Sunday, November 16, 2014

Todas las noches la noche

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Renán Tarifa cantaba rancheras en un boliche hoy desaparecido de la avenida Oquendo. Alguna vez caímos por ahí, sabiendo que como músico tenía derecho a trago, no ilimitado pero lo suficiente como para entusiasmarlo y cantar el resto de la velada gratis. Lo aprovechamos. Era una operación de comercio y ambos bandos sabían regatear.

Subió de nuevo al escenario. Arregló la casaca que el sastre había ampliado para soportar su peso y dedicó, modulando la voz como los relatores argentinos: “Ahora una pieza para todos aquellos que han estado en prisión, Escaleras de la cárcel, de la deliciosa tigresa Irma Serrano, genuino amor del maestro José Alfredo”.

“Escaleras de la cárcel, escalón tras escalón, unos suben, otros bajan, a prestar su declaración…”. Para qué más, la lírica despertó pasiones y en cada mesa se enjugaban lágrimas o se echaba carajazos. En la nuestra, y siguiendo a Kierkegaard que sugiere que cada uno teja su propia leyenda, se comenzó a alardear. Ninguno fue tan cínico para afirmar que había sufrido prisión por sus ideas, o que tortura se ejercitó en él, como en amigos que conocíamos a quienes sí. Conformábamos un grupo de sencillos vividores, borrachos, mujeriegos sin mujer, enamoradizos, peticriminales.

Historias van y vienen, nostálgicas, anecdóticas, risibles, plausibles, volubles y sintomáticas. Dependiendo del caso y del que lo contara. El mariachi pareció sonar más distante. La conversación presta una importancia en la que uno se envuelve y se escuda. De pronto nos hallamos en un mundo donde por un instante el protagonismo está entre manos. Qué rancheras ni qué cuartos, “Ay, Sandunga, mamá por Dios”; el entorno desaparece, tú eres la estrella rutilante, titilas como un verso de Neruda, subyugas, seduces. Lástima que sea un ofertorio de machos, porque tus palabras podrían acercarte al exquisito de un cuerpo de mujer. La vanidad es una mala droga.

Escuchamos. De a sorbos digerimos los relatos.

Pasaron treinta años, o por ahí. Medianoche en casa y medianoche, creo, también afuera. No abro la puerta porque el frío entra como puñalada gitana, de arriba hacia abajo. La comodidad de estar sentado frente a una moderna HP, escuchando en el silencio la respiración de las hijas, los suspiros del perrito que está tan gordo que parece un chancho vietnamés pigmeo, blanco y negro, dormido como persona, porque así lo cree; se siente miembro de la familia y tiene las mismas prerrogativas, y no sé si se da cuenta que andamos en dos patas mientras él en cuatro. Su afianzamiento con la tierra es superior, mayores su agarre e impulso. A veces pienso que el perro soy yo, y que él juega con mi intelecto y mi imaginación, haciéndome visualizar cosas que no son.

Escuché. Cuando me tocó el turno, desempolvé el recuerdo de una fiesta francesa en Cochabamba. Asistía una mujer sofisticada en su apariencia hippie. Nos conocíamos algo. En las volutas del singani susurró que le gustaba. Salimos, nos metimos al garage y entre un jeep Toyota y la pared consumamos un sexo ávido y veloz.  

Reingresamos al salón. Las visitas compartían un pase de coca, en la punta de una llave que metían suavemente por las oquedades de la nariz. Wara, los Stones, hasta Joe Dassin y Brel ne me quite pas. Nos cruzó la mezcla. Las mujeres se fueron. Subimos al jeep, camino de la nada. En la avenida Libertador nos chocan de atrás. Con el golpe estrello mi frente contra un saliente metálico y comienzo a sangrar, mucho. Bajo, atontado, y grito que quién es el chofer (del otro carro) y cuando me dicen soy yo, le reviento la cara y los dientes caen como reguero de perlas. Aparece la policía, altisonante y pedigüeña; quieren plata. “Así es este país de mierda”, pronuncio en alta voz, lo que conduce a mi inmediato arresto por insultar a la patria.

Celda inmunda, con tan poco espacio. Me sacan unos pesos para comprar pan, y la tajada del capataz de la celda. Los doy. Me tocará una marraqueta al desayuno. Pido al guardia orinar y me dice: “orine”. No hay dónde; me aguanto.

A la mañana siguiente llega mi padre y me echa en cara mi vergüenza, lo bajo que he caído. Fui su esperanza, aprendí francés, gané algún cinturón de karate, devoré su biblioteca, desde Jorge Amado a Guillermo House. Papeleos, firmas. La contraparte quiere daños y perjuicios. Sonríe el victimado con sardónicos medios dientes. El comandante pide para la institución cincuenta pesos y dos bolsas de cemento. Hay trabajo de mampostería allí; los albañiles son los presos, los que no tienen madre ni padre, o no despiertan interés. Años después penetro en la penumbra de un baño de bar y allí está aquel chofer. Le pregunto por su salud y abre la boca para mostrarme: “mira cómo me dejaste”. Le palmeo el hombro y salgo.

Son cinco o seis veces que he dormido en celdas. Recuento: Cochabamba, Leadville, Aurora, Glendale, Littleton, Englewood. Gran currículo y ninguno que exceda la simple anécdota. Nada por lo que pudiera preciarme, o que siguiera el consejo del filósofo danés. Asuntos de cantina, o disputas conyugales que en Estados Unidos pesan como crímenes mayores.

En Leadville regentaba un restaurante, el New West Café, donde aparte de cocina norteamericana ofertábamos con mi socio peculiaridades como el ají de fideo valluno, con nombre adecuado en traducción inglesa. Una amenaza que en Bolivia no pasa de usual bravuconada: “te voy a matar”, me costó el negocio, una noche de prisión con luz roja permanente sobre la cabeza, la separación con mi esposa y la odisea de abogados, jueces y juicio. Me prometí que no me expondría a tal humillación otra vez y me mentí.

Luego detalles, una y otra vez, arrastrado por dos matones, con las esposas cortándome las muñecas. Me habían buscado en el trabajo. Les dije que ya sufrí arresto y corte y les mostré los papeles que lo afirmaban. Esta es otra denuncia, parcos, y dese la vuelta y afuera. Pido a los amigos que avisen a mi hermana, que vayan a sacarme. Tengo que recostarme de lado para evitar el dolor. Miro los carteles: avenida Santa Fe, Hampden, Oxford, Belleview. Nos detenemos en el centro de detención de la ciudad de Littleton. Me ponen con otros cinco personajes, en fila, mirando al grupo de policías. Arrojan una suerte de bañador delante de cada uno y a desvestirse, sin dejar nada. Mierda, recuerdo que en el apuro por salir vi que no tenía un calzoncillo listo y agarré uno de mi mujer, grande y rojo. Caigo en cuenta ahora mientras aflojo el cinturón y voy bajando los jeans. Los otros detenidos me miran de reojo y una mujer policía suelta carcajadas. Me he echado encima, sin quererlo, un baldón. Nos ponen juntos, el grupo completo y me remito al ostracismo de una esquina con la gran posibilidad que los otros me crean maricón.

Felizmente no dura mucho, tres horas a lo sumo. De allí me trasladan, con alguien desconocido en un bus enrejado. Para ello me ponen cadenas en los pies y manos, y otra que conecta ambos enrollando primero mi cintura. Animal de matadero. No me dejan hablar, explicar nada. Lo explicarás ante el juez.

El bus cruza la ciudad, el grupo de ciudades que inventan una urbe, hasta que llego a un descampado donde se levanta un horrible y gigantesco edificio marrón. Un poco de burocracia y me entregan uniforme naranja, el de los felones: crímenes mayores. Los que visten de azul son vulgares rateros, alcohólicos, traficantes de poca monta. Dentro de la tristeza que implica estar aquí y así hay un dejo de superioridad ante los otros. El color te hace peligroso.

Penetramos a un patio. Los presidiarios están de recreo. No veo a nadie de la raza. Tal vez uno; me le acerco a ver si habla español. Me dice que es indio apache. Me quedo a su lado, balbuceando tonterías acerca de Victorio y de Jerónimo. Termina la hora libre y nos arrean a las celdas. Me han colocado junto a otro felón canoso que duerme ya en el camastro de arriba. Voy acomodándome, limpiando la almohada, cuando suena el altoparlante para presentarme con el guarda. Son mis amigos mexicanos que han venido a buscarme. En una sala de espera, adormilado; recién me sueltan a las cuatro de la mañana, y con Danny y otros dos nos vamos directo a repartir periódicos. No se puede perder el jale, como le dicen.

Semanas después una juez judía recrimina a la fiscal las incorrecciones de mi arresto y me permite salir libre, sin cargos ni multas. Me asombra este país.

Transcurre un año. Nos fuimos de vuelta a Bolivia. Tenía pendiente con la ley cumplir visitas mensuales a un oficial a cargo mío. Me cago. Pero Bolivia aparte del olor a eucalipto en los amaneceres del valle carece de todo. Y regreso. Mi abogado aconseja presentarme y entregarme apenas llegue. Tengo sentencia de 180 días de cárcel. Quizá si demuestro buena voluntad me ayude.

No me encierran en celda. Me dan una silla y llenan las formalidades. Que me he entregado voluntariamente e informan de fecha y hora precisas para enfrentar al juez. En esta ocasión es uno irlandés, de cabello negrísimo. Mira los documentos y menciona la evidencia que pertenezco a otra nación, que podía haberme quedado allí sin tener que pasar por esto. No en vano leo libros: le respondo que amo a los Estados Unidos, que quiero quedarme aquí, y que para eso debo cumplir con mis obligaciones con él, aunque signifiquen pagar una condena de prisión. Hay público. Rechacé un traductor. El juez levanta los ojos y dice contundente: “Le agradezco, señor, gente como usted es la que ha hecho grande a este país. Se le conmuta la sentencia y los gastos de corte. Puede retirarse y vivir su vida de decente ciudadano como ha demostrado ser”.


Esa fue mi historia. Los amigos se desinteresaron. Les resultó muy larga. Ahora coreaban El rey. Quise añadir que la primera vez que visité un juzgado me compré un terno, zapatos, y asistí elegante. El ujier que iba a leer en voz alta el número de ingreso de mi caso, me pregunta si soy el abogado defensor. No, replico, yo soy el criminal.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013

Imagen: Piranesi

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