Wednesday, May 14, 2025

Naturalezas vivas y muertas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hermoso cuadro de Rudolf Levy, nacido en Stettin (hoy Szczecin) y muerto en o camino de Auschwitz. Naturaleza muerta. ¿Acaso los montones de cadáveres insepultos, demacrados hasta la muerte, ajenos incluso a la descomposición porque quedaba poco o nada para destruirse con los elementos, se pueden considerar lo mismo? Naturaleza muerta… que asocio personalmente con Cézanne y Matisse. ¿Dónde en todo este gris sepia del final hallo sus colores? Cuando llega el fin del color suele ser ya demasiado. Y sin embargo en las geometrías de Malevich hay arte de dos contrastes, lejano a la opulencia colorida de Derain o Vlaminck.

 

Hablar de Auschwitz, como otrora hablé de Bełżec, esta última localidad resabio del primer viaje, con Tatiana en el círculo que no se cerró entre Ucrania, Polonia, Bielorrusia y Rusia. Nombraba, lo sé, no solo a Belgorod sino a todo lo que es hoy frente de guerra en la región oriental de la república de Kiev. Vinnytsia y Zamość, vaya si recuerdo, junto a los mugidos primigenios de los últimos bisontes que no exterminó Ludendorff.

 

Lo dije ayer, fecha aciaga. Irina se fue a los cielos justo un año atrás, unas horas antes que estas que pesan en el instante. Los árboles no han cambiado de verde; una maniática ardilla muerde la corteza; se escucha golpeteo de pájaros carpinteros. En el río de Poltava canta el ruiseñor.

 

Las opciones en este viaje, luego de Galicia y Lyon, tendían a escindirse en la región central de Europa. Una iría camino del norte, a Polonia y los países bálticos, que pueblan mis sueños desde muy temprano en la niñez. Tengo que ver Vyborg. Ni hablar de las tres capitales, cada una con un manto onírico cargado de estrellas sombrías, lagos de Estonia, bosques de Lituania. Resuenan canciones en yiddish de los partisanos hebreos de Vilna. Poblaciones que en buena medida fueron cómplices del genocidio. Quién allí se libra de pecado. No justifica ni un ápice de lo hecho, de la violencia ejercida. Pero detrás de los chacales sangrientos hay historias que valen, los talmudistas de Vilna entre ellos, suerte de nueva Jerusalén; los guerrilleros…

 

Ese el camino del norte, rumbo a la estrella polar, la que brilla sobre la mugre de Murmansk en el mar congelado, el de Leviatanes imposibles, peces con armadura de hierro y soles desperdigados, tantos que los llamaron luceros.

 

Gritan en la taiga grupos de renos semisalvajes. Gritan porque nadie los escucha, porque hace frío y la soledad se muestra en casuchas abandonadas, sin puertas ni ventanas, ni niños con botas de cuero agitando nieve eterna, tan profunda que de los alces gigantes enterrados solo se ve los cuernos.

 

Hacia el sur venían sendas de sol, a pesar de que al elegir Ljubljana había optado por aire fresco nocturno, cuando la noche me agarraba descalzo en el teléfono por dos horas hablando de arquitectura, cine y jardines con cultivos de hierbas frescas: paico, mejorana, hinojo, eneldo, antigüedades chinas todavía utilizadas en guisos, lechugas de diversos tonos, del intenso verde de mantis religiosa hasta el rojo jaspeado de maestros renacentistas.

 

Leí, tanto de eso, acerca de cierto affaire que tuvo Milovan Djilas en Eslovenia. Si los jóvenes de América del Sur no conocen a Tito, mucho menos a Djilas, pensador inteligente y rebelde. Hablando de Tito, y en las digresiones que me apasiona hacer, una película que me gustó muchísimo: Tito y yo (Goran Marković, 1992). Yugoslavia. Reminiscencias del culto a la personalidad en su auge de los años 50, exhibida en los cines justo en el momento en que el país se resquebrajaba y afilaba envenenados dardos fratricidas.

 

Lindo tiempo allí. Belleza de los canales. Sonido permanente de campanas que desde sus altas torres expandían el sonido hacia los bebedores de cerveza del puente del dragón y los vendedores de naranjas. Llovizna que he traído en la mochila desde Lyon. Como dios o diosa griego del rocío, no me apetece buscarlo ahora para saber. Rocío, que no escarcha. Me revuelvo en cama, agarro las dos almohadas, sueños recurrentes han convertido este viaje en algo especial. Una y otra vez Álvaro Cunqueiro, escritor gallego que amo, trae misteriosas historias de la más preciosa tierra de España. Sin embargo despierto en Eslovenia y con inglés me ayudo a hacerme entender que quiero dos huevos de desayuno, que no deseo otro burek como el de anoche que vino cargado de pesadillas de novias desnudas y profundísimos cañones, quebradas de insoportable eco y paredes de índigo, casi igual a un viaje con hongos de los que relata mi amigo. Con Pink Floyd de fondo. No eran la Barranca del Cobre ni la hendidura de Torotoro sino más bien rendijas de la inquietud.

 

En Jasenovac, Croacia, también la gente atormentada era naturaleza muerta, más con tonos de Chaïm Soutine y sus animales carneados, hasta Rembrandt y el sollozo de los dibujos de Käthe Kollwitz. El único color primario era el de la sangre y de allí variaciones de coágulos, pedazos, pingajos, tripas, miembros cercenados, lenguas privadas del grito que ni a los renos de la tundra se priva. Y varios demás menesteres del horror. En Zagreb, bastante antes que Jasenovac, bebo un café con un tipo de empanada que no hicieron ayer. Busco un ascensor que no existe. Tengo que cargar veinticinco kilos grada por grada y arrastrarlos luego. Puedo, pero supuestamente me cortaron la espalda aunque no se nota. Igual, si me quebrara en dos nada podría hacer ni nadie ayudarme. Otro icono más de la fragmentación humana entre las bestias. Llega el bus que anuncia como destino Vukovar, ciudad martirizada, y me afirman que sigue a Sarajevo. Muestro en el teléfono el código en donde está registrado toda mi información (se me pone piel de gallina). Me hacen colocar la maleta pesada en el equipaje yo mismo. El chofer, de unos cuarenta años, se señala la columna vertebral y casi llora. Le señalo la mía, casi lloro y a darle. Allá vamos. Creo que mediodía, un poco después. Zagreb. Tanto por decir y poco que escribir.

 

Nos acercamos a la frontera bosnia. Busco en la red el nombre y me aterro. Allí hubo un campo de concentración de mujeres. Me niego a enfangar el texto con más letras mórbidas. En ambos bordes me sellan rápido el pasaporte norteamericano. Los guardias sonríen, bastante mullidos se ven, rozagantes, chaposos. Ni comida ni mujeres han de faltarles, así sucede con policías y magistrados. Casetas de comida dignas de cualquier parada de bus sudamericano.

 

Antes de desaparecer en Auschwitz, Rudolf Levy me envía esta pintura recomendándome que la ponga al sol y la riegue igual a una planta, que si no se riegan los colores a diario pronto se convierten en muros. Le Mur, de Jean-Paul Sartre, y el destino de los fusilados…

 

Va por ti, Irina…

14/05/2025

 

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Imagen: Rudolf Levy

Tuesday, May 13, 2025

Los viajes al Este


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ucrania era el destino fijo pero para eso fui revoloteando alrededor como idioma japonés, haciendo piruetas, elipses y tangentes. Londres primero, corta estadía y el misterio que Inglaterra ejerce sobre mí desde siempre. Será que crecí leyendo los libros de Enid Blyton que intercambiábamos con mi primo Jorge. Voy postergando la isla ¡si tuviese el tiempo del mundo entero! como si para aprender de lo efímero no me bastara leer la poética de Dylan Thomas. Incluso así, cuando lo decida, supongo que haré de tiovivo y me distraeré en Irlanda, en Belfast, en la Isla de Man, Escocia que me es particularmente querida por mis lecturas de Walter Scott, otro de mis puntales juveniles. Finalmente penetraré por el norte a York, Liverpool, Manchester y derivar en Leeds donde algún rastro de Francine habrá quedado: una media negra, un perfume, los ojos más azules jamás pensados ni diseñados, ni en el supremo sueño de los prerrafaelitas ni en líneas de Thomas Hardy. Hermosa era y sonreía. De pelo oscuro en Poitiers y casi rojizo en Cochabamba. Así llegará Inglaterra, si llega, luego del tiempo haber calmado sus horas, despintadas estas de los tormentosos cielos de Turner. Dickens. Nostálgica Inglaterra, escribí, como una de mis columnas del diario Opinión. A medianoche hablar de ella, justo antes de ir en procesión al alcohol de la avenida Aroma, al humo del pollo frito en aceite inmemorial, a charque robado de los carniceros y cocinado al lado del pollo. Nostálgica se esfumaba en el singani pobre, y de ahí a ratos aparecía en algún otro escrito que salía publicado en un espacio negro como nicho en la página cultural.

 

Lo del japonés viene de mi alumna Liz, profesora de lengua inglesa de la universidad de Colorado, que afirmaba que mi estilo literario le recordaba la literatura japonesa, girando, girando. Ella visitaba Japón con asiduidad y pasamos buenos ratos hablando de cine, de Kawabata y de Mishima. Luego vino lo de Fukushima y tornó sombría. Su isla magnífica había sido sometida a males aún más espantosos que Godzilla.

 

Después Oporto, Porto, Portugal. Y Braga. Y el camino que corre por el centro del país rumbo a España. Por ahí voy, de noche, por poblaciones repletas de piernas de jamón serrano. Vino tinto que prefiero a orillas del Duero, fado, sardinas asadas al borde del mar. Comida turca descendiendo la colina; chorizos portugueses regados de peri peri. ¿Qué buscaba? ¿Tan solo retrasar Odessa? Un día tendré que sentarme a pensar en mis estrategias de viaje y cuán fructíferas han sido para mí. Sigo aquí, escribiendo sobre una mesa de Aurora, sigo vivo, pienso, extraño, lo último ha sido bello y cruel.

 

Soldados rusos pobremente vestidos huyen en desbandada ante las ordenadas tropas del imperio del Japón. Es 1905, en una guerra que parecen haber olvidado cuando afirman, en desmedro de Ucrania, que Rusia jamás ha sido vencida. Lean las páginas de diarios de soldados de Moscú relatando aquello que primavera no sería y menos verano en el lejano oriente.

 

Digresión pensando en que este año me privaré de ingresar a tierras ucranias gracias al señor Trump. Veinte años menos y tal vez me hubiera alistado. Tal vez, no con ánimo romántico, con ánimo a solas, otra vez en fila voluntaria para pelear en tierra ajena como durante el conflicto de Malvinas. No veré ni Izmail ni Uzhhorod, ni menos adentro de los muros del palacio de Bar y Chernihiv. De las amigas de entonces queda una en Valencia y otra a pasos de los cañones putinistas. Sentiré la orfandad del Dniester y sus cavernas. Hecho está.

 

España de aquel año dieciocho, con amigos queridos y afectos solidarios. Que también hallé en la Galicia de este año, en los inolvidables paseos del pequeño coche guindo y los viejos molinos del pueblo allá a veinte kilómetros de La Coruña. Uno y otro van evaporándose, dejando un tenue aroma que por sutil se convierte en precioso.

 

Vino Italia y Marcela que, volviendo a los soldados del sol naciente, me hizo caminar Roma como si fuese el último papa. Del piso noveno vi cielos, líneas de nubes que demarcaban ideas y me distraían del libro de Pablo de Rokha. Días de sosiego y riqueza, barrios ancianos y antiquísimas pinturas. Conversamos, minuto tras minuto se acercaba mi cita con Ucrania. De Fiumicino partió mi avión para Estambul. Lujo y puentes del Bósforo como imágenes de cuentos de hadas. Al fin el plomizo aeropuerto de Odessa, tan dispar de su asociado turco, modesto, mal iluminado, triste. No llegaron mis maletas, traigo lindos regalos. Mañana retorne y traiga su ticket. Así fue, trescientas hrivnas el pasaje. Al hotel, terraza para desayuno, edificaciones que pareciera van a derrumbarse pero que acostumbradas a vivir amarradas con cuerdas de esparto sobreviven los siglos. Entro a la iglesia ortodoxa a media cuadra del hotel, a una cuadra de las putas y apoyo la espalda en el frío muro. Contemplo la devoción de la que carezco, la profundidad de los icónicos ojos, compungidas mujeres con pañuelo en la cabeza, besos a manos y pies de los santos de nombre extraño. Hasta que salgo y enfilo avenida abajo para encontrar la entrada del Parque de la Ciudad. Me encanta sentarme allí mientras espero a Anastasia. Preguntas, chaqueta azul la tuya, acerca de los Estados Unidos. Menciono New Orleans, el masivo río turbio. Penumbras de Providence, subir en barco por el poderoso Saint Lawrence, de Maine a Montréal. Pregunta más, si existe la estatua esa con farol en mano. Si hay anacondas en los túneles del metro de Nueva York. Si estoy casado e hijos tengo, y qué se llaman y cuántos años. Y fotos y octubre empieza a irse.

 

Pues, ahora, mirando Belgrado con la mochila lista para Sofía. Qué cerca estoy; otra vez Ucrania es el destino. Escribo, digo que no podré ir, que el riesgo es demasiado, que no debo amenazar mi futuro. Y no hablo de bombas sino de política.

 

Como en el primer viaje, partí esta vez desde Betanzos en occidente con destino de Poltava. Hoy Betanzos y Poltava parecieran hermanarse en el vaho incierto del destino. La ría en uno y la estepa en la otra. Aferro el equipaje mientras sopeso las últimas noticias en un Belgrado que amanece. No quiero pensar qué fecha es mañana. La soñaré esta noche, en el campo de las pesadillas y veré si al día siguiente alcanzo a discernir si tales geografías que he vivido en realidad existieron, de si continúo viajando o me invento cosas, al estilo de Karl May, desde las teclas de un ordenador.

13/05/2025


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Imagen: Brassaï

Monday, May 12, 2025

De la soledad y la lluvia en Lyon


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Miro el calendario. Se acerca el aciago 14. Recordar los campos, el oblast de Poltava y sus infinitudes. Las grullas o aves que fueran qué, no importa. Murmullo de aguas, susurros, bocas de peces que producen ruido al respirar. Releo a Pilniak, me informo acerca de una nueva publicación de Walter Benjamin: Historias desde la soledad y otras narraciones. Veré si puedo ordenarla hoy.

 

Marc Chagall, Heinrich Mann, Franz Werfel, huyendo del fuego nazi por los caminos de la noche. Eran contrabandistas de gente, supongo, quienes los llevaban en pos de libertad. Subir, bajar, tropezarse en sendas pedregosas. Nosotros tres cruzando la montaña, el frío, para llegar al trópico de Carmen de Totolima, sin motivo práctico alguno sino vencer el desafío. Creo que todavía podría subir la cuesta por la herradura, al menos hasta los infinitos papales de Chapisirca. Sin huir, caminata de botas autónomas, cubrir el cuerpo para evitar la helada con mugrientas pieles de oveja. Por debajo de la puerta penetra como navaja de peluquero la yegua de la noche con gélidos mantos incoloros. Nos acurrucamos, acercamos, calor de cuerpo, evitando los costados de la choza ya que el kharisiri podría estirar los brazos y desaparecernos de allí sin noticia ni ruido. Hay siempre que acostarse en el medio, sugieren, para no ser el primero en caer. Extraños hábitos de supervivencia.

 

Elegimos no hablar. Es el camino más corto al olvido. O tal vez no, en el silencio se tejen tempestades gloriosas, las que asoman con vitalidad desbordante, imprevistas, creativas y creadoras. Apuesta de los cielos en un cincuenta cincuenta de posibilidades de que la balanza se incline de un lado. Una pizca de plomo extra y la romana se irá de costado. Mientras tanto llueve en Lyon, no he podido dar mi paseo habitual por el Ródano. Ciclistas cubiertos de plásticos emuladores de serpentinas. Me refugio con los argelinos, en tasca de dos mesas, y consumo pan casero acompañando el café negro. La Coruña y Betanzos todavía cerca. Afirmaba que la lluvia siempre me trajo suerte, será que no sucede igual con la llovizna europea, el panorama pinta más gris que los muros neoclásicos de la calle de Claude Bernard, siguiendo mi misma ruta hacia el lado izquierdo, hacia el puente de la universidad con gallos metálicos cacareando a la intemperie.

 

¿Si temo la soledad? Ha sido mi mejor compañera desde el 2018 hasta el 2024, en Cochabamba o en la 834 North Clarkson Street, Denver, Colorado. Con veinte grados bajo cero encendía el motor del Subaru y aguardaba dentro de él media hora hasta que fuese seguro partir. Me extasiaba de noche, leía, pensaba, tenía cartas, eso sí, que llegaban de la estepa a grupas del correo del zar. Conducir por sendas peligrosas con cuidado, casi cuarenta kilómetros para llegar al trabajo. Me acordaba de escenas de cine ruso, de Vodka Limón (Hiner Saleem, 2003), en tierras yazidis y kurdas. Música variada. Podía ser folk antiguo del sur oeste de Virginia o Martinho da Vila mencionando el cafuné. Tus dedos de blanco calabrés enmarañando el castaño de mis americanismos. Fuere lo que fuere, la soledad jamás pesó sino como acompañante, comensal de mesa conjunta y deliciosa. No puedo temer volver a ella, en el amplio pasillo del quinto piso a tiempo de tejerse páginas de mi novela y detalles de este cuaderno que pronto estará completo. Perfecto espacio a falta de otro por el momento. Sigue lloviendo en la avenida de Léon Gambetta. Los cactos enanos continúan sin crecer cada vez más viejos y mejor sólidos. Bellos, concisos, enfrascados en sí mismos, ni agua necesaria, sol, de sentencia mejor, sol de altura. Qué más, si quemándonos en el Ande vamos por mil años al menos. Vuela un cóndor y corre una vizcacha. Luego el silencio, como si nada se moviera cuando todo está en movimiento. Fabulosa contradicción.

 

Se secaron las misivas de la estepa. Miguel Strogoff descansa con un vasito de aguardiente a mano. Corre la gente a esconderse en los dinteles. Opto por entrar al Hooper y pedir un draft de cerveza danesa. Entonces, el primer día, traía una novela rusa; hoy pensamientos inoportunos del gran Maxim Gorky, ya leído en mi juventud y que le costaron la vida. Ekaterina me escribe desde el frente de guerra y sugiere que ya es tiempo de que me case, sonrío a cinco mil kilómetros de distancia, que ella se preocupa por mí y pide a los iconos de brillosos ojos metidos presentarme a alguien preciso. Demando, le demando, cómo puede ella, debajo de las constantes bombas incendiarias, preocuparse por algo así y a tal distancia. Si fuese yo ella estaría desesperado de hallar refugio lo más enterrado en tierra posible. Pero esa gente es indómita. Le agradezco y sugiero que no es mi búsqueda actual, que estoy bien como estoy aunque la lluvia me haya mojado. Que mis recuerdos de Betanzos son maravillosos y los caminos de Galicia incomparables. Eso importa, a la vez que redacto este texto como parte de un todo bastante mayor. Que la paz no está en el otro. No necesito abrir la Biblia para saberlo.

 

“Pero se oía una gran sonoridad que no se oía”; lo extraigo de Lezama Lima. En el silencio de mis largos dormitorios habrá sonido permanente de fiesta. Cierto que los invitados no llegaron aún pero las notas han sido enviadas, y elegantes cintas plateadas las envuelven. No tendrá mi casa el presagio del de las hermanas Brontë, ni mis aires la bruma de Irlanda, o de Escocia cuando el caballero Montrose buscaba aliados entre los montañeses, según Walter Scott.

 

Acomodo el impermeable marrón que me regaló mi hija Aly un par de años atrás, cuando lloraba a mares que papá se iba al lugar donde nació. Esa pena ha amainado, su jardín florece y acaba de plantar sandías en el patio trasero.

 

Viajar solo implica enfrentarse a esto, a la perspectiva colectiva de quedarse en solitud. Milla, legua, kilómetro, unos detrás de otros. Día que pasa esa sensación crece. Al fin, cuando se ha llegado a los violines mudos de Moldavia, al delta del Danubio que se volvió estático, no es que hayamos arribado a conclusión ninguna, sino que sabemos, mucha tierra ya vencida, que así es pero bien puede no serla. Lo dicho, las invitaciones se despacharon con ribetes dorados.

 

Enfrento la lluvia en Lyon. Van varias jornadas de aguante. A por un kebab cerca del puente. No impide que con una regla estudiantil trace líneas sobre el papel y calcule las próximas distancias, las imperecederas lluvias, calores y discrepancias. Sin miedo; si lágrima hay, acusa a la lluvia por haberla depositado en tu rostro. El Ródano no se ha alterado, sigue plácido, con gotas que le caen encima y le fabrican piel de sarampión.

12/05/2025

 

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Imagen: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2025

Sunday, May 11, 2025

No escucho tocar el klezmer


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Dónde se han ido los klezmorim? He recorrido Ucrania de lado a lado, de Odesa a la frontera rusa, de Kharkiv a Poltava y de Poltava, donde flota un hermoso rostro que se contrapone a Viy, a Kiev; de Zhitomir, ciudad de letrados de la Torá, a la Vinnytsia de los tranvías. Caminos recorridos, pastos de verde limón, ríos apacibles como vientre de mujer.

 

He cruzado Eslovenia, dividido Croacia en dos, de arriba abajo, Bosnia misteriosa, bella, maldita, entera, Serbia más rala en su vegetación y Belgrado brillando diamante. Apenas atisbé gitanos, morenos como nacidos en Jayhuayco, y ningún judío de larga levita negra, amplios sombreros e instrumentos musicantes para la fiesta de los vivos. Suena en mi memoria el clarinete, lo escuchábamos, esposa, en Nueva York, cuando el sol caía a pico sobre el Hotel Chelsea y sus famosos muertos se evaporaban por delgadas chimeneas. Cuando el neón hurtaba fuego de tus cabellos bermellones. Entonces bailaban y tocaban los klezmorim, y había botellas vacías en las cabezas y otras llenas que se vaciaban en el pecho interno para el flujo de la pasión. La pasión de Cristo, Cristo de nuevo crucificado,

Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,
y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.

En esta noche clara que tanto me has mirado,
la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.
En esta noche de septiembre se ha oficiado
mi segunda caída y el más humano beso.

Amada, moriremos los dos juntos, muy juntos;
se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura;
y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos.

Y ya no habrá reproches en tus ojos benditos;
ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura
los dos nos dormiremos, como dos hermanitos.

Habla César Vallejo. Cuando él habla, yo callo.

 

Dormías y el clarinete no se detuvo, saltó por encima de lunas y soles, de estrellas y el cometa Halley hasta depositarse en un lienzo de Chagall, escondiéndose tras las revolucionarias formas geométricas de El Lissitzky.

 

Atravieso la tierra. Hay lagos de color naranja, azul, púrpura, lagos oscuros que supongo aguas de noche, ríos de sangre y otros de claro verde aguacate pero los músicos no están. Me pregunto si los ahogaron con piedras amarradas a sus delgados cuellos, con tiro de nuca o ráfaga que suena casi igual a órgano descompuesto, Bach golpeado por martillos. Salto, me zambullo, feroces lucios observan y muestran colmillos que para mí pertenecen a la ficción. No los he encontrado, no klezmer para nosotros hoy. El crepúsculo trae consigo la tristísima ciudad de Travnik, no lejos de la frontera con los serbios de Bosnia. Sin la alegría del klezmer hay cofradía de espectros a lo extendido de las calles, cargan tumbas y nichos como castigados medievales, suenan horrísonos como bestias inenarrables. Avisos a media luz rezan “restoran”; un par de sombras beben allí, licor de ciruela lo más probable que la cerveza es cara. De Travnik era Ivo Andrić y no estaba tan afligida en tiempos de Napoleón.

 

Okreni se niz đul-bašču es una bellísma canción bosnia, en voz de Munevera Berberović. La introducción con multitud de instrumentos balcánicos simplemente soberbia. Para cerrar los ojos al escucharla. Me recuerda cuando lo hice con el ritmo del griego bouzouki y Melina Mercouri cantaba. Quedó flotando en el tiempo, en el medio del péndulo evitando que el reloj avanzara y todos nos desperdigáramos por el mundo; maíz para mote, nosotros, afrecho de quinua arrojada al viento.

 

Se suceden pueblos, villas, villorrios, caseríos, urbes. Abro con parsimonia la maleta para preparar un jean negro y botas grises. Me pondré elegante para andar como el galileo por sobre las aguas del turbio río de Sarajevo. Elegante, sin corbata y sin el collar de oro rojo que me regaló la tía Lucha, en la iglesia de Nuestra Señora de Balvanera, barrio de compadritos, cuando cumplí un año de todavía no infortunio. Sonarían los facones, la faca brasileira entonaría un chorinho más lamentoso que misa de difuntos. Así me bauticé, con el cuchillero de Borges pisando la mano que le colgaba por el profundo corte y arrancándosela para seguir peleando. Me pregunto a dónde se han ido esos mis padrinos fantasmales, me abandonaron con míseros detentes en la puerta del templo, y eso que huérfano no era y madre y tías olían a perfumes caros. Ni cuchillos me dejaron, ni pangas ni machetes.

 

El bus continúa su viaje interminable. Con este trecho habré completado dos mil kilómetros por tierra, casi sin comer y sin agua. Saharianos a la fuerza, o negligentes y aburridos nada más.

 

Yefim Schleyfer, querido amigo judío kazajo, y su hermano ejercitan pasitos de baile en la entrada de obsoletos apartamentos de la Pequeña Rusia. Por los tejados no hay violinistas que asomen, se ocultaron en las líneas de Sholem Aleichem, pero en el Mazda plomo de su propiedad escuchamos cosas similares al klezmer, o este mixturado, maleado por ajenos ritmos del Asia Central.

 

La gente duerme aquí, picados por la tsetsé. Claudio en la casa del sueño. Pelo un muffin de mora azul y sorbo café sin azúcar para mantenerme despierto. Gruesas moscas de ébano, moscones y tábanos salían de las orillas del gran río de meandros de Bosnia, bajando de Croacia y antes de adentrarse en el desconsuelo de Travnik. Pesada luna de cobre giraba hecha lento girasol.

 

¿A dónde marcharon los klezmorim? Me susurran que los fueron, los suicidaron a fuerza de culatas, cortaron patillas y barbas y quitaron los lentes de aquellos que ya lloraban. De pronto la fanfarria del klezmer, la elegancia de las altas botas de cuero, se vio reducida a nada. Alguien pregunta, en el Treblinka de Jean-Francois Steiner, por qué no reaccionaban los hebreos. Los músicos nacieron para tocar, matar no es su oficio, y cruzaron las puertas de la muerte al son de acordeones y no de disparos. Esa es una gran diferencia.

11/05/2025


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Imagen: Músicos de klezmer, Ucrania

Saturday, May 10, 2025

Historia de una naranja


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Del fondo de mi mochila he extraído una naranja. La compré en el mercado central, en la calle, de Ljubljana, esa de los grandes edificios antiguos que habrá visto sobre todo sangre. Villa apacible ahora, con cafés al borde del canal, turistas satisfechos y sonrientes, dragones por doquier, artesanos, artistas, fruteros, verduleros, miríada de profesiones a ambos lados del agua y en el adoquinado afuera de las edificaciones nombradas.

 

Compré dos naranjas y aparece esta, semanas después, rozando la pasta de dientes y alguna ropa interior. Me pregunto cómo pasó las aduanas de los aeropuertos de Belgrado, Munich y Denver. Al fin es un objeto voluminoso redondo que lo menos que podría causar es curiosidad. La he pelado y comido a las cuatro de la mañana, con luz de luna penetrando por la ventanita encima de mi cama. Ljubljana, nombre menor en el universo balcánico, suponía, y una pequeña ciudad con mucho de occidental en un bello enclave geográfico. Venía de Austria, de las moles montañosas de Suiza al borde de los lagos. Ginebra, tumba de Borges. Intuí algo de él en callecitas viejas, porque hay tanta modernidad y comida rápida ahora que difícil encontrar el aleph en tal barahúnda.

 

Pues en algún lugar descansaba el poeta ciego, protegido por piedrecillas que le dejan encima a la usanza judía los devotos lectores. Me hubiera gustado ir, tocar el frío del enterramiento, recordar a Emma Zunz y a Juan Dahlmann. La pampa abunda de luces malas y cangrejales. De restos de osos gigantes de cara corta, bosques interminables narrados por Estanislao Severo Zeballos en su notable descripción de la dinastía de los Zorros ranqueles. O en la In Patagonia de Bruce Chatwin, imprescindible crónica del sur de América.

 

Estaba como a cinco minutos del centro en un apartamento bastante confortable con cafés y restaurantes alrededor. Euros. Llevo en los bolsillos marcos y dinares también. Las monedas las tiré al fondo de la maleta para en un futuro cercano ponerlas en mi biblioteca junto a miniaturas ucranianas de cristal y una rota flauta prehispánica de barro. Cada día enfilaba allí. El castillo  se veía arriba de la alta colina, la bandera eslovena que parecía hecha de calamina porque no se movía en el viento, el funicular para subir y contemplar el feudo. Imagino cómo sería entonces, con siervos cosechando y soldados mugrosos arrastrando alabardas.

 

Me preguntaron qué me llevaba ahí. Respondí que las guerras campesinas, la de Matija Gubec en 1573, de la que se hizo un buen filme yugoslavo. Ejecutaron a Gubec en Zagreb de horrible manera como se acostumbraba. No sé en específico si Juan Hus tuvo alguna influencia por estos sitios o si la Guerra de los Treinta Años la asoló. Tendré que investigar. Pero el trasfondo histórico me impulsaba por cada uno de los pasajes que he hollado y me siento completo al respecto. Hoy es tiempo de desapego, de digerir lo visto, matizar lo aprendido. Vendrán lecturas necesarias para llenar huecos y deficiencias de información. Hojeé libros usados en esloveno como si entendiese el idioma. El libro en sí es objeto de belleza, no importa la lengua en que esté publicado. Terminé comprando para una amiga unos apuntes sobre teatro en francés. Sigue en la mochila con Paustovsky, aparte de un par de dragones para mis hijas en recuerdo de la ciudad del mítico monstruo. ¡Cómo no pensar en Tolkien!

 

La comida en Eslovenia no fue tan marcada como en Bosnia o Serbia. Tal vez por tanta influencia occidental. Noté que comparada con los Estados Unidos la atención al cliente en los lugares de comida era menos que aceptable. Un detalle trivial pero que muestra diferencias entre las economías y el mercado de trabajo de distintos países. Por lo general me dio la impresión, desde La Coruña hasta Belgrado, que no había mayor interés de los camareros en el parroquiano sentado a la espera. El colmo llegó En Lyon donde ni siquiera lo pedido llegó, como si nunca se hubiese ordenado.

 

Varias reflexiones entre Norteamérica y la Europa visitada. No para desmedro de ninguna de ellas sino para señalar o sugerir. En mi opinión no cabe duda que se vive mejor en los Estados Unidos, que el nivel de vida es más alto y las comodidades mayores. Hablamos de dos mundos, uno viejo y otro nuevo, y por supuesto tiene que ser así. La superioridad europea de la majestuosidad de sus ciudades, de la historia, tiene su contraparte en la riqueza de las urbes del norte de América, en la diversidad de culturas que conforman su población y que se refleja en su retrato urbano.

 

De las dos naranjas quedó una que remató al fondo del bolso negro con sello del ejército suizo. Llegó a la capital del estado de Colorado en perfecta condición, eludiendo la fobia antiterrorista y la soberbia de los guardias fronterizos. Ni cuenta me había dado.

 

La feria abierta de productos alimenticios, que creo es diaria, de Ljubljana cabía muy cómoda entre el sonar de las campanas y los lentos botes de pasajeros surcando el manso canal. Nada extraordinario en oferta, no se asemeja a un mercado chino en donde la abrumadora presencia de frutas y extrañas verduras retrocede hasta el Jardín del Edén. Mucha gente hablaba inglés; vi algunos turistas españoles y dos mexicanos. Nos reconocimos el uno al otro pero ni siquiera nos saludamos. No les presté atención. Quise entrar a la alta iglesia rosada pero los portones estaban cerrados. Decidí caminar por los alrededores de la insignificante estación de buses, anotando salidas de la semana hacia Zagreb y Sarajevo. Luego vagué hacia rarísimos edificios de apartamentos de la época soviética. Pobreza vigente, precariedad y densa población combatiendo el calor en camisetas que serían nuevas décadas atrás. Bastantes hindúes y chinos entrando a un cabaret donde dicen que bailan rusas. Vuelta a las luces del centro por un latte con masitas dulces. Después el peregrinaje hacia el lecho, el teléfono que no falta para comunicarse con los más queridos y a programar el próximo día sin férreas exigencias. Como siempre, extender el amplio mapa para ver en detalle posibles rutas. Elucubraciones, memorias históricas de lo que habría sucedido en cada lugar.

 

Joseph Roth y su hermosa esposa desquiciada. Vio destruirse dos sociedades en un plazo bastante diminuto. ¿Por qué Roth? Austria-Hungría. Los herederos del trono contemplando el turbio correr del Miljacka. De marrón a carmesí. Pero todavía estaba lejos de las calles de Sarajevo. El bus partía de Ljubljana rumbo a Croacia y yo me despedía por centésima vez de la voz que me acompaña. Viaje hacia el desasosiego del alma, directo a los campos de guerra, a los espectros que flotan como mínimas nubes llorosas por los campos aquellos.

10/05/2025

 

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Imagen: Roy Lichtenstein, 1972 

Thursday, May 8, 2025

Los nombres de Cochabamba


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

La infancia fue feliz. En el viejo Volkswagen íbamos cada fin de semana al campo. Mamá y papá fueron grandes caminadores, y así salimos todos. Recuerdo el ejemplo que siempre mencionaba Joaquín, mi padre, acerca de cuántos kilómetros al día caminaba un soldado del ejército japonés, algo como los campeones del mundo, por decirlo. Lo emulamos, en la medida de las posibilidades y, en tal entrenamiento samurai, conocimos de memoria el valle cochabambino; exhaustivamente el valle bajo, y en menor grado el alto. Hoy, la invocación de cualquiera de esos nombres de pueblo o región asocia tantas imágenes, olores, sabores, que trae la sonrisa de mi madre en medio del aroma de retamas, y el vozarrón de mi padre con el rumor del cascajo de los ríos en avenida.


Tiquipaya, Pairumani, Suticollo… la explicación del origen aymara de esta tierra a donde llegaron los quechuas en explosión de dominio. Aunque nebuloso es el pasado, y peor la historia cuando no ha sido escrita, buscamos con afán de exploradores el camino más antiguo del lugar, por donde habían invadido los incas: el Tupuyán. Para ello tuvimos que subir a la falda de la montaña, buscar en las inmediaciones de Liriuni, imaginando la bajada por las empinadas quebradas que suben hacia Morochata. Luego, hacia el oeste, inclinándonos por Anocaraire y la ancha apertura del río de La Llave. Esa quebrada es con mucho más suave. Años después, con amigos, reeditamos el anciano viaje; lo había hecho mi padre en la década del cuarenta, a pie, por herraduras, desde Cochabamba hasta Independencia o Palca. Nosotros fuimos escasos, con la ruta trepando por la vertiente izquierda del río, atravesando tres apachetas, hasta vislumbrar desde la cumbre, a lo lejos, la ansiada Morochata. La idea era seguir: Yayani, Chinchiri, Independencia, Sanipaya, a la tierra de los orígenes de mi abuela paterna. La chicha lo impidió. Nos pusimos a jugar rayuela con los hombres del pueblo y terminamos vomitando el gentil alojamiento que las monjitas nos cedieron. Al día siguiente nos expulsaron; justifico el por qué.


Buscamos el mítico camino, alegres como niños que éramos. Y, según noticias que los progenitores reunieran, decidimos que una polvosa senda, que la lógica indicaba como mejor para quien viniera del Ande, era el Tupuyán. Lo habíamos hallado y nada que yo recuerde, me impresionó más: con él venían hordas de guerreros con pectorales de oro, plumas ofrendadas en el Cuzco desde las vírgenes selvas del oriente. Venía de leer a Homero; tenía nueve años, y en el instante, sumadas a la memoria de Héctor, Aquiles, Menelao, Paris, Ayax Telamonio, Diómedes, acariciaba figuras más cercanas, hombres de tez cetrina, altos porque yo era pequeño, en disciplinada fila, hacia la lujuria del maíz. No existían muros como los de Ilión, pero sí maraña de molles, un valle extendido sin fin, arbolado, oloroso, soleado y bucólico. El Tupuyán llevaba a los guerreros a domeñar su ira. Estos eran terrenos para recostarse y soñar.


El Tupuyán, nada antes que él de la herencia quechua, habrá sido ya destruido. Escucho camiones de coca que no veo, precursores, ácidos, lavadoras para la nueva sofisticación casera de la droga. He sabido que el verde, más verde que el de Llewellyn, se esfuma. Los eucaliptos que trajo España hierven en hornos para siempre. A nadie le interesa saber por dónde arribaron las huestes de Túpac Yupanqui. La paradoja actual se debate entre el rescate del ancestro y la globalización brutal que conlleva el narcotráfico. Si pregunto hoy ¿Tupuyán?, pensarán que me burlo. Pero nosotros lo hemos visto, borroso, casi invisible, y hemos seguido su huella por donde nos llevara, por la Paucarpata que subyugó al cronista Polo de Ondegardo, por El Paso, y en cada rincón de lo se ha hecho pretérito.


Tal vez mi generación fue el último nexo colonial. Perdimos los idiomas originales que todavía hablaban los padres, resultado de la crianza en manos de niñeras indígenas. Pérdida que carga en sí no necesariamente el olvido del lugar del que venimos, pero alejamiento. La abuela Neptalí, crecida en los tremendos paraísos de Ayopaya e Inquisivi, hablaba, aparte del castellano, aymara y quechua. Mi padre heredó el quechua en las casas solariegas que habitó, con criados y sirvientes. Nosotros, urbanos, nacidos después del 52, solemos comunicarnos en español, hemos cortado el vínculo con los que todavía están, desde siempre, allí. Sentirme proficiente en inglés y francés no quita la pena de no haber aprovechado unas lecciones de mi padre en la nativa lengua.


Arqueología familiar, y arqueología aficionada en familia. Muchísimo antes de que los silos de Cotapachi se hicieran famosos, detrás de la colina de Cota, sitio de la aparición de una virgen, la de Urkupiña, extrañamente en un lugar que sin duda fue sagrado por su potencial agrícola, ya buscamos en la infancia las ruinas. La referencia venía de un tío, Antonio Iriarte, erudito en asuntos precolombinos y rescatista de tesoros. Entonces había, en las márgenes de un río putrefacto, un cuartel militar. Horas de dictadura. Preguntamos si sabían algo al respecto y ni soldados ni oficiales tenían idea. Caminamos al borde de la laguna y buscamos entre los cerros, plenos de espinosos arbustos y áridos. Al fin, en un descanso, aparecieron las bases redondas de lo que había sido un granero incaico en tiempos de Huayna Cápac. Estaban ocultos, y había muchos, ninguno que se elevara más que la base de piedra que alguna vez los sustentara. Movíamos las plantas con cuidado porque el lugar estaba infestado de víboras con dos tonalidades de café, de cabeza triangular, venenosas. Hacían reminiscencia a las temidas copperhead de Norteamérica; quizá fuesen una variedad. Mi hermano Armando aplastó una, para llanto mío. Pero, el hecho de descubrir aquellos monumentos derruidos, ignorados, fue suficiente para olvidarlo.


Nombres, vocablos aymaras, luego quechuas, después hispánicos, cada uno guarda secretos que ya nadie puede dilucidar. Y a medida que avanza la cronología, el rodillo de la desesperanza, la corrupción, la cocaína, irán hundiendo los vestigios hasta donde ya no se los pueda encontrar.


Esto hablando de un pequeño sector del valle inmenso, a distancias no mayores a veinte kilómetros alrededor. Porque en cruz, disparándonos hacia los cuatro puntos cardinales, encontramos lo mismo, nombres que son invocación, ritual, melancolía y demencia.


En Lequepalca, donde fungí por meses breves como administrador del proyecto carretero Oruro-Confital, luego de la cena en grupo, y antes de acostarme en la sala comunal donde dormíamos todos mientras no se construyera campamento, salía a la noche oscura impresionante. Rodeaba los muros de su sombría iglesia, de los nichos sobre tierra en el patio religioso; me sentaba en la explanada que hacía de mercado en día de feria y sentía, no pensaba, el bullir de las sangres escondidas. Alguna vez me escapé a cenar a Caracollo, o más lejos hasta Patacamaya, a tomar ese profundo café concentrado que sirven en vasos de aluminio, y comer un rebalsante asado con arroz y mixtura de tomate con cebolla.


Contemplar a los achinados aymaras conversando en idioma asiático, ajeno a sus vivencias. Beberme el café, y a medianoche, porque nunca cierran, “agarrar” un camión de regreso a Lequepalca, escuchando las tontas o a veces atractivas historias del chofer. Llegando, bajar por el lado derecho y quedarme solo, sin ver a dos pasos, presintiendo la torre espectral a mis espaldas, los agujeros del cerro -minas caseras de azufre- y la tierra roja del lugar que se extiende hasta casi Oruro, hasta Paria, que en aymara quiere decir bermellón.


Combinar las palabras, las letras hasta pronunciar un nombre, parece, en la penumbra invernal de Aurora, casi un hechizo primitivo, y yo en calzoncillos de chamán iluminado, juego con ellos buscando el de dios, tal vez el mío.

2012


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Publicado en La ciudad de Cochabamba vista a través de viajeros y cronistas. Siglos XVI al XXI (Selección y prólogo de Mariano Baptista Gumucio), 11/2012


Texto incluido en el libro Crónicas de perro andante (2013), coescrito con Roberto Navia Gabriel, La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra.

 

El Cuervo, Jalisco


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar”

 

Olvidé preguntar a Teresa Trujillo Béas si en el rancho El Cuervo, municipio de Quitupan, estado de Jalisco, los había. Seguro que sí, ya que el parco Juan Rulfo los describe en esa imagen, no muy lejos hacia el oeste, en su Sayula natal, un tantito más allá de la vida y de la muerte.

 

Esta es la historia de Teresa, y de otras cuatro maestras jalicienses en su “año de provincia”, como llamamos en Bolivia al mandato obligatorio de enseñar en área rural. Año de espanto debiésemos decir porque El Cuervo, 27 temporadas atrás, era como el ingreso al Mictlán mesoamericano, la puerta del infierno.

 

Mucho hemos visto, y leído, acerca de esta zona que se convirtió con el mariachi en emblemática del país. Generalización, o reduccionismo, que intenta fraguar en un espacio grande pero no único, su inmensa diversidad. Pero valga para la exportación. Tal vez se necesita una muestra para explotarla en el exterior, y nada mejor que la música ranchera, de charros cubiertos de entorchados, de guitarrones, pistolones y tragedia para vender México al universo.

 

Que si la palabra mariachi deriva del francés marriage, como se ha especulado, no nos incumbe más que en la ilusión de creer que Teresa Béas, un día matrimoniada con Martín Trujillo, de Cocula, Jalisco, desciende de esos soldados franceses que decidieron quedarse en la región cuando pereció Maximiliano. Los Béas provenían de los montes Pirineos del Ariège y no sabremos cómo demonios se asociaron con las fuerzas del Habsburgo en la malhadada aventura mexicana. Quizá los arreó para Francia el Gran Corso, camino de España. Lo cierto radica en lo enriquecedor de las historias personales, cada una un mundo, cada mundo una narración.

 

Cuentan los indios coca que aquello de las fiestas galas en Jalisco es puro invento, en el sentido de que en ellos nace la canción mariachi. El asunto es mucho más antiguo y complejo, y hace referencias a los cerros que “cantan”, al ritmo sí de vihuelas europeas y de guitarrones con cuerda de tripa. Ya nos sacaron demasiado, aseguran, para permitirles esto más. Pero ahí quedan los descendientes, esos paliduchos de ojos claros cuyos ancestros fueron un día feroces legionarios.

 

A los dieciocho embarcaron a Teresa en una camioneta desvencijada en la plaza mayor de Cocula. Su destino: el Cuervo, nombre ignorado dentro de una zona salvaje. Las referencias hablaban de campesinado iletrado, de cuestas hermosas, soledad, pero al mismo tiempo del riesgo por el auge narcotraficante, que entonces, años 80, era tan dinámico como hoy, pero con la muerte no tan sistematizada y extendida según las estadísticas que rebalsan de cadáveres y sofisticaciones de tortura.

 

El vehículo recogió a las otras muchachas de municipios aledaños. Las discípulas de la filosofía educativa de José Vasconcelos iban a empaparse de país, penetrar los arcanos de México, siempre pre y post hispánico, siempre pre y post revolucionario. Las cosas cambian allí, pero se remozan y vuelven a aflorar como hierba mala. Los pelados siguen corriendo en huaraches y los petimetres comiendo pasteles de crema.

 

El Cuervo es un caserío, que de acuerdo a los informes cuenta en el 2012 con 232 habitantes. Poca gente para tanta actividad. Cuando visitando los pasos de Rulfo quise atisbar desde los altos de Sayula  las tierras hacia oriente solo vi cerros y llano, casi una maldición pagana interponiendo obstáculos al paso, a la mirada, al tiempo, vamos, para qué mentir.

 

Llegaron de a gatas, porque la camioneta andaba acorde con la época: desvencijada. La escuelita era un caserón blanqueado a cal, con una puerta enclenque para el supuesto dormitorio de maestros y un galpón sin ventanas y bancos que parecían construidos de leña salvada del fuego. Ni electricidad, ni agua. De una sucia manguera caían gotas de un líquido amarillento, que había que hervir y rehervir para no agarrar disentería. El tubo plástico venía de una fuente en el río lejos, que dependía de la altura que alcanzaba la corriente para que disfrutaran del goteo las ya aterradas normalistas.

 

Dos camas les ofreció el encargado que salió a recibirlas, no porque le habían informado, sino porque los visitantes no caían gratos por allí; para hacer hincapié en el mensaje, el tipo llevaba en bandolera un cuerno de chivo, AK 47 para quien no sabe, folklorizada con atuendos y coloridas lanas huicholes.

 

Dos camas para cinco, y tres frazadas. No había otra cosa. Y de la sierra en la noche bajaba el frío hijo de puta. Las maestras calzadas con medias de lana gruesa tenían que apelmazarse entre todas para dormir en rancio tufillo pero al menos con calor. Se quedaban ocho días corridos, sin bañarse. Luego tenían que agenciárselas para conseguir quien las llevara a Cotija, o en el mejor de los casos a Sahuayo, para de allí desperdigarse por sus pueblos y reunirse en par de días para la odisea del retorno.

 

Si por lo menos me hubiesen enviado a Chapala, pensaba Teresa Béas, la última francesa en aquel mundo de indios. Chapala significaba peces fritos, verduras horneadas, botes de paseo, aguas. Lo pensaba, cómo no, cuando se ponía en la boca el mejunje de soya en polvo retostada y con chile para darle algún sabor. La carne no caminaba por las mesas de El Cuervo. Nunca.

 

Jamás supieron cómo, porque El Cuervo no es pueblo de calles, los habitantes se enteraban de su llegada al disperso caserío. Los estudiantes aparecían uno a uno, por lo general con escuadra al cinto: revólveres, pistolas, grandes y pequeñas, que formaban parte de su entorno diario. Imaginaron las maestras que para defenderse en una tierra vasta y peligrosa, para cazar y alimentarse, para matar coyotes, para amedrentar al vecino. Costó mucho, fueron ocho meses, para que los convencieran de dejar las armas en casa y recibir a cambio lápices y cuadernos donados por el estado. Empezar fue lo difícil. Y Teresa no sabe, ni quiso saberlo, qué sucedió con las clases luego de que ella decidiera abandonar la enseñanza en el lugar. El martirio no se lleva bien con la beneficencia.

 

Las primeras noches se asustaron, porque el villorrio semi-desierto semejaba despertar de su letargo. La noche entera oían helicópteros, voces, ruido de motores, de ida y de venida. Sin ventana para espiar no se animaban a salir. Los niños evitaban hablar. Días, semanas, meses las hicieron comprender: El Cuervo sobrevivía gracias a la producción de marihuana, y los ranchos cercanos también. Los taciturnos hombres que por casualidad se cruzaban con ellas sin saludar, las cabezas gachas y el sombrero oscureciendo las facciones, producían sonido de metal al balancearse en el paso. Bien sabían ellas que se trataba de las ametralladoras escondidas bajo el poncho, de escopetas y mata lobos. Allí había una guerra no declarada y la tierra era de nadie. No autoridad, menos policía. El maltrato a las señoritas que enseñaban el abecedario a sus vástagos excedía lo ostensible.

 

Sin embargo no se veía nada. Humo sobre las casitas donde estaría calentándose el comal. Pero de las plantaciones ni vislumbre. El viernes les sabía a fiesta porque desde Cotija venía un paletero a vender sus productos: helados fabricados con dudosa agua y cuyo color daba impresión de pintura en la que se había revolcado los hielos. Rojo de frambuesa, amarillo de limón, chorreando y manchándolo todo con tintes que no salían ni frotándolos. Se relacionaron con el individuo, apenas un minúsculo asidero hacia un mundo que existía afuera. Tanto fue, que una de las muchachas terminó abandonando la profesión y yéndose a vender paletas por los municipios de la sierra. Cualquier cosa a la pesadilla.

 

No bañarse, que en principio alcanzó visos trágicos, resultó a la corta una costumbre. Cuando se ejerce violencia semejante, la de obligar a adecuarse incluso al salvajismo extremo, se pierden los linderos de la fe y se acepta todo como venga. La enseñanza se convirtió en carrera contra el tiempo, en la constante vigilia por algo, cualquier cosa, alguien, un automóvil, que significara noticias del otro lado, o que fuese opción de salir corriendo no importa por un día. Los ordinarios lápices apenas servían a los chicos para dibujar las letras. De Historia, nada; de Geografía, peor.

 

Sin agua para bañarse, las necesidades íntimas se realizaban en un cuartucho de madera, a cien metros de la escuela, en una falda desde cuya pendiente se podía ver aquello de lo que no se hablaba. El cagadero estaba perforado de hoyuelos en la parte posterior. Nadie lo corroboró pero eso olía a crimen, a alguien fusilado sin saberlo mientras dialogaba consigo en el momento más febril y menos decente de la vida de una persona. Gracias a esos agujeros, las maestras observaban a lo lejos los verdes campos de marihuana que sostenían a la población. Si eran tierras comunales, privadas, quién sabe. La pobreza de los campesinos no les daba trazas de ricos traficantes, a pesar de que las camionetas en las que cargaban las plantas eran la última moda de la industria de la Ford.

 

Había que huir de allí. Lo hablaron. Claro que tenían que presentar solicitudes de transferencia, y al hacerlo ser conscientes de informar lo mismo: las imposibles condiciones del lugar. Las cartas tardaron un poco. Una no esperó y se fugó con el heladero. Oyeron que pasaban la vida vendiendo paletas en lugares tan lejanos como Jilotlán de los Dolores, o en el tríptico de santos que si no recuerdo mal incluía a Santa María del Oro, San Cristóbal de la Barranca y San Martín de Bolaños donde finalmente los mataron.

 

Teresa Béas completó estudios mayores en Guadalajara y en algún momento, llamada por su consorte, emigró a Denver, Estados Unidos, donde la conocimos y donde ejecuta la chapuza de siempre amenazar con tequila sin jamás beberlo.

 

Así, por los azares de la vida, me interesé por un lugar perdido de este planeta hostil y melancólico. Y cuando tuve la opción de en una vacación visitar Toronto o irme al sur, hacia la nada, elegí esto, y husmeé -poco porque entraña gran peligro- estos rincones que todavía son de nadie. Y aproveché para visitar los fantasmas de Juan Rulfo, y conversé en secreto con su propio espectro.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), La Hoguera, 2013  

 

Wednesday, May 7, 2025

Blue Moon of Kentucky


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En un camino rural de Manassas, Virginia, bajo luna de luciérnagas y azufres de maríajuana, ebrios de medianoche, entramos a un bar, única luz de aquella oscuridad, para escuchar a un conjunto bluegrass de cowboys que interpretaban Blue Moon of Kentucky, vieja canción del sur que cantaran Elvis y Satchmo.

 

Fernando y yo, Miller etiqueta negra, Milwaukee Best, Miller rubia, Michelob, Pabst Blue Ribbon, baratas y tradicionales cervezas del pueblo. Colt 45 para matizar un condado propenso a balaceras. En la barra, hermosa como se veía Debra Winger en Urban Cowboy, ella, nombre inconcluso, desmitificado y evadido en las penurias del alcohol. Fernando toma su gran Cadillac clásico destapado y me deja en un albergue de carretera y marcha hacia DC. Las dos lucecitas de stop se mezclan con ulular de búhos y quedamos en la noche Debra Winger y yo. Camisa a cuadros, lencería rosa.

 

Me parece aún escuchar el ritmo del bluegrass, o banjo o grillos este silencio. He retornado a Norteamérica. Huí del camino de Sofía hacia el mar Egeo, me huyeron espectros de muerte que cabalgaban sobre las sendas de los Balcanes. Pañuelo en cabello llevaba la muerte, de colores imposibles de predecir, de vuelos sugestivos que solían marear más que la rakia, stronger than the slivovitz. Pensé en los escalones de la catedral de Betanzos. Ni sé por qué los pensé. Vasitos tras más vienen en fila de boy scouts y solo se frenan en la garganta dolida, inflamada de tanto beber.

 

Despierto y el sombrero de Debra Winger enseña presencia de la mañana. Campos cultivados de Manassas. Una camioneta campestre nos acerca a la ciudad y un beso sella el adiós. Blue Moon of Kentucky. Ni azul era la luna ni esto Kentucky. Ella, él, el estado, de colinas boscosas y rocas de filo cruel. Virginia muy diferente, planicie con cereales y hortalizas. Grandes aves que supongo gaviotas suben y bajan del suelo monótonas, tardías, piando en letanía vaya uno a saber qué. Pasa la muerte montada en una Silverado blanca. El conductor no sospecha siquiera que esta ida carece de vuelta. Sonríe la señora, lo hace con ánimo de kusillo. Manassas ya está despierta, olor a huevos revueltos con jamón, tocino y choricitos dulces. Me equivoqué, la luna está celeste al menos sino índigo.

 

Puerta rectangular de dos metros de alto. Da al jardín. De este al sol. Verde crecido de treinta centímetros, necesita de hoz o de guadaña pero de esos ya no hay, habría que robarlos de los museos de instrumentos musicales.

 

El pequeño Mazda 3 me lleva de lugar a otro. En Belgrado, a cuadra y media del hotel, compré un compacto de Goran Bregović, el álbum P.S. Estoy casi seguro que la mayoría del disco es en inglés con música serbia, de la región entera, de fondo. Tiempo de los gitanos, Emir Kusturica. Coros se alzan por encima de las aguas iluminadas de velas con flores. Monedas en los ojos de los fallecidos, acordeón de múltiples voces fúnebres, de movidas funambulescas. Los niños se esconden en cajas vacías de productos de mercado y avanzan, agujeros para ver, por caminos de tierra chillan como gallinas asustadas. Así corrían los malandras de la calle Uruguay con canastas sobre las cabezas. Un loro africano de pelaje gris gritaba en la puerta del mingitorio público: “Kusturica, Kusturica”. Se apaciguaba la sombra de Caracota y los mareados cuerpos se derramaban en raras posiciones de teatro pervertido. Con el filoso cuchillo limpio la mugre de las uñas, llenas de pan molido de robadas milanesas. Blue Moon of Kentucky. La gemela de la Winger baila botitas color piel con ribetes indigenales. Soy en parte cherokee, alega, pero esa piel de nube desmiente cualquier mácula. Sí, sí, claro, y los cuerpos recapacitan y ejercen lo aprendido antes de que asomen las luciérnagas y Manassas apague los caros focos citadinos. Neil Young, guitarra, sentidas letras del country y bourbon. Bourbon y Neil Young, bourbon y tú, cuando recién llegamos, Fernando y yo, a la puerta de la cantina gringa mientras la violinista de altas botas floreadas zapateaba el pie izquierdo y jaleaba el resto del cuerpo en énfasis sensual.

 

No estoy allí pero observo el brillo negro del Ponto Euxino. Leería el cartelón de Varna y sabría que casi estoy en tierra de Ovidio. Aquello se ha evaporado igual al rocío. De nuevo en Norteamérica, shrimps carmesíes en el mercado de productos de mar de Nueva Inglaterra. El avión sobrevuela Duluth, Minnesota, borde de lago, si es este en dónde se hundieron barcos no puedo asegurar. El nombre que parece nativo viene de un explorador francés y está relacionado con el laúd. Cuando los escandinavos de Thorfinn Karlsefni Thórdarson desembarcaron bueyes en la tierra nueva su grito aterró tanto a los nativos que crearon demonios de palo para contrarrestarlos. En este otro lado pareciera que la dulzura del laúd matizó las florestas del norte, los grandes lagos que se hielan de a poco y dejan correr el viento en carrera sin obstáculos. Nunca sabremos.

 

Montera tarabuqueña al lado del alebrije azul. La biblioteca que guarda mis libros regalados a la hija junto a manuales de lengua española. El texto se arrastra por tres días, la hermana y yo desde Denver a Miami. Apalachia, tierra de montes. La dejo allí, a orillas del mar cálido y monto de regreso camino de Kansas City. El llano, nombres propios de míticos poblados del Far West. Amarillo, Texas. Abilene. Ese villorrio donde ahorcaron a Tom Horn. Arbustos corredores se adelantan al bus y se pierden en horizonte, fuerzas vivas del desierto. Un lince trepado en la punta de una cactácea gigante. Extraño la Cruz del Sur, faro de nosotros, virgen de los desamparados, de los sicarios, ¡Salud!

 

El conjunto de cowboys del field work se cae de ebrio. Alternaron de todo, hasta Stand By Me. Música de la guerra civil, The Yellow Rose of Texas, el vocalista intentando imitar el bajo de Waylon Jennings. La cabeza de Debra Winger se halla cubierta por halo, luz en el reflejo de la delgada cortina del motel. Trajimos una botella de Jack Daniels y bebemos del gollete y de nuestras bocas bebemos bourbon sabor de labios, ungüento de pechos, crema de muslos para dolores de amor.

 

Azul luna de Belgrado.

07/05/2025

 

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Imagen creada por Rachel Minton 

Bitácora


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En la ciudad en que me sentí mejor fue en Sarajevo, descartando Betanzos y La Coruña que era como estar en casa. Ya a partir de Lyon, a pesar de que en esta estaban Renata, Zara y Pedro, el viaje en sí comenzó. Todavía un poco de frío. Largas caminatas de kilómetros por el Ródano y el Saona. Puente Masaryk, librerías con joyas literarias que compraría todas pero no es posible cargando maleta y mochila. No diría que disfruté del café y otras supuestas delicias. Me parece que las décadas en Norteamérica me hicieron práctico y dinámico, acostumbrado a otro tipo de existencia ajeno a la hermosa vetustez europea. Lo que hace la costumbre.

 

El Este ha sido diferente, a ratos hasta distinto. Eslovenia, casi una transición gradual de occidente a oriente, más tirando hacia el primero. He aprendido muchas cosas acerca de viajar solo. Este viaje difiere del de 2018 por muchas circunstancias, además de la ausencia de mis bellísimas amigas ucranianas. Aventura pospuesta hasta el momento de una mejor opción que puede ser pronta. Entonces retornará Odesa en su gloria, ya sin la estatua de Ekaterina la Grande en el proceso de desrusificación que sobrevendrá al fin de la guerra. Ansío verlo, por encima de todo Odesa, ir a mi hotel en la esquina de las putas, por llamar así a ciertas magníficas princesas que trepaban a los autos. Camino de la Moldavanka, solo unas cuadras en línea recta y ya el barrio mítico, mafioso, con tiendas de electrodomésticos y música a todo volumen. Penumbral de noche, muy poca iluminación municipal. Solitarios tranvías amarillos doblan, el chofer desciende, corre al centro de la calle, manipula unas palancas para cambiar la dirección del vehículo y vamos. Me gustaría saber fumar en este momento, entregarle un poco de bohemia al asunto, encuadre ideal. Entonces era muy feliz, acercándose el tiempo de la jubilación en unos años.

 

Hoy cambió, ya jubilado, pleno de vida y salud de hierro. Mucho de lo necesario para vivir bien ya está logrado. Falta el sujeto aromático y misterioso de la mujer al lado. Independiente, inteligente, no temerosa del cielo. Alguien con garra para adentrarse en el río de la Gambia o la ciudad medieval de Tambov. Aguas de Yerevan, Armenia, pasadizos montañosos que hacen referencia a Sergo Ordzhonikidze entre caudal de otros temas.

 

Aguantar la tormenta de arena a orillas del Takamaklan, acariciar ladrillos de las milenarias ciudades turcomanas que hoy pertenecen a China. Quién sabe si con los aires bélicos despertados en Cachemira ayer no se revuelva todo. Siempre ha sido zona de conflicto. Largas caravanas en la Ruta de la Seda, ruinas cubiertas de polvo que presumiblemente viera Heródoto.  El veneciano nota una nube de polvo, son los soldados del Gran Khan. Comienza la nueva historia europea y yo trashumo por sus remanentes en cualquier lado.

 

Estoy en la calle Meade y afuera se arrastra una borrasca invernal. En Denver muchas veces nieva hasta fin de mayo. Se podría considerar como zona de riesgo de invierno desde octubre hasta mayo. Mucho tiempo. Antes era también el país de las pieles, similar a la Bahía de Hudson, hoy ropaje chino adecuado reemplaza a martas y castores, enhorabuena. Recuerdo Sarajevo y me pregunto qué tuvo de especial para hacerla favorita. No se puede, ni debe, negar el peso de la memoria torturada, la guerra de vecinos que ensangrentó esta tierra. Sarajevo, ciudad sitiada, a fines del siglo XX una odisea obsoleta y cruel. Recuerdo la gran lectura de Ciudad tomada, de Víctor Serge, en la Petrogrado revolucionaria con caballería bashkir sobre los adoquines antiguos. He leído crónica y literatura de este medioevo moderno pero nada se iguala a la soltura y prosa de Victor Lvovich Kibalchich, poeta e historiador. Ya no se escriben libros similares. Soberbia opinión cuando no se ha leído, ni es posible leer, lo que se produce incesante.

 

Reflexiono acerca de cuánto pesó el Islam para que esta villa fuera tan acogedora y preciosa. Me sentí muy a gusto entre mezquitas. Muchachas con el cabello cubierto con un pañuelo, sin la obligatoriedad macabra de los radicales. Granadas cubiertas de chocolate turco ayudaron, no lo dudo, y platos sofisticados de comida bosnia. Yo que he visto Ucrania y sus beldades quedé impactado por la profusión de hermosas mujeres en Bosnia Herzegovina, también en Serbia con la salvedad de que estas carecen de esa gota que viene desde oriente para ensombrecer ojos y tez. Altas, altísimas, de metro setenta y cinco a metro ochenta y creciendo. Mis amigos bosnios de Denver eran muy altos, los hombres, pero acá ambos géneros semejan torres de carne única esplendorosa.

 

Bajaba de una de las colinas en donde se situaba mi hotel y caminaba mañana y tarde hacia el centro por kilómetro y medio. Disfruté. Vi sitios históricos sin ánimo turístico pero dediqué mi tiempo a sentir la ciudad, los efluvios que de Joseph Roth venían y de autores de la época, Zweig, von Hofmannsthal. Balcanes, sí, pero Centroeuropa. Vetustos edificios con más vetustos parques alrededor. Podían ser Kiev o Kharkiv, podían ser los alrededores del teatro griego de Poltava, con Irina mirando hacia la estepa por donde llegarían los rusos. Lo mismo en Belgrado y en Ljubljana, espectros del pasado soviético. Dormitorios que espeluznan por lo breves, herrumbrados sistemas de aire acondicionado, niños mugrientos, arena de sospechoso color, resbalines de tinte ido.

 

Por Belgrado, barrio de Zemun, gitanos con carromatos tirados por caballo recogen desechos metálicos, pepenadores del nuevo siglo con todavía costumbres ancestrales y cabello renegrido. Extrañaré no haber ido a las pequeñas ciudades moldavas, con dinastías de reyes rom y muchachas danzantes de rojo vestido cantando Selen Selen. No pude seguir la huella de Leonard Cohen y retratarme con una amiga rumana de gloriosas tetas mientras escribe. Bueno, cada uno tuvo ya lo suyo en vida y ni siquiera el fabuloso Apolo puede obtener lo que ansía en su totalidad. Tetas van y vienen en elocuentes o desgraciados movimientos del reloj.

 

Sarajevo, aquí sí he de retornar. Café otomano y sofisticada repostería de sabores milenarios. Ese polvo que se acerca son los guerreros del khan Kublai. El desierto de Gobi como manta marrón inamovible y plácida. Giro de izquierda a derecha la cucharilla para derretir el azúcar morena. Observo, largas piernas cruzan enfrente y me digo de la ineptitud de Dios de hacer las cosas sin tanta complicación.

07/05/2025

 

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Imagen: Sarajevo/Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2025