegas que recuperan la vista
por la creatividad de la onomatopeya circunstante gracias a la chicha
consumida..., que “Mi abuela atravesaba los charcos con la falda levantada y
choltin-choltin nos alcanzaba para chak´aj chak´aj chicotearnos por gastar la
plata de la carne en chicha”, que “El meco es el olor del chaca-chaca y que no
sepas eso te hace doblemente ignorante, Daniel”, y saberse acompañado, aunque
tengas la vida hecha una condena injusta por estar ocho horas escribiendo
frente a una computadora, solo como un cactus de jardín jailón, o junto a una
iniciativa ajena a tu oficio de escritor y que nadie (menos ella) te la acepta
como algo bueno, para terminar comiendo solo con cigarrillo o vino como
postres, termina siendo una suerte inigualable, llena de esa felicidad que
tiene, muy en el fondo, algo de tristeza: “No estás solo, cabrón”, escuchas que
te dicen en las jaranas (y no para congraciarse contigo, como haría alguna vez
cierto periodista bajito de La Razón, fan de amargos escritores heridos y de
chupas-homenaje, nomás por hacer conversación o justificar su inseguridad como
amigo) y también te recalcan: “Acá tienes lectores, por eso nomás te aguantamos;
eres un cojudo, pero eres nuestro cojudo”. Es una suerte tener lectores en
Cochabamba, la mejor suerte del mundo, porque si tienes lectores, tienes gente
que te acompaña y no idealiza tu oficio con tu vida, aunque a veces parece todo
lo contrario.
En 2002,
cuando por obra y gracia me encontraba en Puerto Tujuré y conversaba con Bosé
Yacu, la última mujer que se sabía bien la lengua Pacahuara (los snobs
escribirán “Bossi Yacu” o “Pacawara”), conocí a un comerciante brasilero que me
decía que los últimos días de su vida los desearía vivir en Sucre, que allí era
como una pequeña Europa y que le gustaba mucho la poesía de Eliodoro Aillón,
que se había enamorado así de Sucre y de su gente. Si podría decir lo mismo de
mis últimos días (que no sé cuándo será, y si lo decidiría yo por obra y
gracia, sería a costa del sufrimiento de los míos), tendría el alma separada en
tres: morir en Oruro después de probar un Tojorí bien servido, morir en Puerto
Tujuré, a orillas del río Negro, después de comer almendras de piel tibia, o
morir en Cochabamba a las dos de la mañana, percibiendo el perfumillo en los
dedos de la aventura vivida, sea de piel de amiga o de poesía (“nací muy
tarde”, nos respondió una niña de siete años a su madre y a mí, otra poeta “de
verdad” y no como Senseve, en Cochabamba, cuando le preguntamos si disfrutaba
comprar libros más que jugar en el celular), serían mis opciones más
combativas.
Es una
suerte tener el alma separada en tres lugares para percibir mi final, y me
siento el hombre más afortunado cuando puedo percibir el perfume de la aventura
vivida, a las dos de la mañana, en Cochabamba, sin morir aún.
buen reportaje...
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