Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hermoso cuadro de Rudolf Levy, nacido en Stettin (hoy Szczecin) y muerto en o camino de Auschwitz. Naturaleza muerta. ¿Acaso los montones de cadáveres insepultos, demacrados hasta la muerte, ajenos incluso a la descomposición porque quedaba poco o nada para destruirse con los elementos, se pueden considerar lo mismo? Naturaleza muerta… que asocio personalmente con Cézanne y Matisse. ¿Dónde en todo este gris sepia del final hallo sus colores? Cuando llega el fin del color suele ser ya demasiado. Y sin embargo en las geometrías de Malevich hay arte de dos contrastes, lejano a la opulencia colorida de Derain o Vlaminck.
Hablar de
Auschwitz, como otrora hablé de Bełżec,
esta última localidad resabio del primer viaje, con Tatiana en el círculo que
no se cerró entre Ucrania, Polonia, Bielorrusia y Rusia. Nombraba, lo sé, no
solo a Belgorod sino a todo lo que es hoy frente de guerra en la región
oriental de la república de Kiev. Vinnytsia y Zamość, vaya si recuerdo, junto a
los mugidos primigenios de los últimos bisontes que no exterminó Ludendorff.
Lo dije ayer, fecha aciaga. Irina se fue a los cielos justo un año atrás,
unas horas antes que estas que pesan en el instante. Los árboles no han
cambiado de verde; una maniática ardilla muerde la corteza; se escucha golpeteo
de pájaros carpinteros. En el río de Poltava canta el ruiseñor.
Las opciones en este viaje, luego de Galicia y Lyon, tendían a escindirse
en la región central de Europa. Una iría camino del norte, a Polonia y los
países bálticos, que pueblan mis sueños desde muy temprano en la niñez. Tengo
que ver Vyborg. Ni hablar de las tres capitales, cada una con un manto onírico
cargado de estrellas sombrías, lagos de Estonia, bosques de Lituania. Resuenan canciones
en yiddish de los partisanos hebreos de Vilna. Poblaciones que en buena medida
fueron cómplices del genocidio. Quién allí se libra de pecado. No justifica ni
un ápice de lo hecho, de la violencia ejercida. Pero detrás de los chacales
sangrientos hay historias que valen, los talmudistas de Vilna entre ellos,
suerte de nueva Jerusalén; los guerrilleros…
Ese el camino del norte, rumbo a la estrella polar, la que brilla sobre
la mugre de Murmansk en el mar congelado, el de Leviatanes imposibles, peces
con armadura de hierro y soles desperdigados, tantos que los llamaron luceros.
Gritan en la taiga grupos de renos semisalvajes. Gritan porque nadie los
escucha, porque hace frío y la soledad se muestra en casuchas abandonadas, sin
puertas ni ventanas, ni niños con botas de cuero agitando nieve eterna, tan
profunda que de los alces gigantes enterrados solo se ve los cuernos.
Hacia el sur venían sendas de sol, a pesar de que al elegir Ljubljana
había optado por aire fresco nocturno, cuando la noche me agarraba descalzo en
el teléfono por dos horas hablando de arquitectura, cine y jardines con
cultivos de hierbas frescas: paico, mejorana, hinojo, eneldo, antigüedades chinas
todavía utilizadas en guisos, lechugas de diversos tonos, del intenso verde de
mantis religiosa hasta el rojo jaspeado de maestros renacentistas.
Leí, tanto de eso, acerca de cierto affaire que tuvo Milovan Djilas en
Eslovenia. Si los jóvenes de América del Sur no conocen a Tito, mucho menos a Djilas, pensador
inteligente y rebelde. Hablando de Tito, y en las digresiones que me apasiona
hacer, una película que me gustó muchísimo: Tito
y yo (Goran Marković, 1992). Yugoslavia. Reminiscencias del culto a la
personalidad en su auge de los años 50, exhibida en los cines justo en el
momento en que el país se resquebrajaba y afilaba envenenados dardos
fratricidas.
Lindo tiempo
allí. Belleza de los canales. Sonido permanente de campanas que desde sus altas
torres expandían el sonido hacia los bebedores de cerveza del puente del dragón
y los vendedores de naranjas. Llovizna que he traído en la mochila desde Lyon.
Como dios o diosa griego del rocío, no me apetece buscarlo ahora para saber.
Rocío, que no escarcha. Me revuelvo en cama, agarro las dos almohadas, sueños
recurrentes han convertido este viaje en algo especial. Una y otra vez Álvaro
Cunqueiro, escritor gallego que amo, trae misteriosas historias de la más
preciosa tierra de España. Sin embargo despierto en Eslovenia y con inglés me
ayudo a hacerme entender que quiero dos huevos de desayuno, que no deseo otro burek
como el de anoche que vino cargado de pesadillas de novias desnudas y profundísimos
cañones, quebradas de insoportable eco y paredes de índigo, casi igual a un
viaje con hongos de los que relata mi amigo. Con Pink Floyd de fondo. No eran
la Barranca del Cobre ni la hendidura de Torotoro sino más bien rendijas de la
inquietud.
En
Jasenovac, Croacia, también la gente atormentada era naturaleza muerta, más con
tonos de Chaïm Soutine y sus animales
carneados, hasta Rembrandt y el sollozo de los dibujos de Käthe Kollwitz. El
único color primario era el de la sangre y de allí variaciones de coágulos,
pedazos, pingajos, tripas, miembros cercenados, lenguas privadas del grito que
ni a los renos de la tundra se priva. Y varios demás menesteres del horror. En
Zagreb, bastante antes que Jasenovac, bebo un café con un tipo de empanada que
no hicieron ayer. Busco un ascensor que no existe. Tengo que cargar veinticinco
kilos grada por grada y arrastrarlos luego. Puedo, pero supuestamente me
cortaron la espalda aunque no se nota. Igual, si me quebrara en dos nada podría
hacer ni nadie ayudarme. Otro icono más de la fragmentación humana entre las
bestias. Llega el bus que anuncia como destino Vukovar, ciudad martirizada, y
me afirman que sigue a Sarajevo. Muestro en el teléfono el código en donde está
registrado toda mi información (se me pone piel de gallina). Me hacen colocar
la maleta pesada en el equipaje yo mismo. El chofer, de unos cuarenta años, se
señala la columna vertebral y casi llora. Le señalo la mía, casi lloro y a
darle. Allá vamos. Creo que mediodía, un poco después. Zagreb. Tanto por decir
y poco que escribir.
Nos acercamos a la frontera bosnia. Busco en la red el nombre y me
aterro. Allí hubo un campo de concentración de mujeres. Me niego a enfangar el
texto con más letras mórbidas. En ambos bordes me sellan rápido el pasaporte
norteamericano. Los guardias sonríen, bastante mullidos se ven, rozagantes,
chaposos. Ni comida ni mujeres han de faltarles, así sucede con policías y
magistrados. Casetas de comida dignas de cualquier parada de bus sudamericano.
Antes de desaparecer en Auschwitz, Rudolf Levy me envía esta pintura
recomendándome que la ponga al sol y la riegue igual a una planta, que si no se
riegan los colores a diario pronto se convierten en muros. Le Mur, de Jean-Paul Sartre, y el destino de los fusilados…
Va por ti, Irina…
14/05/2025
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Imagen: Rudolf Levy