Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hoy que el Paraná no baja en turbión, que apenas sobre sus desmalezadas orillas crecen briznas de pasto, me he sentado en bancos antiguos de la universidad, maderos de amores idos, a leer a Konstantin Paustovski, oyendo en los tributarios del Volga graznar a las zancudas y observar estrellas colgantes como monedas de plata en el alba inmensa. Hacía hora para los prosaicos avatares de la vida diaria, aquellos, sin embargo, que de realizarse me darían un amplio margen de movimiento, que me embarcarían en la estación de Tashkent hacia lo que sé y busco. Entre otras cosas, solo para mencionar una apasionante Asia Central.
En el taxi
sonaba una morenada de esas modernas. Chac chac, chac chac, chac, como el dios
mexica de la lluvia. “Esta noche volveré a bailar…”. Entre café expreso y
lustrarme zapatos escuché con deleite a la banda municipal vestida de azul
oscuro, tono que en las plantas de Paustovski toma matiz casi negro. ¿Cuánto ha
pasado desde entonces? Desde que en este lugar leía el retrato como perro joven
de Joyce y Francine aparecía con cuerpo de reconciliación. Una amiga me
mencionaba Leeds en mensaje de voz, preguntaba por la hermosa inglesa, por aquel
1988 de intensa cronología. Cuarenta años atrás, casi anteayer.
Jimi Hendrix canta: “And so castles made of sand/Fall in the
sea eventually”.
Teoría del
desmoronamiento, me pregunto. Pero acá estoy, ha cambiado algo la geografía
universitaria pero básicamente siguen ruidosos jóvenes contando monedas para
pagarse el almuerzo. Si no leo a Joyce en este momento, según bien podría ser,
es porque aquel libro anda perdido en cajas gitanas. Aparecerá o no ya queda
como detalle sin importancia. Ahora acompaño a Masha, muchacha personaje de
Paustovski, camino de Kamishin. Miro en lontananza y no se percibe que el
magnífico río baje en avenida desde el Brasil. Aprovecharé el tiempo, tal vez
no me alcance para descolgarme del puente internacional entre Laredo y Nuevo
Laredo, quizá ni me alcancen las manos para cumplir un destino que, pero y de
todos modos, no tiene por qué ser mortal. Si se da, se da, y lo contrario no destruirá
nada. Hay cosas que se posponen, otras que terminan y mueren. Tanto de uno y de
otro ha fluido alrededor que la pena no puede pintarse de oscuro para siempre.
Páginas de
mi libro que se lleva el río, elimina la tinta, el blanco del paisaje, se hace
masa húmeda, y no que no tenga la belleza que puede poseer una obra literaria
pero permanece efímera. Las aguas tibias descienden por los vericuetos del
verbo y lo ahogan en dulce suicidio. Ni cómo esconderlas, el panorama vive
expuesto al sol o a la luz eléctrica. Los Rolling Stones prestan su ritmo
caótico y todo perece, a la vez que nace, en la inundación.
Quería
hacer unas notas a Paustovski pero extrañamente perdí mi lapicero. Anotaciones
al borde de la lista de compras: uvas rosadas, pollo trozado, palta tipo Hass,
el Volga, la Unión Soviética, un piloto héroe y una beldad campesina. Por aquí
pasó la guerra mas las plantas continúan creciendo y hacen ruido por la noche,
iguales a hormigas roedoras que derriban árboles a modo de castores.
Me preparo
con lentitud para salir de nuevo a la larga reunión con el sindicato agrario.
Yo que leí a los Flores Magón, que cabalgué con Villa desde Ojinaga al sur, con
Zapata y Felipe Ángeles, no reconozco en estos a nada que se parezca al
sindicalismo al que me acostumbré. Fui sindicalizado gráfico en Bolivia y
miembro del sindicato de trabajadores de la comunicación en Estados Unidos, por
décadas. Lo que se presenta es salvaje capitalismo puro y nada más. Sin
reivindicaciones agraristas ni lucha social, el imperio de la fortuna, riña de
gallos en cualquier palenque que filmara Arturo Ripstein. Leí a Scorza y
seguíamos la guerrilla de Hugo Blanco como la de Ñancahuazú. Sacaban los
cadáveres hinchados de Vado del Yeso y ahora el dólar y la coca blanca rigen
los destinos de lo que otrora fueron ideas. Y en este asco hay que bailar.
“Baby,
baby, baby”, siguen los Stones. Ella se insume en la sombra. Su nombre cambió a
crepúsculo, su apellido a penumbra. ¿Has visto, acaso, a tu amada parada en la
sombra? Mal parafraseo una famosa canción. Es que el tiempo apremia y a
mediodía ha llegado la medianoche con maletas de neón, casi una fiesta
setentera en donde cubrían los focos de terciopelo para dar aire de anochecida
a la tarde tórrida de limonada bailando a Los Iracundos.
Desde la
pampa húmeda me piden que les cuente algo. He estado recordando, narro, cuando
en el largo viejo Cadillac descapotado íbamos por la noche de Virginia haciendo
alto en bares con música en vivo, lunares brillosos, luciérnagas del océano
opaco. Con Fernando Vargas íbamos. Nos detenía una banda de bluegrass y gringas
borrachas derramaban cerveza lager por el piso. Había cowboys como había civiles.
Núcleo de la Confederación; dos bolivianos en tierras de Robert E. Lee, hasta
en lo profundo del Shenandoah, donde duerme solitario el brazo de Stonewall Jackson.
También cuarenta años se deslizaron por la pendiente de greda húmeda.
Steppenwolf, Leonard Cohen, Creedence Clearwater Revival. Fernando tomó un bote sin destino a
orillas del río Potomac. Nos vamos quedando solos pero no es lamento de viejos.
No, porque seguimos secando las cervezas de entonces, continúan como torrentes,
se oye el Paraná tronando a ritmo de bachata. No morimos, cambiamos, seguimos
la prédica del decapitado Lavoisier. Tetas de ojos mustios…
No era
aquello el sombrío panorama de algún filme de Tarkovski; era exuberante. Sacábamos
dólares del bolsillo que habíamos ganado en el trabajo duro y podíamos invitar
tragos a muchachas que apenas podían pronunciar tu nombre. El reloj
desapareció, nada marcaba las horas. De pronto, al amanecer, la gran ciudad se
abría y crecía un domingo, un fin de semana en que me tiraría en cama vestido,
tal vez me visitara la pelirroja que se hizo importante, fuera uno a saber la
manera en que se arrojaban los dados.
Eso,
respondo por escrito a las preguntas de Santa Fe, fueron los años mejores.
Leeds se había herrumbrado en la memoria. La última vez que hablé con Francine
me quedé dormido. Y sin embargo la amo, cuarenta años recorridos, y nunca más
sus azules ojos de aguamarina. La perdí en el manejar interminable del Cadillac
por nuevos mundos, difícil sustraerse al encanto del descubrimiento. Vicio del
oro, del placer. Y mi último amor en la penumbra, hablo conmigo mismo sin
interrogantes, dónde está. Sé dónde, muy dónde sé y cómo va diluyéndose,
acuarela del año veinticinco, día que pasa.
Me hablaste
desde un bar irlandés. Estabas en York y caí en sopor, el príncipe consorte que
no despertaría para levantar a su amada del panteón de flores. Bueno, tarde ya,
comienza el jueves y van perfilándose
panoramas inéditos.
Volga,
Potomac, Paraná, voz de ríos terribles, cantos a su vez de ruiseñor, el de
Oscar Wilde y el de los campos balcánicos. Escribo. Te escribo. Les escribo.
Adiós, y si es para siempre, también para siempre, adiós, más o menos decía el
poeta Andrés Ady. No estoy allí, ni estaré. El horizonte se luce de arcoíris y
las piernas me sostienen con más firmeza que ayer.
25/09/2025
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Imagen: Hundertwasser
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