Tuesday, October 6, 2009

Elogio de la diversidad


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Fui a pagar la cuenta de los celulares de mis hijas y mío. Lo hice en el primer cobrador autorizado que en este caso era un micromercado etíope. Los etíopes, aprendiendo de los coreanos, han visto que el mercado latino es uno en rápida expansión. Entonces allí, entre habas enlatadas, panes, especias raras, había avisos en español sobre envíos de dinero a México y América Latina.

Mientras el encargado ponía en el computador el detalle de mi pago observé algo como empanadas triangulares, fritas. ¿Son de carne?, pregunté. No, de lentejas. Sorprendido compré una. ¿Empanadas de lentejas? Sonaba extraño y bueno. Mi primer pensamiento fue hacia mi hija Aly, de 16 y vegetariana hace dos (por opción política, no de belleza), pero después de probarla me enfrasqué de lleno en el picante sutil del curry y en el delicioso gusto. Las yemiser sambusas —como se llaman— no necesitan de carne (aunque las hay) para dar placer. El relleno, hecho de lentejas, cebolla, ajo, con comino y cardamomo —en una al parecer tradición bereber—, compila un mundo de sabores y culturas cuyos ancestros se remontan hasta el viejo Egipto y las selvas tropicales de la India y Sumatra, así como a los desiertos de Nubia y de Libia. No existe racismo en la comida. El paladar no distingue colores ni razas; el sabor, como el placer, es universal.

Parecían esfijas (empanadas árabes) por la forma. Pero la masa es diferente: frágil y escamosa. De inmediato regresé a la tienda y compré varias más para el almuerzo escolar de Alicita y otras dos para mi té de las cuatro. Revisé la Red y me instruí en los detalles de todo tipo de sambusas, y los restaurantes en Nueva York o Los Ángeles donde se las puede encontrar como tesoros del mundo vegetariano en particular y el de todos...

Dediqué varios años de Estados Unidos a la comida. Fui co-dueño de un restaurante bastante grande en las montañas de Colorado, entre los centros de ski y los de minería de plata histórica, en Leadville, villa donde comienza el magnífico filme "Wilde" (Brian Gilbert/Gran Bretaña, 1997) cuando Oscar Wilde entra a una bocamina y mira deseoso el sudado torso de un trabajador. Allí, en el verano de 1992, indagué acerca de los secretos del frijol negro, con mi inexperiencia boliviana, andina al menos, de escaso bagaje en el tema. Experimenté sobre asados cocidos en tomate y di rienda suelta a la imaginación creando comidas que vendía como si fuesen de antigua tradición sudamericana, cuando, en realidad, nacían y morían en mi mente.

Ofrecíamos como un guiso del sur el cochabambino ají de fideo —que algunos consideran paceño— reemplazando el ají amarillo por chile de árbol, tal vez una variedad del Cayena, que es muy sabroso y que utilizo también en el puerco asado. Allí, a 10.000 pies (3.000 metros) por encima del mar, esos fideos calientes, uchu, tuvieron inusitado éxito. Por asuntos largos de contar, y ajenos a la culinaria, mi socio me arrojó en la mínima prisión de Leadville (leí en la celda los viajes de Marco Polo que me prestó otro preso, un barrendero mexicano), terminando con mi verano de restauranteur.

Seguí luego con un delicatessen nuyorquino, agenciándome el papel de especialista en carnes frías gourmet, y en comida kosher, con elogios tan especiales como el de un viejo hebreo de Lakewood, donde vivió Golda Meir, que aseguró que yo preparaba el tocino, no muy cocido sino algo crudo, como se debía, no la carne crujiente y desmenuzada por el exceso de cocción. Paradójico, pero los judíos liberales comen puerco sin problema y han hecho una sui géneris tradición al respecto en el este.

Fuera del usual jamón entré en un riquísimo mundo de cortes fríos a cual mejor: pastrami, con su corteza negra y llena de condimento; corned beef que mezclado caliente con sauerkraut y ya fuere mostaza Dijon o un aderezo Thousand Island, en pan judío rye, hacen uno de los emparedados más deliciosos del orbe, reuben. Junto a variedad de salames, capocollo calabrés, roast beef, e incluso pasta de hígado —más la improvisación de unos sandwiches de chola mestizos e inigualables— conformé un menú que ofrecía 42 variedades de sandwiches, casi todos de mi inventiva, al lado de la oferta de una sopa diaria diferente, donde alternaba la quinua con el trigo, el minestrón con la sopa de albóndigas y el famoso chili con carne que fue una de mis mejores representaciones.

Comencé hablando de la diversidad de la comida, que se liga al tema de raza, cultura, historia, agricultura, ganadería, etc. y terminé contando mis experiencias de cocinero múltiple, aficionado, pero bueno. No desmerece la memoria el tema, porque estos años de exilio me enseñaron mucho acerca de la variedad enorme que nos rodea, que jamás seremos únicos porque únicos son todos. Hay que mirar y aprender para ser tolerantes, para dejar de lado nuestra endémica incapacidad de aceptar a los otros.
Una mesa servida es bella cuando se asientan en ella pasteles de carne cariocas, goulash húngaro, borsch ucraniano con eneldo, sambusas, tucumanas, salteñas, vinos, aloja, horchata, habanero, locoto, putaparió y otros ajíes promiscuos. Infinito de color, sabor y aroma.
16/09/09

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz) en 20/09/09 y en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba) en 04/10/09.

Imagen: Diego Rivera/Mercado, 1930

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