Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Mi cocina tiene aire similar al del desierto de Sonora. Suculentas y cactáceas que solo necesitan un solitario lince para hacerme dormir y recordar la fría brisa del muerto crepúsculo. Roy Orbison suena lejano en Only the Lonely. Antes de emigrar de vuelta a Bolivia tuve que destrozar, de nuevo, mi biblioteca. Un sector que sufrió fue el de los libros en inglés, entre ellos decenas referidos a los nativos americanos, no solo en la épica de la resistencia sino hasta en el tejido de canastas. Mangas Coloradas, claro, y los mescaleros; el peyote que se extiende de Arizona a la sierra tarahumara, las huestes de Victorio y cómo construían sus teepees los cheyennes. Ensayos, libros históricos, testimonios de ancianos jefes, guerreros del tiempo, negros caballos de los soshones, la contradictoria actitud de los arikaras, llamados reekarees, ya extintos como los mandan, creo. Todo aquello donado a bibliotecas, a vecinos interesados, a Bill que al lado de Borges leía mitología de los indios de las planicies. ¿Dónde están mis maravillosas kachinas que mi esposa no comprendía? Cabezas de barro navajos y cuero de búfalo de otros, de precioso marrón oscuro brilloso.
Blue Velvet de
David Lynch. Roy Orbison está
con In Dreams ahora. Cómo ha cambiado
el mundo desde 1989 cuando llegué a los Estados Unidos. Mis cactos enanos
fueron algunos muriendo mientras me ausentaba unos meses en suelo balcánico. Cuento
a una amiga acerca de ciertas callecitas de Sarajevo. Reviso fotografías, el
camino hacia un supermercado porque una mujer musulmana de mediana edad me
pidió comprarle alimentos básicos para sus cuatro hijos. Estaba en aquel
momento en el teléfono con mi hermana de Chicago y ella aconsejaba no ir,
podría ser una celada, alegaba. Pensé, como tantas veces lo he hecho en
momentos similares del exilio, en qué podría perder ¿la vida? Tal vez y no por
desapego a vivir, aquello no me quitaba el aliento. Fui y compró mucho. Me
miraba mostrándome productos. Me hice entender que comprara lo que quisiera. Vi
galletas de chocolate y cómo no habiendo niños, carne y verduras. Cereales. Más
tarde me las compraría yo también. Al final dos carros llenos del mercado y la
gente molesta porque la cajera tenía para largo con eso. Equivalía a doscientos
dólares. Los pagué con marcos bosnios de los que me quedan billetes todavía en
medio de páginas de libros. Quiso besarme las manos y le hice el quite. Elevó
las suyas hacia Alá en plegaria y la ayudé a tomar un taxi que pagué. Me dejó
dos “rosarios” de cuentas baratas para Emily y Aly, mis hijas. Se los entregué
en Denver semanas después. Coloridas bolitas de plástico cubiertas de la
bendición de Alá. Me sucedió en Kiev, ocho años antes, con una muchacha gitana
y su desharrapada prole. Bendiciones también y, a decir verdad, yo que crédulo
no soy, a veces me da la impresión de estar bendito. Falsas sensaciones que
trae la paz interior.
También yo
he pedido monedas de a diez francos en París, cuando el hambre y el amor me
agobiaban. Y esas señoras francesas tan vilipendiadas en la opinión general me
las daban. Metal de color café. Usé dos que quedaron más adelante para jugar
rayuela en el bar Quito de la calle Antezana (el Barquito) con los
profesionales del barrio. J'ai faim, les decía, al modo de Petrus Borel. Tengo
hambre, estoy cansado de comer queso con pan y leche, cuscús en lata de a
franco cada una, lechoso color en donde flotaban chorizos de dudoso origen. He
comido media hamburguesa que alguien abandonó. Por eso sigo vivo y aunque sé
que en el cielo azul de Cochabamba no están ni Dios ni Alá, me doy cuenta de la
inmensidad de la belleza, del horizonte siempre lejos pero permanente de
inverosímil arcoíris.
Guardo
cartas. Guardar es un decir porque andan perdidas para siempre, es posible. O
estarán por ahí, en el tendal de cajas mágicas desperdigadas por el mundo. Era,
y soy, el extranjero de Georges Moustaki. Incluso aquí en mi tierra camino a
ratos ausente. Luego me repongo porque el peso de las raíces es poderoso. Pero
extraño, quisiera estar por momentos en otro lugar. He sido ubicuo, cierto,
pero al final encuentro la solidez que me ha permitido vivir tranquilo y bien en
cualquier sitio. Podría habitar en la cárcel también, o en medio del Sinaí,
pero tengo predilección por las urbes sin haber dejado de lado la profunda
herencia rural de los bolivianos, que nos acerca tanto a los rusos y su literatura.
Sé a perfección dónde quisiera estar en este momento pero por ahora no puedo. Entonces
escribo, borroneo cuartillas sería de mucha vanidad decir. Anoto y borro sobre
una pantalla de suave añil.
Oh, Pretty Woman! Dioses del cielo, demonios de la greda,
resuena esta canción desde la infancia. Vívida en el bulevar Clarendon, de
Arlington, Virginia, en un bar redneck en noche de Afganistán, de guerra y de
putas. Tan presente hoy.
Pues
pensaba ducharme, visitar el mercado para encontrar a un amigo italiano que
prepara productos gourmet, ver si puedo hallar un delicioso queso tipo Tilsit
que producen cerca de Tolata. Lo postergué para redactar estas líneas de
memoria. No es que vaya a olvidar y hay premura por registrar lo pasado. Para
nada. Me ducharé en un instante, luego de revisarlo y ponerlo en mi blog.
Conversé
con Gloria acerca de Pakistán, que ella visita a menudo. Es algo que tengo que
hacer, el valle de Kalash… Mareo de colores, fuertes sabores, pobreza y
grandeza. Corazón, mucho corazón. La burka esconde secretos, resalta ojos
oscuros, cejas y pestañas diseñadas en el mejor arte. A veces los occidentales
no entendemos muchas cosas. Aprendo a ser más liviano en mis apreciaciones sin
dejar de ser incisivo. Rara fascinación que aquel alrededor produce en mí.
Habrá sangre turcomana por ahí, seguro que sí en las interminables
interacciones entre los universos. Entre Roma y los selyúcidas, vaya uno a
saber los derroteros de la sangre. Vaya uno.
27/09/2025
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Imagen:
Mijail Larionov
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