Monday, March 10, 2025

Domingo en el mundo de Trump


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Camino entre restos de canciones rebeldes irlandesas. De fondo, de vecinos mexicanos, Chalino Sánchez canta Nieves de enero. Infortunado Chalino. Sonaba en el tocadiscos del auto en los años noventa. En aquel bajar y subir de colinas con veinte grados bajo cero. Si había nieve parecía navidad, si no, sin luna, viejas rusas de sombrero y largas pañoletas flotaban camino del parque Mir. Incluso los mapaches se detenían a mirarlas, antes de retornar a su labor de selección de basura. Calle Forest con desvíos breves hacia la Fairfax, enrejado del complejo de departamentos en donde se reunían barbados árabes de faldones blancos. Era antes del atentado a las torres gemelas. Después de eso desaparecieron. Siempre pensé que conspiraban a medianoche, para qué nunca lo supe, hasta que un amanecer de septiembre chillaban en el noticiero que un avión se había estrellado contra un rascacielos de Nueva York. Entré corriendo a casa, despertando a mujer e hijas y encendiendo la televisión cuando la segunda nave quebraba los ventanales de otro edificio.

 

Los árabes, era barrio rico aquel, tenían bellas mujeres norteamericanas. Encontré un disco en la lluvia que sequé y puse a tocar. Habibi, la tonada, muy linda. La tragedia tuvo su hito musical.

 

Sobrevino un período de inercia. Gente cabizbaja, taciturna, los elevadores de la Forest y Leetsdale se retrasaban como a propósito. Con Liz leíamos a Rosario Castellanos. Santos y vírgenes mutilados en los pedestales de las iglesias chiapanecas daban sentido a la realidad.

 

Volvía a casa y con Ligia teníamos sexo pausado, cansino, lento y pesaroso. Explosión del Vesubio, aguas hirvientes que acarician el bote de Plinio. Gente que se quedó ceniza, hasta el grito de polvo gris. Mosaicos de héroes y hetairas, azahares no retornables.

 

Existe un brillo como de bronce en tus muslos, músculos de atleta griega, soldados de Maratón. Observo desde mi silla pensante; el perro desde la suya cálida. La casita de enfrente se desvanece, niebla estará subiendo desde los pastizales de Corani. Una delgada víbora negra se escurre, ciega afirmaría, entre pedregales escondidos por musgo. Raro que a esta hora de frío se anime a trashumar el campo. O es hada disfrazada de sierpe en busca del eterno marido.

 

Pizza sabor de gorgonzola. Casas y tiendas que treinta años atrás se mostraban como síncope ficticio, mirage de sombras, aparecidos al lado de silencios. Espejismo. Saboreo el fuerte queso italiano, miro por el ventanal: mujeres maduras con trajes pegados y colcha de yoga. Vida norteamericana de domingo, casi diría sobria si no conociera los oscuros entretelones de esta sociedad maldita. Pero, a simple vista, alegría, carros de lujo y sonrisas dispuestas. Tan santos y tan rubios, tan blancos que ni la leche merece comparación. Un par de hindúes desentonan con saris coloridos y variaciones de púrpura. Nada es perfecto. Hundo, qué pecado, el gusto del gorgonzola con un vaso de agua. Nada es perfecto. Detrás tuyo, el dibujo de una silueta parece un hombre. Limpio con cuidado los granos de azúcar caídos sobre la mesa, debo contestar algunas cartas y llenar solicitudes burocráticas. Chalino ha ido agonizando a medida que transcurren los minutos. Ya se fueron las nieves de enero, tienes razón, cantante, nieves que ya no sueles ver. El sol de Sinaloa pule la culata de un flamante cuerno de chivo. Las trocas refunfuñan, alguien ha de morir. Semos o no semos, he ahí nuestra dinámica.

 

De la biblioteca de mi sobrino leo Hack/Slash Omnibus, terribles novelas gráficas que en el horror de tenebrosas sonrisas nos traen al hoy del mundo de Donald J. Trump, la bestia anaranjada del apocalipsis. No jinete porque es voluminoso monstruo construido para trolleys de golf. Oscuridades acarician los vidrios exteriores queriendo hallar resquicio para cometer crimen. Protegido por luz de foco halógeno continúo escribiendo. El Jesús naranja marcha a manera de triceratopo por el césped de una falsa sociedad de paraíso terrenal. Era verde, sí, dadivosa incluso, pero sustentada por grandes mentiras y peores oprobios. Tenía que llegar la hora de la redención o el castigo. Ha llegado, y lo último que se verá en el panorama de Denver con los años serán fuegos no de artificio, entre azules y bermellones, anunciando la nueva Herculano. De fondo el Vesubio en explosión. Chalino Sánchez que seguirá cantando hasta que el aparato se disuelva con calor  su enigmática pieza de las nieves idas y las flores de marzo. Idus de marzo…

 

He contemplado irse minutos y segundos este día casi con desdén. Indiferencia de condenado o calma antes de tomar el bote trasatlántico hacia las inseguridades del escondido universo detrás de los Cárpatos. Nunca mejor escogido el sitio para avivar el misterio. Montañas en forma de herradura y diversas sendas que cuartearán su geografía cubriéndola de nombres, señales y distancias. Me toco la frente como si me doliera la cabeza y no. Hago hora para dormir, para deshacerme de vestigios insulsos de la fecha muerta.

 

Un mendigo se ha arrastrado por el frío hasta perder los pies. Lo he visto subir en espiral al cielo; bien podría ser que sufro de engaño y ese es camino de infierno. Le alcancé tres dólares para el pasaje y sonrió más bien sarcástico. Sus botas quedaron detrás, bajo el humo de la intemperie. Alcancé a ver el reloj pero la hora se había retrasado por la estación. Entramos en la tienda donde todo vale un dólar, una escoba como agarradores de cocina, galletas de origen desconocido, anteojos plásticos. China made. Al salir habían desaparecido los botines rotos del novel ángel. Rastros de mugre y vasos vacíos. Intenso color verde de un trago de soda a medias.

 

El vecino de abajo produce ruidos. Nunca sale, apenas se lo ve, no tiene cocina ni come ni se baña. Sospecho que vive de metanfetaminas. Cuando sus pasos anuncian que sube las gradas me pongo alerta y agarro el puñal de cacha negra. Hasta ahora no ocurrió nada pero en la USA de Trump todo es posible. Acaricio la hoja plateada que podría tornarse roja. Me duermo con un suave Vivaldi en el teléfono y sueño con fatídicos asesinatos y callejones de putas etíopes, bellas, de ojos egipcios.

09/03/2025

 

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Imagen: El gabinete del doctor Caligari, 1920 

Thursday, March 6, 2025

Bailes de Momo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Las bandas parecían cielo de ilusiones. Aunque había penumbra, 4 de la mañana o así, brillaban los instrumentos con palidez de plata, ternos lustrosos, zapatos de charol. Candiles vendiendo sucumbé. Latas rojas alrededor, cerveza Centenario, vacías botellas de tirillo, singani de baja calidad, servilletas, plásticos. Cada banda tocaba su canción predilecta, pero aseguraría que entre todas, a veces, era la misma y sonaba como Jericó; caían faldas siendo que faltaban murallas, calzones ingleses, ojos de luna azul. Francine sonreía con su juventud de veinte años, de la cama salíamos y volvíamos a ella. En el otro lecho Julio y Juliette hacían lo suyo o conversaban. Susurros. Tú sobre mí, pezones de espuma de sucumbé, vellos entre pálidos y tornasolados, el frío de Oruro que únicamente tocaba mis pies y tu espalda. Luego el sueño, el despertar mi mano ensortijada en tus cabellos, arañando resabios del humedal de tu sexo. El frío lo había secado, le había propuesto tono monacal, de cueva de monja carmelita descalza. Llegaba el carnaval o ya había pasado. Tiempo desvanecido en el alba de la música. Cuando salía el sol continuaban tocando; cuando moría continuaban. Caía un trombonista, se derrumbaba un platillero y eran rápidamente reemplazados como en la guerra del Somme. Arrojaban los muertos en una hondonada que decían socavón, lugar de la virgen. Caníbal sería la tal ya que los cuerpos desaparecían y dejaban a ratos algún zapato, calcetines de lana rotos. Centenario viene Centenario va. Pupilas de alcohol. Se creyera que lloramos y no.

 

Tú y yo. You and Me.

 

De pronto corríamos borrachos detrás de una comparsa. La punta de tu nariz de Yorkshire llevaba un rosado que recordaba tu sexo. A izquierda y derecha gente desenfrenada en baile, mujeres mayores extraídas de Lucas Cranach. Algo de Durero en la tarde india, algo del arte perdido de países conquistados, resabios de la destrucción de vasijas e idolillos de oro. Festejo de curas. Pero viendo la irrupción de los diablos en esa calzada de bajada y adoquines húmedos, me doy cuenta que hubo destrucción pero no triunfo. Demonios en diabladas que arriban de Colquechaca, de Quechisla, de Portugalete y Tumusla. De la antropófaga Pazña, Orinoca y Culta. Como si nunca se hubieran conocido sosiego ni reflexión. Babeamos y saltamos, orates del fin del mundo. Acaricio tu culo y sueño con poseerlo más tarde. Ahora abre otra lata y dámela que muero de sed. Oruro Sahara y amnesia.

 

El altiplano es una recta sin aristas. En ella viven pueblos y colores y en la noche se oyen preparaciones de carnaval, arreglo de monteras de cuero, espuelas gigantescas para mitológicos caballos. Dos cholas se destrozan entre sí mientras el hombre que causa la debacle, apoyado en muro de adobe, diarrea y vomita al mismo tiempo. El amor se sobrepone a todas las cosas. Debajo de las máscaras hay crucifijos. Detrás de la sotana los frailes esconden paradas vergas de febril ensueño.

 

Llegan de Siete Suyos, incluso de Ollagüe que vegeta en el fin del mundo. Cobrizas pieles refulgen como estrellas al arbitrio de magia alcohólica. De Atocha y de Estación Balcarce. Y férreos aymaras de Pacajes y monstruosos mendigos que habitan a orillas del Desaguadero en lo que queda de los chullpares de ayer. Devoran crudas y escasas liebres que se escudan en la paja brava y beben turbia agua que desciende hacia el otro lago, en donde un inmenso dios chipaya de fauces abiertas hincha su panza de ella, con ella, y la orina luego para supervivencia de los cuidadores de ánades rosados.

 

He envejecido. Acaricio el negro lomo del jabalí y veo subir lobos por la frágil colina de mi ilusión. Ni lobos ni cerdos salvajes en la gélida ciudad minera. Api hirviendo con buñuelos, cabezas de corderos con gusanos todavía vivos en las orejas que no mató la cocción. El hocico sabe a chicle Bazooka, los de papel verde y blanquirojo de la infancia. Diablesas, china supays sin calzón ni calcetín. Vulvas despeinadas o pelonas, todo vale para el Can Mutante, Mefisto disfrazado con elegante traje azulado, levantando rodillas y aullando ho, ho.

 

Lucifer.

 

¿Dónde estabas, John Milton? ¿Dónde Isidoro Ducasse?

 

Dicen que en pocos días enterrarán al rey, a Momo ya asfixiado por el miércoles de ceniza, por millones de cigarrillos todavía humeantes, pequeños volcanes sin cono entre pies niños descalzos y excrementos de colores mates. En la estación, la fila de gente cagando se va extendiendo por al menos un kilómetro. Dulce conversación con los vecinos de codo, que de dónde vienes y dónde conseguiste esa maravillosa británica de ojos perdidos. Falta papel, corre por la línea de un lado a otro y ya no le falta a ninguno. El viento de la puna arrebatará los desechos y volando los llevará hasta las lagunas de colores en la frontera. Perros y chanchos que serán chicharrón en el festejo se nutren allí. Círculo vital, círculo vicioso. Con tanto trago encima no huelo ni siento. Enamorado estoy de ti y te compondría canciones si fuese músico. Tu pasaje es para agosto pero huirás antes cuando me arrebaten locura y celos y me desbande por callejones y eucaliptares gritando tu nombre. La banda toca tristísimos boleros de caballería. Van a enterrar al rey. Lucifer, compungido, ha bajado la gran máscara de yeso y plancha metálica para ocultar el llanto. Qué será de ti sin nosotros, amo, sin la fiesta que nos humaniza, el baile que nos hermana, la cópula que nos confunde. Tú marchas a Leeds, danzantes toman camiones hacia Tinguipaya, otro vértice del amplio fin del mundo. Cargan enormes instrumentos de viento. Las supay mujeres, Liliths con minifalda atractiva, van lentamente vistiendo sus prendas íntimas, no más la boca de sus almas pervertidas por la época suspirando a la intemperie. Era un concierto con pizca de paraíso y mucho de infierno. Ho, ho, grita desde sus elevadas rodillas Lucifer. ¿Dónde estabas, John Milton? Segunda vez que te lo pregunto y no contestas. ¿Has muerto? ¿Te sepultaron a la vera de Momo con fatídicos trombones de aluminio? ¿O simplemente todo se ha hecho trivial y ya no importa?

 

Alba de bandas con platilleros enternados. Nuestro amigo Pepe, que nos ha alojado, ya desde entonces tiene semblante de querido cadáver. El destino a veces tiene seis ruedas de bus y zarzas cortantes antes del abismo. Me enteré mucho después. Lo tengo en foto, moreno entre dos europeas, cerveza en mano según correspondía, parco, serio, los Andes que se amedrentan ante los blancos dientes colonizadores, bellos y trágicos.

 

Intervalo. Intervalo. Intervalo. Apenas una limonada al alcance de mis dedos. Merecería el recuerdo un salud, algún brindis por muertos y desaparecidas. Quedamos Julio y yo, salvadas las distancias conservamos nuestra sólida amistad. El vaho del alcohol no vela ya las pesadillas y los cuerpos de nuestras acompañantes los buscamos en cuadros de Modigliani o de Rossetti para ser mejor clásicos. Al fin de Inglaterra se trataba, de dos condados no muy alejados entre sí. El tiempo nos privó de ellos pero tampoco faltó dicha, pastos de verde festivo.

 

Mórbida, tumultuosa, se acerca la cordillera a mi departamento. Hálito frío, la brisa. Operática, guignolesca.

 

Carnaval del año 86, era. Justo antes del fuego del averno. Cuando enterrábamos a Momo y sollozaba la Virgen del Socavón quedándose viuda; lo hacía yo sin saberlo. Dos meses después caería como volquetazo de cascajo. Turno del desamor, de niebla púrpura, pensando en Hendrix, de la depresión maníaca. Guardo tu foto como estampita santa y en las noches en que el vino ha invadido te rezo recordando tus pecados. No suerte de misa negra, para nada. Bebes sucumbé y cerveza y aguardiente. Estas muchachas inglesas tumbaban a los dos cochabambinos con baldes de kulli. De acuerdo a la expresión inglesa de I will drink you under the table que no necesita mayor explicación. Under the table hacíamos el amor y las bandas azotaban un kaluyo. Luego, como dije, invasión de diablos. Vi un moreno tirado como lata vieja al costado de una meada pared de barro. El resto eran diablos. Venían de Bolívar, de Leque y Omereque. Máscaras de todo tamaño y tipo, sonrisas malévolas, sarcásticas. Colquechaca tenía sus calles pavimentadas de plata. Por allí danzaban satanaces hasta hundirse en el horizonte. Se hacían relámpagos, convertían en truenos. Luego venía la lluvia con tinte plomizo, sangre de sirvientes de Luzbel y cuando caía sobre el lomo de los ebrios producía un chispazo y pequeños humos.

 

El viento llora tu nombre. Le he ido a rezar al Momo aquel, recordé dónde estaba su tumba. No pude hacerlo porque sobre ella se levantaba una picantería. Encima de las mesas, oscuras sombras de moscas en manifestación. Para qué preguntar, han pasado cuarenta años y tantos han muerto y nacido. Ni sé si tú estás aún en el mundo de los zombies o preferiste el silencio. He olvidado tu voz pero no tu sabor, tu entrepierna con gusto a cremoso helado de Quillacollo, incluso siendo hirviente. Silba la caldera y es hora de prepararme un café.

 

El año pasado me despertaron a medianoche canciones huaycheñas tocadas en banda. Subí a la terraza y en la cocainómana mansión de enfrente un par de docenas de músicos de la afamada banda Poopó de trajes rojos y guardatojos con candelas apagadas. Solo instrumentos, no cantantes, la música era de Teresita: “por la injusticia del pueblo me llevaron a La Paz…” A eso le siguieron morenadas en que los poopós se movían al unísono y los platilleros hacían de bufones de corte medieval, piruetosos y avispados. Estarían una hora en que fui filmándolos con mi teléfono. Dicen que cobran miles de dólares para actuar. Llegaron en buses y retornaron en ellos tomando el camino que sube a Pongo, que atraviesa Paria, antigua y carnavalera, por donde pasó Almagro el Viejo enamorado de una esclava africana con caderas de pandereta.

 

Cuento a una amiga las veces que pasé por Jujuy. Mucho vive el carnaval en el norte argentino. Supay se esconde en Oruro y la Salamanca en Santiago del Estero. Los cargadores acullican mientras defecan en las filas al lado de los rieles. Semejan aplicados estudiantes de bachillerato aguardando por diplomas. He visto diablos, parecido a los de Bolivia, bajando por una quebrada no lejos de Santa Catalina. Mojaban sus cabellos en el San Juan del Oro, hermoso río que camino de Cotagaita se equipara al edén. Mientras los estibadores del mercado se distraen así, los aristócratas de Salta y Catamarca ofrecen coca en platillos de porcelana en la fiesta de Momo. Hablan en dulce lengua que la zamba rememora: “esas que mi abuelo en quichua cantaba con coro de coyuyos al atardecer”.

 

Milanesas de La Quiaca. Bailarines de ambos lados de la frontera curan la cabeza devorando las carnes cubiertas de putaparió, picante local del norte, o con llajwa si vienen de Villazón. Llegan de El Puente, de Las Carreras, de Villa Abecia y Camargo. Más cerca venir aquí que dirigirse a Oruro. Peor al Gran Poder.

 

Tierras bermejas del cretácico. Una desconocida me invita a pasar la noche con ella en el ingenio Ledezma. Blanco azúcar. Bermellón el polvo y tú de óleos que desconozco me susurras tu nombre con las luces apagadas. Veremos algo de la fiesta, llameros y gauchos de anchos pantalones de cuero. Espero el bus Chevalier que me llevará al borde. Tengo mercancía que me trajeron al alojamiento de Villazón. En medio de lo prosaico leo a Apollinaire. El tren con la carga se detendrá bajando a Parotani por razones técnicas. Tendré que perder días antes de vender los salames Milán, parmesanos de cáscara negra, quesos fundidos de Arcor.

 

Compré en Jujuy un kusillo en miniatura que me acompañó por medio mundo. Se perdió en la otra mitad, quizá entre Caracas y Bogotá, cuando me sobrecargué de libros y olvidé otras cosas. Memorias del general O'Leary, verdes emblemas de Erin.

 

Una flota sale de Cochabamba, cuatro vamos, otro espera con casa abierta en el llano de Oruro. De los cinco uno ha de morir y dos desaparecer. Ahora entiendo la febril sonrisa de los diablos. Decían, con melenas rubias de crin de caballo sobre los hombros, que el significado del carnaval radicaba en lo efímero de vivir. Gloria primero y luego tumba apenas excavada en el suelo congelado. Apuro el sucumbé porque bien puede, será, el último. Beso tus ojos azules y en ellos observo nubes, va a llover. Me refugio dentro tuyo y cuando despierto no estás. De la tumba pétrea emana el grito burlón: te lo dije, te lo dije y repetí. Después silencio. Han pasado cuarenta y tantos doce meses y jamás te despintaste de mis bigotes. Pena no tengo, ni dolor ni desazón. Ahora grito yo, profundo, y le digo al rey Momo que también se lo dije, te lo dije, dije y repetí. Desde entonces vivimos en lucha constante y el día en que nos encontremos otra vez alguien tendrá que morir y esta vez en serio.

14/02/2025


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Publicado en Revista 88Grados, 02/03/2025


Imagen: Carnaval de Oruro, Library of Congress

 

Wednesday, March 5, 2025

Martes primero de Denver


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Inocente, con rostro de San Sebastián atravesado, escribo, ante el ofertorio de tus muslos.

 

Nieva, pequeños pétalos casi nacidos de un verso de Esenin. Tenues, silentes, imperceptibles. Me diluiré metafísico en la oscuridad, continúo. Noche de nieve en que tendré tu orgasmo. Contradictorio…

 

Pronto volverán, al darse cuenta de que he retornado, los mensajes obituarios. Oferta en vida para obtener los mejores precios de entierro para no preocuparme en el futuro (¿?). Lo mejor posible en vista de la obligatoria circunstancia de la muerte. No vale morir triste. Y menos pobre. Si fuese previsor dormiría como Nosferatu en un cofre, ataúd albergue de sueños de hoy de mañana. Muy práctico.

 

Miro fotos de Finisterre, mar para quitar aliento, certeza de que en la lejanía no más nada hay, así floten desmintiendo los sargazos. Aquellos no son albatros sino bichos de mal augurio. Ante mí copones de pulque en forma de jaguar. Un guerrero azteca, con piel moteada, hunde el cuchillo de jade en el pecho metálico de alguna barba. Cuelga cierta planta desde maceta ladrillo; una miniatura retrata un pueblecito en las faldas de cualquier cerro boliviano. Ekeko de plata y bailarines de Jarkov. El erizo mascota de mi hija Aly se llamó Joaquín. Quedó enterrado en la casa perdida de la avenida Kansas. En una piedra su nombre, su esqueleto frágil, casi una esquela dirigida a ti. De púas suaves e inclinadas, el pico auscultador. Pereció insolado, criatura de la noche se expuso al sol y retostó. En urna de pequeñas cosas, en barro, está su autorretrato. Me sobrevivirá, supongo, de memoria más sólida que la que jamás podría tener yo.

 

Oscura sirena del mar de Cortés, de cola blanquirayada. Se esconde apenas oye venir, montados, caballos espartanos. Cabalgan destrozando plantas suculentas. Los ojos del erizo se guardaron abiertos, perturbados por el destello solar, cómo la muerte podría concebir en sí tanta belleza, modorra tibia, cálida mortaja, toallita de afeite y susurro de navaja frotando cuero antiguo. Escupidera de porcelana al fondo de la esquina del piso mosaico, aproximación a la infancia, carteles de peluquero de glorias futboleras y revoluciones del Mono Paz.

 

¿Sale de Henri Rousseau esa gitana, de Seurat? Pasea tetas sueltas mientras Leonard Cohen, sorbiendo un café, anda distraído con un libro. Rumania, aroma de sus mujeres cabellos de oso. El día ha transcurrido sobre las ruedas de un auto. Ciudades del medio oeste que miden más de un metro, interminables, odisea y plañidera migrante, cada papel un siglo, cada firma un novelón. Burocracia que ha bebido todos mis cafés posibles hoy, lattes y mochas, de tierras Java y Sumatra, de Borneo e Isla Mauricio en donde sé que se bañó Victoria, de larga piel y pupila gris, amada por un chino con catorce hijos y empresa millonaria, dos mil dólares para comprar amor y falsa sonrisa que jamás se despega de su rostro de clown. Aseguran que en carnaval entierran a los payasos mas no estoy seguro. Retorno a tus fotos, algo de alba habrá en este funesto crepúsculo, el de Nietzsche tanto como el de Papini. La historia avanza por caminos inesperados: el tren de Finlandia transforma la faz de Rusia. Lenin aprovecha de Parvus. En la pútrida floresta de Teutoburgo desvanece Roma. Donald Trump cae al agua gélida y lo devora de un bocado el monstruoso tiburón de Groenlandia. Imprevistas sendas, recurro a tus senos para no pensar, pongo mirada de santo Sebastián y a ratos de erizo.

 

Desde el mármol, por encima del verde marfil de las hojas, el príncipe de Haití observa marchar a los zombies.

 

Cahuide se despeña de la torre. Se arroja, no cae. Águila que no piedra, cóndor y no jilguero. Rugen ríos profundos, del Ande aterricé aquí, también montañas pero enanas, comparando watusis con pigmeos. Pasos apresurados por la calle oscura, inmigrantes saltan de un refugio al otro y a la boca del lobo. Agentes federales que sospecho malandras. Añoro leer fábulas de Borges, magias de Cunqueiro, historias de los eslavos occidentales que quedaron atrapados por siglos a orillas del Elba, llamados sorbios o sorabos, de esa gente extraña como los kashubes de Günter Grass. Venga lo que venga, valga lo que valga, tanto para abstraer como para olvidar.

 

Una mañana otra, tarde añadida, planos entre Sergei Esenin e indios cheyenne, encrucijadas de mi mente lóbrega, labriega a veces, sobre todo urbana. Tomo aire en el patio de atrás. Diría que hay luciérnagas pero son luces de cigarrillos, brasas de labios, candela de boca, brillosos dientes de calavera ya que esto pertenecía a Aztlán y calaveras implican tradición y orgullo. Creí coyuyos, cigarras gigantes, pero eran marihuanos escondidos en la intemperie fría, lejos del acecho de cuervos y amas de casa.

 

Cinco mandarinas y dos manzanas verdes en el recipiente de la mesa. La tapa del ordenador cubre la mitad de las frutas color esmeralda. Por lo que oigo, en el televisor pasan película tailandesa. Mañana miércoles asomaré a las cortes porque necesito copias de mis divorcios, como si no bastara el libro que escribí cuando me tocó huir de la pena. Es que la gente no lee, menos en los municipios con jueces de serios faldones. No leen. Menciono a Tucídides y muestran los caninos, a Josip Broz Tito y toca turno a molares y falsos dientes de juicio.

 

Tracia y Dacia. Lidia y Licia. Podrían ser dulces nombres femeninos pero detrás de ellos hay arte y dolor. Sin embargo ya no significan nada. Si no se entiende qué son, no existen. El sabio erizo de punta lápiz lo confirma, por ello apuntó al sol, cometió suicidio por belleza. Hoy piedra cubierta de piedra, opaca roca a la que quitarían letra; la lavaría la lluvia, cubriría el polvo.

 

Hora de cerrar la página, no permitir que el libro se agote, un desenlace trae un fin que muy posible jamás se revitalice en nuevo, fallezca de inanición de tiempo.

 

Peino con cuidado el lacio cabello, amo dormir peinado, vuelvo a alisarlo si despierto. Por la estrecha abertura de la pared brilla la luna, al lado del acondicionador. Lo primigenio con lo contemporáneo, conviviendo como dos hermanitos vallejianos.

 

Contemplo mi cuerpo dormido y sí, tenía razón, esos entreabiertos párpados dan sensación de santidad martirizada por flechas. De niño leí vidas de santos y fue tan atroz que lo santo se transformó en condición del horror. No podemos soslayarlo.

04/03/2025