Monday, July 23, 2012

El enfermo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Fui, como cada quince días, a recoger pastillas para el colesterol de mi seguro médico. Ya que hay espera, diez minutos a lo sumo -seamos correctos-, me dedico a observar a los pacientes, y médicos y personal del lugar. Antes solía llevarme un libro, pero ni la puna callada de Héctor Tizón, ni la barca ilustre que llevaba a Marcel Schwob hacia Samoa, bastaban para distraerme del entorno, de las toses, cojeras, de cuando en cuando nalgas y piernas robustas; variedad y diversidad.

Delante mío, un hombre taciturno, de mediana edad, cincuenta a decir, porque es número que parte el cien por el medio, y pocos llegan al centenar. Así lo creí, comparando según suelen hacerlo las mujeres, y también los hombres aunque lo nieguen, el canerío de sus sienes y la tersura de la piel de sus manos, pautas que avisarían supuestamente si era más viejo que yo, o estaba menos destrozado.

Lo llamaron a ventanilla. Se puso a cuchichear con la dependiente, que fue hacia el dispensario y volvió con un botellón inmenso que parecía un balde. Observé a los demás; cada quien salía con una, dos cajitas de medicinas, algunas pomadas, vendas, nada que excediese el tamaño de la palma de una mano. Pero al susodicho le alcanzaron el recipiente y otras cosas, que pusieron en una bolsa café de esas de supermercado. La imagen era la de un individuo comprando papa. Noté su zozobra; para entonces ya me había acercado a la ventanilla del lado. Me puse a escuchar.

Avergonzarse de una enfermedad suena algo ridículo. Pero, pónganse la mano al pecho y digan si no avergüenza una moquera, un catarro con visos de tuberculosis, un sarpullido a toda vista contagioso, sin importar si lo es o no; sarna, conjuntivitis, desarreglo emocional.

Sucede que nuestro personaje, ya sudando el largo verano a pesar del aire acondicionado, agachaba la cabeza sin animarse a pedirle a la enfermera que bajase la voz, que no tenía el público por qué enterarse de que recogía los materiales para una pronta colonoscopía. Al oírlo, claro, yo, y sin duda otros, imaginamos primero que el balde era para vaciar los intestinos y dejarlos libres para cuando la sonda penetrase en sus arcanos a través del ano. Lo cierto, de acuerdo a lo que leí en la Red llegando a casa, es que el paciente debe tomar un preparado el día anterior con los fines descritos arriba. Que el recipiente, de un galón, se utilizaba con tal fin. Ese líquido al que le adherían una bolsita saborizante, limón o naranja, debía consumirse en el plazo de seis horas, dando tiempo a que el cuerpo lo retornase con el resto de sedimentos que la vida va dejando allí donde se oculta el alma.

El hombre me miró. Y si bien daba en principio la impresión de estar mejor conservado que yo, de momento había envejecido. No era la posibilidad de cáncer su preocupación -tan extraño es el ser humano-, era el prurito delicado que poseemos todos, que nos afecta en un momento en que nuestras debilidades, males, desórdenes se hacen colectivos. Mucha fortaleza se necesita para enfrentar tan molestoso asunto con el rostro levantado.

Son veintiún dólares, explicó la mujer. El sujeto le alcanzó una tarjeta de crédito y luego firmó el papel. Listo, míster, dijo implacable, hastiada supongo de lidiar con chancros y demencias día a día. Siga las instrucciones para no pasar por lo mismo de nuevo. El enfermo agarró el paquete marrón. Quiso ocultarlo, pero, maldito verano, no llevaba chamarra. Además que el papel madera de por sí es ruidoso, como algo que se astilla. Para entonces quien me atendía me alcanzaba un frasquito con treintena de píldoras adentro. Lo agarré y lo metí en el bolsillo derecho del pantalón, ufano de mi privacidad, de la facilidad de esconderme del resto. Se dio cuenta, porque un rubor le subió por las mejillas. Tomó su paquete y salió apresurado. Parecía un albañil cargando badilejos, no un paciente que se respetaba.
10/7/12

Publicado en Revista EXTRA (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 22/07/2012
Publicado en Semanario Uno (Santa Cruz de la Sierra), 8/12

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