Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Vi el Paraná anegado en 1975, con el tío Carlos Coqueugniot en Santa Fe. Ahora lo vuelvo a ver, magnífico, aguas desbocadas con misteriosos peces revoloteando en su interior.
Lunes por
la noche, cuando la luna es nueva incluso mermada, mientras leyendo a Schwob en
la terraza del piso ocho rememoro el aroma y la vista se hace diáfana en tu
naturaleza soberbia. Dos lámparas rojas provocan una luz cruzada, en intento
cubista de transformarte. Hablas en lenguas, eres sujeto bíblico de la estirpe
de Caín, de la manzana carmesí que muerde la sierpe y se envenena con las
vilezas del hombre. Trastoque de simbolismos milenarios, desafío del paradigma,
prohibido ingreso a la luminosidad del mundo de sombras. Eres la increíble
paradoja, quien vive cinco días y dos muere, áspid que se pica a sí misma
vacunándose contra la muerte total.
Flotas,
camalotes de estío, colectivo de desechos vegetales que arrastra el río, que
lleva consigo enroscadas yayaracusúes, algo como que no fue el verbo el que
corría sobre las aguas sino el pecado, transportando la solidez de los muslos y
la magia que enloquece a los hombres, la floresta desnuda, la nunca platónica
caverna de las ilusiones, la ira y el desdén, el fuego que destruye, la ceniza
que humea, la escarcha que apacigua. Islas de víboras de ojos diamantinos
buscando un destino que será cualquier orilla, un muelle que incluso despejado en
principio será de brumas, haciendo en este juego de palabras un homenaje a
Pierre Mac Orlan. Como contraste la lluvia, el hombre que observa bajo su
modesto refugio y escribe, el niño que se pesa al fin de ser huérfano,
solitario en medio de un delirio de vida.
Ruidos de
la noche, un ladrillo que cae al azar de la construcción contigua. Sin croar de
cuervos, sin zorros atentos a cómo cambia de faz la luna.
Aquella me
dice que descienden jabalíes de las laderas a abrevar en donde un cormorán de
alas crucificadas toma sol y se eterniza en el instante; en donde el amor fue
sueño y se desvaneció.
La nave
gira por geografías extensas. Del bosque nórdico a la selva ruidosa. El turbión
del Paraná baja desde Ciudad del Este hacia el sur, a las llanuras de la pampa
húmeda, hacia el año 1975 de acompañante del tío en un Torino blanco de lujo.
Allí me regaló un carísimo Longines que tenía en la bóveda asegurada, el mismo
que perdí en pelea de perros a inicios de la calle Baptista ¡tanto tiempo
desencajado!
Tu vientre
se recuesta sobre almohadas azules y se perfila pálido con el fondo oscuro de
las sábanas. El sol de las nueve asoma de costado, suena el río como si lo
hubiesen hecho enojar, llena el aire de olor húmedo, de antiguos lodos e
inmemoriales pasos anfibios. Llega un momento en que no sé si eres tú quien se
agita o el Paraná inundó hasta el dormitorio. El año setenta y cinco, del
diluvio, semejaba un mar sin orilla opuesta. Lo mismo ahora, mar, mar, sin
haber probado sus sales, solo percibido el misterio de tus corvas que
extrañamente se mueven.
En una
pequeña biblioteca de Arlington, Virginia, leí las notas de Svetlana Stalin
sobre su padre. Escribí unas líneas al respecto. Buen libro. También detalles
de la guerrilla tupamara, asunto que ahondé luego de comprar en Hispania Books,
distrito de Adams Morgan de la capital norteamericana, las actas que enumeraban
las trágicas e infantiles acciones de este grupo armado. Pero, sobre todo, en
esa pequeña biblioteca de Arlington, Virginia, a la que llegaba manejando una
bicicleta prestada que tenía solo un pedal, leí a Horacio Quiroga.
Se
apaciguan las aguas, aflora la mansedumbre del placer y su pizca de hastío.
Poco queda luego de ese destello; a veces el vacío, el tomar un bus de retorno
llevándose de vuelta a casa ni siquiera el recuerdo sino la certeza de que si
no hay asidero de dónde agarrarse, no hay nada, que las horas pasan y traen los
años. Cierto que el Paraná estalla turbulento pero la mayor parte del tiempo es
colchón apacible de colores turbios y de precarios sonidos que producen los
peces saliendo a respirar. Entonces qué, pregunto, viendo tu figura en arco. Si
fuese pintor podría convertirla en eterna; mereces un Tiziano. O, serás como
casi todo en vida, espejismo. No hubiera sido un mirage el cormorán de entonces
en medio de una roca del arroyo helado. No, eso hubiera sido lo más cercano a
la eternidad, sin ánimos religiosos, la felicidad vegetal, la libertad bien
entendida, el amor sensual y una paz con textura de helado de vainilla.
Colina
arriba era casi imposible ir con la bicicleta de pedal único. La arrastraba, en
la espalda mi mochila cargada de libros, hasta que en una hora de periplo
similar llegaba a mi departamento de North Monroe Street y me ponía a calentar
latas de corned beef. Modesta silla y mesa modesta. De la ventana se ve la
calle Monroe que lleva directo a la estación del metropolitano en Virginia
Square. La nieve arrecia, las rojas ardillas apenas corren por los tapiales, se
guarecen de la helada. Allí abro las páginas del trópico, la sensación del
calor. El hielo toca los vidrios y hace taptap.
Arreglo la
cama, la tiendo, intento percibir los rastros del aroma, cierro los ojos como
el perfumero asesino de Patrick Süskind. Me elude la epifanía y apenas me
dedico a disipar el polvo que entró por la malla milimétrica. Vuelvo a lo
fugaz, el fuego de artificio del sexo, el largo y cansino después, el acostarse
con humos que se evaporan y quedarse sin nada, minuto a minuto, mes tras mes,
un incansable té bebido en taza rota en el mesón del sombrerero loco. Mejor dar
reversa y retornar a la realidad, salir del agujero que nos prometía mundos de
maravilla, encontrar que las briznas que calienta el sol y donde te acuestas
valen su peso.
Beber a
sorbos, como leer a Lytton Strachey observando a Dora Carrington (en mente
aquel precioso film inglés: Carrington,
Christopher Hampton, 1995). Tú, yo, el cormorán, viendo de la mano ambos el
descenso del poderoso río camino del sur. En un bote avasallado va un
hombrecito de blanca camisa. Busca las hojas, los musgos, los helechos…
17/08/2025
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