Monday, October 16, 2017

Balada de la cárcel de Leadville

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dos libros, dos, me traje cuando dejé todo lo demás: la poesía completa de Emily Dickinson y las Obras Completas de Jorge Luis Borges; incompletas, estas, porque vivió todavía.

Pero hasta los dos perdí, cuando tuve que salir corriendo, acompañado de un policía, luego de un día y una noche de cárcel que siempre merecí pero que siempre dolió. Desde entonces no he leído a Emily Dickinson, aunque mi hija mayor carga su tremendo, pesado, nombre. Al ciego sí, a ellos que son Milton y Homero. Y Borges.

En la celda leí a Marco Polo.

El piso olía a jabón. Un preso mexicano me pasó el volumen por las rejas. Que alguien lo dejó, dijo, en el mundo perdido que eran las minas de plata muertas de Leadville, Colorado.

Mi mujer dormía en una buhardilla amarilla. Desde allí se veía el Saloon. Caminé por la tarde con un telescopio recién comprado. Doscientos dólares en billetes de a veinte por la venta del ají de fideo que mis manos ofrecían en el New West Café. Se llamaba. Por tres meses, su nombre y dos socios. Luego el socio rubio puso en la cárcel al moreno.

Leí a Marco Polo. Cuando me arrastraron, las ollas con fideo y chile todavía humeaban. En la prisión, de noche, o anochecido, las luces rojas impedían dormir pero no leer. Color de puta, escribí veinte años atrás.

Miré cómo se alejaba la montaña. Observa el futuro aconsejó alguien. Adelante. E íbamos de bajada. Adelante era el abismo.

Aderecé el fideo con pimienta negra y sal de mar. Rocié el achiote y la cúrcuma por partes iguales para que entre el rojo y el amarillo la comida tuviese color naranja. Naranja de Valencia, no de Chapare, que la cáscara blanda de esta la hace práctica y sin embargo menos dulce. Trozos de carne de res, chorizo. No quería imitar el uchu cochabambino pero también. Y gustó. Leadville tiene montaña y frío. Le presté ají.

Humeaba la olla cuando pusieron las esposas y tiraron mi rostro contra el piso. Aplastado el ojo izquierdo observé la temperatura de la hornilla (si la dejaban así se quemaría el guiso). Quise avisar, dar consejo culinario y con la punta del bastón me dieron un golpe fuerte en la columna. Me aquietó.

Subimos las escaleras, como en la música charra, y presté mi declaración. Inocente no soy pero de este pecado sí. Culpable, entonces, y adentro, hasta que los hermanos manejaran apresurados desde Denver con dos mil dólares de fianza y paños para tristeza.

He conocido las celdas de Cochabamba, de Denver, de Aurora, de Littleton, de lo que hoy es Centennial. Centros de detención y el condado. Me pregunto si de haberme quedado allí, años, me habría tatuado como mi amigo Gabriel, en el brazo, honguitos de Puebla, de esos que alucinan a los inditos al sur. Quizá hubiera escrito algo que valiera la pena, que alegrara los ojos de mi Emily que miraban por la ventana las luces blancas, rojas y azules del coche policial, sin entenderlo.

El telescopio quedó por allí. Pasó de una mano a otra y nunca, ni mis hijas ni yo, miramos estrellas porque no hubo tiempo. La astronomía fue fugaz deicidio.

Emily Dickinson, Jorge Luis Borges. Ellos y cuatrocientos dólares en el bolsillo. Gasté el primer día de mi llegada, 1989, doscientos en putas. Al tercer día no tenía uno. Alguien querido, desde Canadá, mandó por correo cien para el pan. Historia de atrás, vieja, muy anterior a la cárcel de Leadville, a las hijas, el matrimonio.

Oscar Wilde pasó por las minas de plata del pueblo. Había opulencia, imagínense, traer a Wilde. Meses antes de la emigración leí El ruiseñor y la rosa, en una compilación de cuentos que hizo Sábato. Les digo que la celda no tenía la belleza de sus páginas. Me trajeron la cena, no recuerdo. Huevos y algo. Una manzana de postre, de cáscara roja. Me pregunté si el uchu se habría vendido y en cuánto. En recepción me quitaron todo, documentos, llaves, dinero, y me pusieron traje no fabricado con sastre, perteneciente a otro, con sello de propiedad del estado. ¿Azul?, entonces, porque los he tenido naranja, de felón, y cadena en tobillos, muñecas, cintura. De qué me quejo si de igual manera llevamos animales al matadero para devorarlos. Al menos sigo vivo. Solo se comieron, por dos días, mi alma, y perdí mis libros, los compañeros de un viaje que pareció divertido y no terminó. Llegamos tres a los Estados Unidos y quedé yo.
16/09/17

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Publicado en PUÑO Y LETRA (CORREO DEL SUR/Chuquisaca), 16/10/2017

Imagen: Oscar Wilde


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