Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ha retornado la paz. Con ella, la lluvia. Fresca brisa llegaba desde el Tunari. Allí, detrás de las apachetas, se humedecerían los musgos y los pies, de caminar en el lugar, se hundirían hasta los tobillos. En cada humedal que desde la cumbre baja hasta el pueblo de Morochata, luego de haber dormido en la subida de la quebrada de La Llave, apenas encima de Anocaraire, en un aire que todavía huele a aromas ingleses y catalanes. El blanco acallanto que se levantaba cinco metros por la colina seguramente permanece, ajeno al tiempo.
Arroyos que
remojaban piernas; acantilados del río y muslos pálidos. Los puedo ver desde
esta distancia del quinto piso: el cerro de los huacorretratos, la roja tierra
de Viloma, el amarillo sutil, matizado de eucaliptos, de Pandoja, justo antes
de la curva desde donde se observa ya la anciana torre de El Paso. Huele a
retama, huele a cascajo, gris piedra modelada por el agua, olorosa como planta.
Aquí en el
lugar en que estoy parado, cuando este edificio no existía, estaba la casa
grande de los padres. Precisamente me encuentro en lo que sería su dormitorio.
El cabezal de mi cama correspondería a la ventana desde donde se veía saltar a
los chiru chirus y los jilgueros macho de cabeza negra comían semillas de la
flor llamada laphia extranjera.
Está
chilchando, diría el pueblo; llovizna que se hace a ratos falsa tormenta. Casi dos
años que llegué aquí, luego de treinta y cinco afuera. También me recibió la
lluvia porque era octubre, tan mojada la tierra por las lágrimas de mis hijas a
las que dejaba después de décadas en que peleamos con uñas y dientes para estar
juntos, por encima de jueces, policías y gente reacia. Vencimos y ahora que me
voy, lloramos, sabiendo que es lo mejor. Dos años de entonces. Un primer año de
cirugía y convalecencia; el segundo de Betanzos a Belgrado. El largo camino de
Munich hacia Denver. El retorno. Ha regresado la paz pero le falta mucho para
consolidarse, apenas es un maltrecho emblema que flota, valga la imagen
histórica, sobre un Reichstag incendiado.
Contemplo
la penumbra elevado por encima de la que fue casa de mis ancestros, la que se
construyó dormitorio por dormitorio, cien ladrillos por cien. Estando en
conserjería, ya la medianoche, me senté en el sofá de marrón claro del
vestíbulo y conté mentalmente pasos desde la calle para situarme dentro del
hogar. Sería el comedor, la larga mesa de doce sillas de mamá. Llovía con
persistencia. Un taxi acababa de dejar el edificio, sus luces titilaban
golpeados por canicas. Iba camino del oeste, al lugar por el que los quechuas
invadieron el valle aymara. Yo quedé contando con los dedos, izquierda,
derecha, algo así como marchando. Abriendo la puerta del hall, eludiendo las
sillas de mimbre, abriendo el gran refrigerador verde para ver qué hay, tomar
cualquier libro, hojearlo, mirar el ventanal por el que al amanecer cruzan los
ladrones.
Otra noche
ha avanzado. Nos invaden las noches pero nada más lindo cuando hay
tranquilidad. Otra cosa fue en el largo camino entre Lyon y Ljubljana, en los
stops en donde choferes y pasajeros hablando en lenguas extrañas fumaban y
conversaban. Eran amables conmigo, les parecía raro que un hombre de mi edad anduviera
en semejante periplo de países sin rumbo fijo, como en un viaje al jardín de
las Hespérides. No lo entendían, qué buscaba, qué esperaba encontrar, qué vería
en el mar Negro. En la oscuridad no se notaba mi pesadumbre. Preguntas sin
respuesta específica. No había manera de hablar de Panait Istrati o de Ovidio,
no cabía, excepto por una alta mujer que fumaba más que camionero y que podía
compartir cosas: Ivo Andrić y Danilo Kiš... Vivía en Ginebra, nacida en Mostar,
rumbo a Belgrado a ver a su madre, su “amado Belgrado”, lo llamaba. Después
supe por qué. Tiene una bandera de Palestina en su portal de redes; Mostar está
en Bosnia, la villa del famoso puente sobre el Neretva. Pensé en ir pero los
hados habían cambiado y ni siquiera tomé el camino de Bulgaria. Se esfumó el
agua del Ponto Euxino, ya ni me interesó Heródoto, ni Pausanias que no escribió
sobre el mar Negro sino sobre el Peloponeso pero a quien consultaba seguido en
mis sesiones oníricas.
Buscaba
alguna cita de viajes en León el Africano,
de Amin Maalouf, y encontré un delgado fajo de falsos billetes mexicanos, Emiliano
Zapata de corbata, y una foto con Ligia en el Vesuvio Café del San Francisco de
2008. Cerré el libro leyendo que “aquel año cayó Melilla en manos de los
castellanos…” y recordé. Barrio de North Beach, icónicos lugares de la era
beat. Los patrones explotaban eso. Muy cerca estaba la famosa librería… Después
nos fuimos a bailar salsa al centro con Elmer y una amiga brasilera. Noche de
cerveza y trópico. Y hotel chino con desayuno americano. Vaya historias, me las
habrán contado o en verdad las viví. Me guardo detalles íntimos del porqué de
aquel viaje, de lo intempestivo que fue, dejando la oficina en la mañanita e ir
al aeropuerto. Los repartidores de periódico estaban exaltados, ofrecí bonos
aquí y allá, cubrí todo lo necesario y zarpé. Barcos de los aires. Roma a
Estambul, Kiev a Denver, La Coruña a Lyon.
Quiero creer
que dialogo con mis padres y con mi hermana en estas alturas de casa. Mi piso
solo tiene dos grandes departamentos, el mío y, en el otro extremo, el segundo.
Por tanto es un sitio muy tranquilo. A veces abro la puerta a la noche y cuando
se apagan automáticamente las luces estamos los cuatro en silencio, bebiendo
café con panes hechos por papá según receta de la abuela. Quiero creer que
felices somos, que hablamos de los últimos acontecimientos y las incesantes
preguntas de qué he visto en mis viajes, de si miré Edirne o bebí vermús en
Madrid.
La fecha de
la fotografía con Ligia dice veinte y dos de agosto de 2008, tiempo muchísimo y
qué fue de nuestras vidas. A veces nos enviamos una nota de felicitación. Se
nos olvidaron los hoteles asiáticos y las tórridas plazuelas. Hoy juegan los
jóvenes baby fútbol allí. Treinta años atrás un cielo pintado de amor.
Escucho
abrir y cerrar de puertas. La gente se alista para dormir. Frente a mi ventana
hay una pizzería que siempre está vacía. Yo que tuve negocios de comida conozco
el intenso dolor de no vender. Me acuerdo pero no quisiera volverlo a vivir.
Horas y días de duro trabajo, de Aurora a Lakewood, de Denver a Leadville.
Pueblo de plomo pueblo de plata.
Vi un
documental de la Revolución Francesa. Saint Just era el ángel de la muerte. Lo
mismo que Mengele. La cuchilla se pone motosa de tanto cortar cabezas y Sansón,
el verdugo, levanta iracundas quejas.
26/08/2025
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