Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Las bandas
parecían cielo de ilusiones. Aunque había penumbra, 4 de la mañana o así,
brillaban los instrumentos con palidez de plata, ternos lustrosos, zapatos de
charol. Candiles vendiendo sucumbé. Latas rojas alrededor, cerveza Centenario,
vacías botellas de tirillo, singani de baja calidad, servilletas, plásticos.
Cada banda tocaba su canción predilecta, pero aseguraría que entre todas, a
veces, era la misma y sonaba como Jericó; caían faldas siendo que faltaban
murallas, calzones ingleses, ojos de luna azul. Francine sonreía con su
juventud de veinte años, de la cama salíamos y volvíamos a ella. En el otro
lecho Julio y Juliette hacían lo suyo o conversaban. Susurros. Tú sobre mí,
pezones de espuma de sucumbé, vellos entre pálidos y tornasolados, el frío de
Oruro que únicamente tocaba mis pies y tu espalda. Luego el sueño, el despertar
mi mano ensortijada en tus cabellos, arañando resabios del humedal de tu sexo.
El frío lo había secado, le había propuesto tono monacal, de cueva de monja
carmelita descalza. Llegaba el carnaval o ya había pasado. Tiempo desvanecido
en el alba de la música. Cuando salía el sol continuaban tocando; cuando moría
continuaban. Caía un trombonista, se derrumbaba un platillero y eran
rápidamente reemplazados como en la guerra del Somme. Arrojaban los muertos en
una hondonada que decían socavón, lugar de la virgen. Caníbal sería la tal ya
que los cuerpos desaparecían y dejaban a ratos algún zapato, calcetines de lana
rotos. Centenario viene Centenario va. Pupilas de alcohol. Se creyera que
lloramos y no.
Tú y yo.
You and Me.
De pronto
corríamos borrachos detrás de una comparsa. La punta de tu nariz de Yorkshire
llevaba un rosado que recordaba tu sexo. A izquierda y derecha gente desenfrenada
en baile, mujeres mayores extraídas de Lucas Cranach. Algo de Durero en la
tarde india, algo del arte perdido de países conquistados, resabios de la
destrucción de vasijas e idolillos de oro. Festejo de curas. Pero viendo la
irrupción de los diablos en esa calzada de bajada y adoquines húmedos, me doy
cuenta que hubo destrucción pero no triunfo. Demonios en diabladas que arriban
de Colquechaca, de Quechisla, de Portugalete y Tumusla. De la antropófaga
Pazña, Orinoca y Culta. Como si nunca se hubieran conocido sosiego ni reflexión. Babeamos y saltamos, orates del fin del mundo. Acaricio tu culo y
sueño con poseerlo más tarde. Ahora abre otra lata y dámela que muero de sed.
Oruro Sahara y amnesia.
El
altiplano es una recta sin aristas. En ella viven pueblos y colores y en la
noche se oyen preparaciones de carnaval, arreglo de monteras de cuero, espuelas
gigantescas para mitológicos caballos. Dos cholas se destrozan entre sí
mientras el hombre que causa la debacle, apoyado en muro de adobe, diarrea y
vomita al mismo tiempo. El amor se sobrepone a todas las cosas. Debajo de las
máscaras hay crucifijos. Detrás de la sotana los frailes esconden paradas
vergas de febril ensueño.
Llegan de
Siete Suyos, incluso de Ollagüe que vegeta en el fin del mundo. Cobrizas pieles
refulgen como estrellas al arbitrio de magia alcohólica. De Atocha y de
Estación Balcarce. Y férreos aymaras de Pacajes y monstruosos mendigos que
habitan a orillas del Desaguadero en lo que queda de los chullpares de ayer.
Devoran crudas y escasas liebres que se escudan en la paja brava y beben turbia
agua que desciende hacia el otro lago, en donde un inmenso dios chipaya de
fauces abiertas hincha su panza de ella, con ella, y la orina luego para
supervivencia de los cuidadores de ánades rosados.
He
envejecido. Acaricio el negro lomo del jabalí y veo subir lobos por la frágil
colina de mi ilusión. Ni lobos ni cerdos salvajes en la gélida ciudad minera.
Api hirviendo con buñuelos, cabezas de corderos con gusanos todavía vivos en
las orejas que no mató la cocción. El hocico sabe a chicle Bazooka, los de
papel verde y blanquirojo de la infancia. Diablesas, china supays sin calzón ni
calcetín. Vulvas despeinadas o pelonas, todo vale para el Can Mutante, Mefisto
disfrazado con elegante traje azulado, levantando rodillas y aullando ho, ho.
Lucifer.
¿Dónde
estabas, John Milton? ¿Dónde Isidoro Ducasse?
Dicen que
en pocos días enterrarán al rey, a Momo ya asfixiado por el miércoles de
ceniza, por millones de cigarrillos todavía humeantes, pequeños volcanes sin
cono entre pies niños descalzos y excrementos de colores mates. En la estación,
la fila de gente cagando se va extendiendo por al menos un kilómetro. Dulce
conversación con los vecinos de codo, que de dónde vienes y dónde conseguiste
esa maravillosa británica de ojos perdidos. Falta papel, corre por la línea de
un lado a otro y ya no le falta a ninguno. El viento de la puna arrebatará los
desechos y volando los llevará hasta las lagunas de colores en la frontera.
Perros y chanchos que serán chicharrón en el festejo se nutren allí. Círculo
vital, círculo vicioso. Con tanto trago encima no huelo ni siento. Enamorado
estoy de ti y te compondría canciones si fuese músico. Tu pasaje es para agosto
pero huirás antes cuando me arrebaten locura y celos y me desbande por
callejones y eucaliptares gritando tu nombre. La banda toca tristísimos boleros
de caballería. Van a enterrar al rey. Lucifer, compungido, ha bajado la gran
máscara de yeso y plancha metálica para ocultar el llanto. Qué será de ti sin
nosotros, amo, sin la fiesta que nos humaniza, el baile que nos hermana, la
cópula que nos confunde. Tú marchas a Leeds, danzantes toman camiones hacia
Tinguipaya, otro vértice del amplio fin del mundo. Cargan enormes instrumentos
de viento. Las supay mujeres, Liliths con minifalda atractiva, van lentamente
vistiendo sus prendas íntimas, no más la boca de sus almas pervertidas por la
época suspirando a la intemperie. Era un concierto con pizca de paraíso y mucho
de infierno. Ho, ho, grita desde sus elevadas rodillas Lucifer. ¿Dónde estabas,
John Milton? Segunda vez que te lo pregunto y no contestas. ¿Has muerto? ¿Te
sepultaron a la vera de Momo con fatídicos trombones de aluminio? ¿O
simplemente todo se ha hecho trivial y ya no importa?
Alba de bandas
con platilleros enternados. Nuestro amigo Pepe, que nos ha alojado, ya desde
entonces tiene semblante de querido cadáver. El destino a veces tiene seis
ruedas de bus y zarzas cortantes antes del abismo. Me enteré mucho después. Lo
tengo en foto, moreno entre dos europeas, cerveza en mano según correspondía,
parco, serio, los Andes que se amedrentan ante los blancos dientes
colonizadores, bellos y trágicos.
Intervalo.
Intervalo. Intervalo. Apenas una limonada al alcance de mis dedos. Merecería el
recuerdo un salud, algún brindis por muertos y desaparecidas. Quedamos Julio y
yo, salvadas las distancias conservamos nuestra sólida amistad. El vaho del
alcohol no vela ya las pesadillas y los cuerpos de nuestras acompañantes los
buscamos en cuadros de Modigliani o de Rossetti para ser mejor clásicos. Al fin
de Inglaterra se trataba, de dos condados no muy alejados entre sí. El tiempo
nos privó de ellos pero tampoco faltó dicha, pastos de verde festivo.
Mórbida,
tumultuosa, se acerca la cordillera a mi departamento. Hálito frío, la brisa.
Operática, guignolesca.
Carnaval
del año 86, era. Justo antes del fuego del averno. Cuando enterrábamos a Momo y
sollozaba la Virgen del Socavón quedándose viuda; lo hacía yo sin saberlo. Dos
meses después caería como volquetazo de cascajo. Turno del desamor, de niebla
púrpura, pensando en Hendrix, de la depresión maníaca. Guardo tu foto como
estampita santa y en las noches en que el vino ha invadido te rezo recordando
tus pecados. No suerte de misa negra, para nada. Bebes sucumbé y cerveza y
aguardiente. Estas muchachas inglesas tumbaban a los dos cochabambinos con
baldes de kulli. De acuerdo a la expresión inglesa de I will drink you under
the table que no necesita mayor explicación. Under the table hacíamos el amor y
las bandas azotaban un kaluyo. Luego, como dije, invasión de diablos. Vi un
moreno tirado como lata vieja al costado de una meada pared de barro. El resto
eran diablos. Venían de Bolívar, de Leque y Omereque. Máscaras de todo tamaño y
tipo, sonrisas malévolas, sarcásticas. Colquechaca tenía sus calles
pavimentadas de plata. Por allí danzaban satanaces hasta hundirse en el
horizonte. Se hacían relámpagos, convertían en truenos. Luego venía la lluvia
con tinte plomizo, sangre de sirvientes de Luzbel y cuando caía sobre el lomo
de los ebrios producía un chispazo y pequeños humos.
El viento
llora tu nombre. Le he ido a rezar al Momo aquel, recordé dónde estaba su
tumba. No pude hacerlo porque sobre ella se levantaba una picantería. Encima de
las mesas, oscuras sombras de moscas en manifestación. Para qué preguntar, han
pasado cuarenta años y tantos han muerto y nacido. Ni sé si tú estás aún en el
mundo de los zombies o preferiste el silencio. He olvidado tu voz pero no tu
sabor, tu entrepierna con gusto a cremoso helado de Quillacollo, incluso siendo
hirviente. Silba la caldera y es hora de prepararme un café.
El año
pasado me despertaron a medianoche canciones huaycheñas tocadas en banda. Subí
a la terraza y en la cocainómana mansión de enfrente un par de docenas de
músicos de la afamada banda Poopó de trajes rojos y guardatojos con candelas
apagadas. Solo instrumentos, no cantantes, la música era de Teresita: “por la injusticia del pueblo
me llevaron a La Paz…” A eso le siguieron morenadas en que los poopós se movían
al unísono y los platilleros hacían de bufones de corte medieval, piruetosos y
avispados. Estarían una hora en que fui filmándolos con mi teléfono. Dicen que
cobran miles de dólares para actuar. Llegaron en buses y retornaron en ellos
tomando el camino que sube a Pongo, que atraviesa Paria, antigua y carnavalera,
por donde pasó Almagro el Viejo enamorado de una esclava africana con caderas
de pandereta.
Cuento a
una amiga las veces que pasé por Jujuy. Mucho vive el carnaval en el norte
argentino. Supay se esconde en Oruro y la Salamanca en Santiago del Estero. Los
cargadores acullican mientras defecan en las filas al lado de los rieles.
Semejan aplicados estudiantes de bachillerato aguardando por diplomas. He visto
diablos, parecido a los de Bolivia, bajando por una quebrada no lejos de Santa
Catalina. Mojaban sus cabellos en el San Juan del Oro, hermoso río que camino
de Cotagaita se equipara al edén. Mientras los estibadores del mercado se
distraen así, los aristócratas de Salta y Catamarca ofrecen coca en platillos
de porcelana en la fiesta de Momo. Hablan en dulce lengua que la zamba
rememora: “esas que mi abuelo en quichua cantaba con coro de coyuyos al
atardecer”.
Milanesas
de La Quiaca. Bailarines de ambos lados de la frontera curan la cabeza
devorando las carnes cubiertas de putaparió, picante local del norte, o con
llajwa si vienen de Villazón. Llegan de El Puente, de Las Carreras, de Villa
Abecia y Camargo. Más cerca venir aquí que dirigirse a Oruro. Peor al Gran
Poder.
Tierras
bermejas del cretácico. Una desconocida me invita a pasar la noche con ella en
el ingenio Ledezma. Blanco azúcar. Bermellón el polvo y tú de óleos que
desconozco me susurras tu nombre con las luces apagadas. Veremos algo de la
fiesta, llameros y gauchos de anchos pantalones de cuero. Espero el bus
Chevalier que me llevará al borde. Tengo mercancía que me trajeron al
alojamiento de Villazón. En medio de lo prosaico leo a Apollinaire. El tren con
la carga se detendrá bajando a Parotani por razones técnicas. Tendré que perder
días antes de vender los salames Milán, parmesanos de cáscara negra, quesos
fundidos de Arcor.
Compré en
Jujuy un kusillo en miniatura que me acompañó por medio mundo. Se perdió en la
otra mitad, quizá entre Caracas y Bogotá, cuando me sobrecargué de libros y
olvidé otras cosas. Memorias del general O'Leary, verdes emblemas de Erin.
Una flota sale de Cochabamba, cuatro vamos, otro espera con casa abierta
en el llano de Oruro. De los cinco uno ha de morir y dos desaparecer. Ahora
entiendo la febril sonrisa de los diablos. Decían, con melenas rubias de crin
de caballo sobre los hombros, que el significado del carnaval radicaba en lo
efímero de vivir. Gloria primero y luego tumba apenas excavada en el suelo
congelado. Apuro el sucumbé porque bien puede, será, el último. Beso tus ojos
azules y en ellos observo nubes, va a llover. Me refugio dentro tuyo y cuando
despierto no estás. De la tumba pétrea emana el grito burlón: te lo dije, te lo
dije y repetí. Después silencio. Han pasado cuarenta y tantos doce meses y
jamás te despintaste de mis bigotes. Pena no tengo, ni dolor ni desazón. Ahora
grito yo, profundo, y le digo al rey Momo que también se lo dije, te lo dije,
dije y repetí. Desde entonces vivimos en lucha constante y el día en que nos
encontremos otra vez alguien tendrá que morir y esta vez en serio.
14/02/2025
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Publicado en Revista 88Grados, 02/03/2025
Imagen: Carnaval de Oruro, Library of Congress