Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Monk en el
piano. Toca a Duke Ellington.
Doce horas
manejando. La orina tiene el color del whisky. La arrojo sobre los pastos
crecidos, al borde de murallas de concreto que se construyen en oda al dinero.
No voy a
dormir, me dije. Tengo que escribir. Hago textos, construyo y destruyo mientras
manejo. Pasan paisajes, pasan hermosas piernas de verano. El termómetro marca
95, imposible de vivir, y así seguimos, dos bolivianos, dos cubanos, un
peruano, un mexicano, somalíes, etíopes, eritreos. Dólar por dólar crece la
cuenta bancaria, y se esfuma en las deudas, en las guerras que míster Trump
programa con un tercio de nuestro salario.
El cielo se
ha puesto de color intenso. Color de vagina de puta negra, para quien conoce el
contraste, el tono, la pigmentación, el brillo. Hablo de fotografía, pienso en
la prostituta tuerta de mi juventud, en la maestra francesa que tenía el mismo
enmarañado cabello. Había cortinas de plástico y calzones ordinarios. Color, queda
el color que es siempre más fuerte en la memoria que la pasión. El universo
tornase rojo de crepúsculo. En mi canasta hay un riesling frío y un moscatel,
preparo una trampa para pajaritos, un café que huele desde ya a sexo. Sexo
capuchino, sexo moka. El embrujo del hombre en la cocina, la alquimia del
amarillo y el púrpura, de la papa andina y el berro de verde oscuro. Berro…
palabra que no oía desde la infancia, que murió cuando murieron las acequias,
porque que yo recuerde, se lo alzaba en las orillas de corrientes cristalinas.
Cruzaban
Cochabamba las acequias. Ahora la cruzan narcos de corbata y narcos de abarca.
La misma mierda, que no hay clase y menos lucha de clases aquí. Bazar, bazar
donde se ofrece todo y se lo compra. Pienso mientras me abate la pena por
Marco, mi perro muerto. Todas las palabras que no dijimos, las caricias no
dadas. El rojo del crepúsculo se ha hecho oscuro. Las horas vienen y nunca se
van, solo se suman, no pasan, se acumulan, se vuelven carga, muerte, inanición.
Leo, mientras
más leo menos comprendo. Amigos que desconozco en sus letras, tanto escondido.
Hojeo el teléfono, libro contemporáneo y marco diversas páginas que indago al
mismo tiempo. Pero no avanzo en mi libro, regalo de Emily, sobre la trata de
huesos de dinosaurios, la crónica del desierto de Gobi y Nueva York. Godzilla
sí, quizá, los monstruos de mi cerebro. Los fantasmas de Gironella que incluían
a Papini.
Ofrezco a
Nadia, de Bagdad, un café. Te lo acepto cuando me divorcie, susurra, sino mi
marido te cortará la cabeza. El ejército islámico, las células durmientes.
¿Vale un café con Nadia la decapitación? No pienso, la huelo, como de mayonesa,
será crema, y la piel brilla, y un par de granitos en el rostro hablan de mujer
cargada de amor, con arma mortal entre las piernas. La veo alejarse, apretados
jeans de Bagdad, nalgas, pies algo patizambos y muero de deseo que mato con
quince horas de trabajo. A este cuerpo hay que darle martirio, otro asilo en
Charenton, porque de lo contrario se dispara.
Las nalgas.
El péndulo.
Compré en
una venta de garaje de casa millonaria una lámpara negra, con flecos. Un dólar.
La instalé encima del antiguo calentador, en la sala con machihembrado.
Lámpara
negra. Luz negra. Así era el rock and roll nativo, Jimi Hendrix y los Iracundos.
En Sarco hacían fiestas, mirábamos desde la puerta cómo la multitud devoraba al
hermano mayor. Nunca aprendí a bailar lentas. Uno, un dos, imposible. Me moriré
sin bailar.
Thelonius
Monk. Ya llego a casa. Mueren junio y el viernes. Solo el amor contra la
muerte. Nalgas. Guadañas.
28/06/19
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Publicado
en INMEDIACIONES/29/06/2019
Imagen: Thelonius Monk
Fantástica evocación. Eso del berro me trae nítidos recuerdos de parte de mi infancia, cuando solíamos dar paseos bordeando las acequias que iban a alimentar precisamente a los papales y a las huertas de las colinas de Independencia. Había algo de embriagante en esos recorridos,pues nos quedabamos subyugados con la calma de la corriente, apenas un murmullo del agua cristalina. Carreras de barquitos de papel muchas veces. En los pequeños remansos crecían los berros y otras hierbas acuáticas. Lo mismo en los arroyos, donde libélulas de rojo metálico brillaban más que nunca al posarse sobre el agua quieta de los estanques naturales. El verde pálido de los sauces llorones de ramas colgantes sobre el agua, las copas amarillas de los motomotos donde los moscardones se daban festín de polen, el croar de las ranitas verdes escondidas entre el follaje, completaban el panorama que de chicos no dábamos importancia, pero que hoy retorna a la memoria como si hubiera sido ayer mismo. Parajes que,como las acequias de Cochabamba, apenas son recuerdos de senderos andados, trotes con aros de llantas, y otras lindas aventuras.
ReplyDeleteLas mismas memorias, José. Nostalgia.
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