Friday, January 31, 2025

Húmedo enero


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

No debí usar mocasines en día de lluvia. Ando resbalando en las ya de por sí peligrosas aceras cochabambinas. Pero me gusta, me mantiene activo, alerta como los albañiles que en la parte de atrás del edificio van armando encofrados de fierro con destreza inigualable y caminan sobre ellos, poniendo las botas dentro de mínimos rectángulos, velando por no quebrarse los tobillos. Los miro desde mi piso de arriba, son tres, cuatro, cinco, miden, doblan, aseguran con alambre, cuadriculan el espacio antes vacío. Construcción del universo. A veces arman entre dos una inestable tarima y van subiendo el tejido metálico por las que van a ser columnas o sostenes de gruesas paredes. Flotan en el aire sin ninguna protección. Si caen, serán más de diez metros y muerte segura. Los constructores de Denver, los techeros armados con variedad de herramientas en la cintura, parecidos a pistoleros de los Spaghetti Western, siempre tienen seguridad, cinturones y poleas que si pierden equilibrio los mantendrán colgados y salvos, girando como piñatas tal vez pero nunca fallecidos. Observo mientras preparo mi jugo de naranja. Pienso… yo también fui trabajador; existe un espacio muy grande entre un tiempo y otro. ¿Melancólica vejez? Para nada, soltura de entender los cambios y manejarlos. ¿Si lo volvería a hacer? Preferiría no hacerlo…

 

Por veinte bolivianos adquiero cuatro libros usados. Uno es un estudio económico-sociológico de los ladrilleros de Jayhuayco. La mina urbana, 1984. Conocí a los autores, al menos uno en viaje eterno no hace mucho. Me sorprendía en las ladrilleras del sur, o cuando los camiones traían ladrillos a la construcción, ver a los que manipulaban los rojos rectángulos de arcilla cocida, bajarlos desde la carrocería, o en su caso subirlos cuando se cargaba el material. Hombres arriba y hombres abajo, a mano pelada. Arrojaban, a un metro de distancia o más, al menos media docena de ladrillos juntos. Al volar parecían pegados con cera bruta, no se separaban. Quien los recibía los iba acomodando. Tal vez mayor número que seis, quizá ocho, o diez piezas que semejaban una. Los analfabetos obreros de los colorados hornos habían descubierto por azar y por esfuerzo leyes físicas. Admirable. Si algo me conmueve es el trabajo. Lo decía Durruti, como que siempre podremos levantar todo de nuevo.

 

En la parte sur de la plaza principal un ciego con gorra siciliana tocaba La Sandunga en acordeón. Otro ofrecía loterías con ciento cincuenta mil bolivianos de premio. Tomé un cortado chico y un vaso de agua. Acaricié la cubierta amarilla de un libro de Cortázar. A la salida tuve que abrir el paraguas por intenso diluvio. Lo hermoso de caminar en lluvia. Recibí llamada de Belgrado y me refugié en la portada de San Juan de Dios para hablar. Corte de los Milagros, el hombre que ríe en desvencijada silla de ruedas, carcajeando con dos solitarios caninos abandonados en el socavón de su boca. Parecía feliz o estaba loco. Un segundo tocaba en zampoña de plástico de tres colores, rojo amarillo y verde, emblema patrio, los aires de Sonidos del silencio; un tercero había puesto su gorra azul en medio de la vereda y con piernas sin arbitrio natural, sin lógica, se arrastraba mendigando monedas. Las tenderas tomaban lawas de choclo y trigo. La lluvia tallaba agujeritos como de viruela encima de la espesa sopa. Más adelante vi vértebras, buenas para el caldo, mojándose en el pluvial enero, dejando caer hilillos de sangre hacia la calle. Hedor de cloaca mezclado con rosas, gladiolos, crisantemos, siemprevivas y claveles. Pétalos decoran la basura. “Clavelito, clavelito, me he de ir por el camino más triste, ya no me has de ver”, suena el kaluyo mientras escojo plátanos no muy maduros y abro una sandía para llevarme la mitad.

 

Busco máscaras de diablo antiguas. De yeso no sobrevivieron, hoy las fabrican con fibra de vidrio. Encuentro unas de lata que ya no usan los bailarines por miedo a cortarse el rostro. Me prometen traer más para el lunes por la tarde, son de segunda mano y múltiple tamaño. Solo masculinas, de las de china supay ofrecen modernas, nada más. En esa cuadra de la Uruguay queda una única casa de adobe pintada a cal, tendrá un centenar de años y pronto ha de desaparecer, seguro. Atisbo a través del portón la huerta antigua, llena de árboles, enmarañada como jungla. El lunes me asomaré a la tiendita en la entrada y pediré muy políticamente si me dejan tirar un par de fotos del jardín. Para la memoria mía, que la colectiva es frágil e inconsistente.

 

Siempre mojándome los hombros, continúo mi periplo por Caracota, la esquina en donde tomábamos, ebrios, deliciosas sopas con generosos pedazos de carne, por centavos. Qué carne era esa es respuesta imposible dado el precio. Allí, en el preciso lugar, derroté al rey de los barrenderos en duelo singular. Después supe que los tajos cruzados en mis mejillas provenían de hojas de afeitar que tendría el tipo entre los dedos. Al presionar las heridas se abrían como flores. Al día siguiente presentaba un libro en el palacio de Portales y asistí todo parchado para espanto intelectual.

 

Almuerzos del día, son casi las doce y media. Sajta de lisa, saice, panza rebozada. Leo, anoto lo que debo recordar en la cabeza. Sigue la Sandunga en mis tímpanos, “ay mamá por Dios”. Bailan las tehuanas maduras de hermosos trajes entre ellas. En la Guelaguetza, palabra de origen zapoteco, con mis compañeros de trabajo, chiapanecos y oaxaqueños, hombres, mujeres y un tercer género que tienen allí de siempre y cuyo nombre he perdido. Mis amigos Eladio y José pertenecían a él sin esconderlo. Del borde entre Veracruz y Oaxaca. Lecturas, cómo no, de Rosario Castellanos. Un filme sobre la barbarie del henequén (La casta divina/Julián Pastor, 1977). En el Yucatán.

 

Retorno a la embarrada Cochabamba. Al fin, con el peso de la sandía, libros y bananos, decido tomar un taxi a casa. En el trayecto miro, recuerdo. Alojamiento Escóbar… Silvia y Gloria, que me perdonen ellas pero las horas cargan sus nombres. El bar pensión Potosí, que ya no existe, en donde Marinette y Nicole, bellísimas suizas, dejaron sus mochilas para ir a remojarnos, Julio incluido, en las aguas termales de Liriuni. Olía a eucalipto; ellas a lavanda.

 

No me fue tan mal con los mocasines, caminé veinte cuadras. En la esquina de Esteban Arze y Jordán me detuve a esperar si veía salir de su oficina el sueño de una mujer de cincuenta, socióloga que habla francés y lee, además. Sin suerte. Justo sonó el teléfono y Serbia se adueñó del espacio. Reía el hombre sin dientes de retorcidas patas. Vendían niños Jesuses de yeso y san Martín de Porres. Contraste de rosado y negro. Pequeño desnudo y esclavo de larga sotana.

 

Jayhuayco, en donde se supone que se asentaba la mítica Canata. A la derecha se iba al aeropuerto; a la izquierda, al burdel y al cementerio general. Al fondo, atravesando un lodazal de novela, estaba la base aérea militar. Allí llevaban a torturar detenidos cuando había golpe de estado y en todas las radios tocaban la increíble, por hermosa, marcha Talacocha. La tengo en casa y la escucho porque me gusta, pero acarrea horribles memorias. Si estaba en cadena nacional era que los puchuchuracos se habían hecho, de nuevo, con el poder.

 

Puchuchuraco: palabra que inventó mi padre para referirse con desprecio a los gloriosos militares que corrieron desbandados en cada guerra.

30/01/2025

 

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Imagen: Ricardo Pérez Alcalá

Wednesday, January 29, 2025

Mañana de rebétika y estepa rusa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Café con panini “italiano”. Cochabamba. Conversar un poco sobre biografías: Zweig… Leía de la biblioteca familiar, en Editorial Claridad, biografías de Emil Ludwig, la que escribió sobre Tomáš Masaryk. Hojear páginas de ese arte que cultivara Lytton Strachey. Miro las de Voltaire y Boswell (regalé mis dos tomos de Boswell antes de venirme hace más de un año). Cosas que se deben hacer, no poseo carromato de zíngaro y pululan mares alrededor. De los libros como de las mujeres queda el dulce sabor de carne de membrillo.

 

Dice Strachey de James Boswell: “One of the most extraordinary successes in the history of civilization was achieved by an idler, a lecher, a drunkard, and a snob”. Será que la virtud no paga. Más interesante Hyde que Jekyll.

 

Edificios de escasa estética van destruyendo la vieja villa de barro, lo colonial entre cien y doscientos años. Comento a mi interlocutora las casonas que existían en la calle Ayacucho antes de su ampliación. La del doctor Pol, creo que un convento o refugio de monjas también. Hoy se hallan negocios de celulares de toda índole y no dudo que los tenderos cochabambinos ya están tan avezados como los chinos en inteligencia artificial. Futuro que barre con pretérito. No se puede, sin embargo, ignorar las huellas, sino estamos como Cristo, solos, caminando sobre el mar de Galilea; sacrificando en serio a Isaac, quemando las naves, sin siquiera buscar al Agnus Dei.

 

Mahmud me contaba de Izmir, su ciudad natal. Él, turco, y yo, somos los únicos cargadores extranjeros entre treintena de afroamericanos. No habla inglés y me estira de la camisa cuando el capataz, inolvidable y terrible Joe Day, le pide que traiga cajas de esto y lo otro para los camiones. Le llueven insultos, claro, que aquí se habla English, mother… y que si no te apuras I will stick my big black cock in your funky ass. Joe amedrenta, intimida, pero se pone como seda bajo el influjo del crack. Izmir en los mercados de abasto de Gallaudet en la capital, DC. Cae hielo del cielo, los mojados guantes sirven de poco. El pequeño Mahmud agradece, me besa en las mejillas, me dice que los bolivianos somos como los anatolios. Será, no será, pero me acuerdo.

 

¿Por qué Izmir, Esmirna? Porque ayer por la mañana pasé horas escuchando rebétika (después música rusa). Y Esmirna, como Salónica, es fuente y cuna de ese género musical que bailaban y lloraban los criminales del puerto. Me pregunto cuánto ha cambiado. No se lo pregunté a los anarquistas griegos en el París del 86. Bellos hombres y mujeres de oscuros ojos. Salud, decían, y chocaban las tazas de café como si fuese aguardiente. Barcos penetran por las grietas de la geografía y descargan productos. Si sabré lo que es llevar cajas en las espaldas, los tipos de paquetes, dureza o finura del cartón, lo tenaz de la arpillera, la aspereza del gangocho y los cortantes diamantes de plástico donde meten las cebollas. Pienso en las bolsas de cemento de la marmolera, cómo me enseñaron a cargarlas sin romperte el espinazo, cómo poner sobre la cabeza y los hombros una abierta bolsa de las de harina y agarrar el cemento de frente, cincuenta kilos, de sus dos vértices haciendo un giro y tirándolo al lomo atrás. Pienso en las medias cargas, o cargas, de papa en Pocona cuando Armando cosechó en sistema de compañeros y hubo más alcohol que cosecha, no chicha sino un agua de fuego de nombre particular.

 

Giran los derviches en la Turquía central. Se revuelve, frenética, la danza de los uxusiris, comunidad Wakullani, Provincia Ingavi de La Paz. Guardianes de la papa, casi decir aquellos aparecidos al principio del mundo y que velan por aguantar lo más posible su final. Antesala de la muerte, a ratos ya la muerte misma, mimetizada, escondida tras el aroma de la oca hervida, color de sol con oscuras estrías de martirio.

 

Bailes de Pacajes en lontananza. Awayos pequeños y azules como el índigo horizonte, océano sin nubes hasta los confines del Perú o el Chiloé. Los vería Almagro el Viejo; qué pensaría. Sabía, lo imagino, que habría de terminar allí. Altiplano del que no se regresa. Morirse de espada o de pena.

 

Estepa. Tenores y bajos profundos. De Smolensko hasta el Volga. Las bellas rusas bailan Kalinka y pegan grititos agudos.

 

Intervalo de capelletis y vino de mesa. No se ve el cerro. Piedras en las calles muestran que bajó el torrente. Detrás de esos nimbos, borrachos los achachilas, se teje el destino fatal de este pueblo. Las bocas de tormenta regurgitan excrementos. Apus que vomitan rocas; han arrasado con las retamas en febril suicidio permanente. ¿Así hemos de leer a Céline?

 

Te paseas desnuda alrededor de mi texto, intentando meter en él tu sutil empeine con uñas pintadas de rojo. Te empeñas en participar de la borrasca, de algún modo deshacerte de tus coloridos trajes de noche y mostrarte tal con pezones de estrella. Pero no te dejo, no quiero distraerme y lo eludo aunque huelo tu jazmín del Cabo, tu sexo de cucarda. Los delincuentes de Salónica entonan deprimentes canciones de abandono. El buzuki solloza, no suena; la mandolina semeja llanto de niño. El acordeón flota en el aire, se diría que es un bus escolar camino del desierto de Gobi, engullido en el simún. Hay asesinados en Esmirna, secan al sol como charques de llama, cubiertos de misteriosas máculas según los días.

 

Ayer quise escribir y terminé comiendo un sudado de pescado estilo peruano. El arroz amarillo que acompañaba era incomible. Yo que fui vicioso del arroz ya perdí la obsesión desde mi retorno a Cochabamba. Me acostumbré a arroces más suaves, no jasmine, demasiado dulzón para mí. Cuando era niño, el gobierno boliviano lo compraba de Pakistán y estaba poblado de gorgojos. Siempre tan dadivosos los jerarcas, tan entregados al pueblo.

 

Nueve naranjas bajo la luz de mediodía. Inmensas pepitas de oro. Sigue la música. Difícil seguirle el paso. Tal vez sea gitana, rusificada con el tiempo, como en los cuentos de Chéjov. Me han dicho que Troianets, al sur de Sumy, está destruida. Por un momento pensé que era la aldea de Tchaikovsky pero supongo que me equivoco. Pasaré por Chayki, región de Poltava, con mi libro guerrero en la mochila. De allí venían sus abuelos.

 

Me veo en el atardecer. Esos fogonazos de crepúsculo merecen ser los del profeta Elías en su carro de fuego. O simplemente la tarde que fenece con pupilas encarnadas. Podrías ser tú que al fin te abro el refugio, te pido: pasa, y pongo detrás de nosotros la vida con sus desventuras. Calla, deja que se escuche el crotoreo de las cigüeñas, permíteles volar a sus altos nidos que desde allí vigilan al enemigo.

29/01/2025

Sunday, January 26, 2025

En el fondo de ti la música


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Entre el placer de leer la prosa de Tom Wolfe en La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop y música isabelina/jacobina, el cielo cae a pedazos. Atravieso la entrada del motel donde danzó tu cuerpo enlazado y estrangulado como Laooconte por la serpiente. En el horizonte del panorama hay un rojo tenue de huminta con ají. Ya del sur no viene lluvia, el polo antártico se ha alejado hasta hacerse ficción de comics. El Endurance quedó en mito, las pústulas de la helada subidas a la piel también. Sobre la tierra de Ross, Robert Falcon Scott escribe.  Si poemas o diario de viaje poco importa. Heme aquí aterido por la brisa que desciende de la cordillera; la soledad, por lo general bermellona de contento, carga hoy rictus de misa solemne. De poco valen los acordes del tiempo de la reina virgen, la empolvada, casi siempre alegres. Pinceladas melancólicas del aire rememoran paseos por el Prater vienés. Y eso que hablé, algo impetuoso, de la posibilidad de subir los Cárpatos en Uzhhorod y cruzar a Hungría. A qué vendría ese aire de montes rumanos cuando el mediodía avisa que por la boca de lobo en la que taxis descargan parejas en objetivo de cópula no hay rastro de ti; tu aroma ahogado por el de sempiternas frituras, árbol muerto de paraíso.

 

Doy vuelta en los dedos una piedra con esmeralda escondida. Sublima la soltura con la que escribe Tom Wolfe y aunque yo llegué al pop con veinte años de retraso, todavía se sentía en los viejos maderos del Vesubio, en San Francisco, la decadente gloria del estío. Igual que en Cochabamba, allí estabas, envuelta en sábanas de hotel chino e inmenso desayuno americano, tocino, huevos over easy, hashbrowns, café, jugo de naranja, tostada de pan amargo, mantequilla, tabasco, mermelada de fresa y uva, crema. Cuerpo albo sacrificado a cientos de horas, poco lo ofrecido para recuperar aquello perdido. North Beach despertaba al día de semana y nosotros exigíamos que la noche y sus vicios continuaran para siempre. Nos negamos al miércoles y al jueves, pero el viernes se desmoronaba con angustia de verso de John Fante. Cuando subí al avión llovía, y nevaba en la pradera de Denver, el frío perseguía el espinazo y parecía que la guillotina de acero bruñido lamía el nacimiento de mi espalda. Finalmente cayó sobre mí y no hubo la altiva carcajada de Dantón, solo silencio de lata vacía movida por vientos irreales.

 

Entonces poseí a Daniela y la sombra colorada de su vientre crepuscular me sugirió campo de grosellas. Strawberry Fields Forever. El cuervo ya no grazna nevermore. Forever young.

 

Surfistas de la California de los años sesenta, ajenos al hervor de los conflictos sociales, a negros levantiscos y borrachos, a la guerra del barrio de Watts. Del borde del camino observo leones marinos en grupo. Bañistas cerca de ellos, intuyo lo resbaloso de las rocas por el color. Y el olor. El olor. El olor. Amo la naturaleza pero ni a fuerza me meten al ruedo. Espasmos correrían por mi cuerpo al tocar mis pies la roca ensalivada. Gritan los leones marinos en una encrucijada no lejos de San Diego. Majestuosos eucaliptos jamás podados exhiben cortezas lisas de sepia acuarela, de gris y verde verdoso. El objetivo es viajar hasta Ensenada pero nos detenemos en Tijuana bajo un retrato de Nahui Olin, Carmen Mondragón, más un filete de pez espada con cerveza cuyo nombre olvidé. Monstruosos pulpos de Ensenada, José Alfredo Jiménez le canta a su carretera en una bella canción. Arena y mar, mar y bajeles pescadores. Hombres con aguja de hueso reparan las redes y me ha parecido desde que tengo razón uno de los espantosos trabajos de la humanidad.

 

Calamares sin memoria.

 

El cerro está florecido de pasto. De Chocaya bajará agua en torrente. La bebíamos en la adolescencia cuando la gente no había poblado el espacio, cuando todo pertenecía a la posibilidad, cuando la forma era suelta como greda húmeda. Después, a manera bíblica, comenzaron a fabricar figuritas de plastilina, naranjas, azules, rosadas. Siguieron casas y automóviles teñidos por temprano hastío que preveía debacle. Sombra de sotana de cura vino la noche larga. No se escuchó el líquido. Viento tísico por las quebradas de Liriuni, Francine cubre sus muslos, no quiero que me devore la melancolía, dice, bastante tengo con los callejones de Yorkshire, vámonos.

 

De tus piernas crecía arroyo.

 

Luna de Leeds, de mazapán.

 

He tomado un colectivo de los antiguos, pintado de rayas rojas y azules, de unos cinco metros de largo e incómodos asientos en su interior. Viajo sin descanso, mis acompañantes se suceden, con sonrisas y sostenes de encaje. Cuando llego al destino final en la plaza llamada de los corazonistas aguardo en vano al pie de la puerta de entrada. Fui el último en bajar y luego de mí, nada. Reviso debajo de las piedras, nada; levanto a los perros dormidos y tampoco. Un muchacho ofrece empanadas con fuerte olor a cebolla retostada. A solo cincuenta centavos, joven. De pronto me han dado ganas de rezar. Subo apesadumbrado por la Hamiraya hacia el norte. Si solo ayer estabas en la cima de una roca y debajo de tu vestido había vestigios de penumbra, si te bañabas en las cálidas aguas sulfurosas y el oscurecer te vio desnuda y te quiso seducir. Pero caíste dormida en brazos y permití que la botella de vino se vaciara en el piso para no despertarte.

 

Parecía sangre.

 

Miserable alojamiento de la calle Nataniel Aguirre abajo. Habitación de tu postrer amor. De pronto navego el Titicaca y de un teléfono me dices adiós. Balbucea el oleaje y creo oír tu entrepierna enfebrecida. Vendrán discursos de la guerrilla peruana, absurdos planes de combate en la embajada de Cuba. Ni a mí mismo suelo vencer, tu despedida tamborilea en mi nuca a manera de marcha militar. Bayonetas que ni deseo adornan mi carne de sortilegios, hacen de mis sueños fantoches carnavalescos. Abandoné tu lecho cubierto con piel de oso de los Pirineos para esta hambre, te largué al solaz de los cabrones. Al fondo del silencio tarareas una letra de José Luis Perales y dices que aún piensas en mí.

 

San Antonio, de carey seco, gemía.

25/01/2025

 

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Imagen: Pietro Perugino, fines del siglo XV, principios de XVI

Tuesday, January 21, 2025

Conversando acerca del tiempo en día de lluvia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Con chamarra liviana, porque lluvia no implica frío, no para mí que trabajaba en Denver a la intemperie con 25 grados bajo cero, miro, caminando por Cochabamba, un cartel donde ofrecen sopa de quinua. De mis preferidas, me encanta; la vendía yo cuando tenía el delicatessen (The Flying Deli) sobre la West Colfax casi esquina Kipling en la ciudad de Lakewood, apenas a las afueras del antiguo barrio judío. Era alrededor de 1992 y entonces nadie conocía la quinua allí. Yo la traía de Bolivia y en la sopa del día que ofrecía a veces estaba en lista. Sold out, todo vendido, en una y toda ocasión. Preguntaban los clientes “qué son esas cosas como gusanitos” y les explicaba el futuro de este superalimento y su historia si disponía de unos minutos en aquel concurrido negocio. Muy pequeño, con dos taburetes para sentarse. La mayoría de la venta era repartida en auto para lo cual tenía tres choferes mexicanos y también por un tiempo dos de mis cuñados. Ningún local del tamaño del mío hacía delivery entonces y se asombraba le gente que lleváramos un sándwich, de los 42 ofertados, hasta el lugar donde hacían el pedido.

 

Alquilaba el espacio y el equipo a un rico guatemalteco de apellido italiano, cuyo mayor ingreso estaba en la venta de marihuana; no necesitaba el individuo tenerlo cerrado. Luego de cuatro años de vivir de ello, decidí retornar a Bolivia con mi esposa e hija, una entonces. Vendí el nombre y el menú, ya que nada me pertenecía, por veinte mil dólares que era mucho dinero. Guardo dos largas cucharas de acero todavía (acabo de usar una para servirme caldo de pollo) y partí. Bolivia es Bolivia y luego de doce meses y un poco tuve que retornar a los Estados Unidos y abrir un restaurante en las montañas de Colorado, donde hubo grandes minas de plata, Leadville, pueblo asociado a John Doc Holliday y a Oscar Wilde también.

 

Vino la cárcel, el retorno a la llanura rodeado de mi familia boliviana. Detalles que no vienen al caso. Seguí la vida, dura pero triunfante, hasta no hace mucho, con dos preciosas hijas ya. Pensaba en eso viendo caer la lluvia, suave sonido del tamborileo del cielo. Trajeron pan tortilla, llajwa y la sopa, nunca como la hacía yo, según vi a mi madre. Nunca como mi chaque de quinua, planta de mis visiones por Sajama y tantos otros lugares, imágenes de Quinuera, documental de Ariel Soto Paz en las pampas de Alota (2014), tierra multicolor.

 

Mañana la tía Teresa me entregará un manojo de paico, hierba mágica. Duerme en el fondo de los tamales mexicanos, siempre, y la llaman epazote. Crecía en el jardín de casa. Mamá hacía infusiones y servía para los platos principales de igual manera.

 

Mientras aguardaba el espeso aunque no muy sabroso chaque leí un corto trabajo de Hugo von Hofmannsthal, La carta, de 1902. Supuesta misiva de Lord Chandos a Francis Bacon en el siglo XVII. Conocí al fino escritor en las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer. Pocos deben leerlo hoy, como pocos o nadie leían las obras de Zweig cuarenta años atrás. Curiosos e inteligentes editores rescataron a este último para la lengua castellana y es hoy bocadillo de escribidores de fútiles temáticas y escasa trascendencia. Sin ánimo de decir que escribir es cosa seria, de alta filosofía. Para nada, pero tengo mis complacencias y mis críticas en literatura y soy bastante ajeno a lo que por regla casi general escriben las élites letradas de América Latina.

 

Pues, Hugo von Hofmannsthal, sólido maestro, me acompañaba bajo el tinglado plástico de algún lugar de la amada y deleznable villa. Su Lord Chandos, joven literato, le cuenta a Bacon el por qué no escribirá más, incluso quizá sea esta su última carta al interlocutor. La vieja narración, dada la época en que supuestamente la redactaba, se refiere al terror de cualquier escritor, sin límite de tiempo ni espacio, a la invasión de la aridez sobre su alma y reflejada en sus manos. Ya no escribir porque no se sabe qué contar, porque las palabras se confunden en vericuetos y mixturas sin ton ni son, calesitas de caballos desbocados fuera del arbitrio incluso de la electricidad. Breve texto que con exquisita sutileza muestra una realidad posible para cualquiera pero sobre todo una autocrítica. Qué falta nos hace leerlo en esta tierra tan prolífica en escritores y poetas, así como en quinua roja, rubia, morada o negra. Lástima que no podamos hacer caldosa de literatos aunque vi hoy que en el almuerzo del día ofrecían sopa de letras.

 

Luego, días después, en los avatares de la edad y galenos por aquí y acullá, esperábamos sentencia con un amigo, unos diez años mayor que yo, en salón impoluto. De la ventana contemplaba la frutera de enfrente y su manojo de tonos. No había sepias allí, solo brillantes colores primarios o variaciones de igual brillantez. La charla de mi acompañante giraba en pocas palabras en torno a cómo el tiempo iba ajustándonos el gaznate para estrangularnos como pavos. “De acuerdo”, le seguía el ritmo, a la vez que imaginaba cómo combinaría el sabor de la uva rosa con el de la papaya apenas saliera del lugar y retornase a casa. Que la muerte viene, venga que fiesta hay, es Bolivia finalmente y aquí se baila la tristeza: “he vivido tolerando martirio” reza una hermosa cueca.

 

Llovía. Llueve. Llovió y lloverá, sin embargo no es el período en que cayó el cielo sobre la tierra por dos millones de años sin descanso. Destruyó y produjo vida impactante. Ni pensemos en Macondo. Llueve porque así era en el pasado para mantener llenos los acuíferos de Calacala, para que me detuviese en una fuente de la hoy plaza 4 de Noviembre (creo que antes Plaza De Gaulle) a beber agua de una fuente inagotable, para saciar con ella la deshidratación del alcohol y peor la del amor. Bajaba de Aranjuez y tu padre había llegado.

 

“¡Pero por qué insisto en buscar esas mismas palabras de las que abjuré! ¿Se acuerda usted, amigo mío, del maravilloso relato que hace Livio de las horas que precedieron a la destrucción de Alba Longa?”, continúa Hugo von Hofmannsthal, retornado de un pretérito largamente adormilado, de las páginas del magnífico Zweig, de la increíble Viena de Schiele, de Klimt, de Kubin y ellos dos, de la magia de una época que perecía en serio, no como dos quejumbrosos viejos en lo anodino de una sala de dentistas. Sombríos como los cuadros de otro grande de la Secesión de Múnich: Franz von Stuck.

 

El cielo semeja atormentado. Nubes de luto descienden por las laderas de los usualmente verdes cerros de Cochabamba. Diría que hay murmullo de pasos de caballo, pero desde las guerras de independencia estos jamás se recuperaron en número. Truenos sordos, no galopantes, los que lo producen. Me toca entrar a mi sesión del día y me despido de la melancolía de mi acompañante. Por encima de sus entrecerrados ojos claros, de titán venido a menos, sigo observando a la impertinente frutera y su inmensa ración de vida. ¿Caserito, qué vas a llevar? Dame un puñado de arándanos que voy perdiendo la sangre.

21/01/2025

 

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Imagen: Koloman Moser, 1895-1900

Friday, January 17, 2025

Nota sobre Jorge Zabala


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Al fin un ensayo serio sobre la obra de Jorge Zabala, olvidada en gran medida en su letra u opacada por el individuo mismo en su actuar diario. Muchos quieren dorarse de su sombra, por supuesto. Sucede cuando los grandes hombres se extinguen, pero ese es detalle nimio.

Fino como Oscar Wilde, incisivo como Lytton Strachey, Jorge fue un perdido caballero inglés que optó por quedarse en la isla de los salvajes, de manera figurativa, entiéndase. Erudito personaje que con su presencia llenaba las charlas del café cochabambino. Hablaba de Auden, su favorito, a la vez que sugería a unas muchachas alemanas de intercambio que a las suizas les gustaba hacer el amor con calcetines. Recuerdo sus noches de visita en la casa de la José Quintín Mendoza, siempre acompañado de Mike, veterano israelita de las guerras del Oriente Medio. De dos retratos que le hizo Jenny Gubrud, queda uno, muy íntimo en la captación de aquel profundo pensador y divertido interlocutor.

Visionario. Debiera penetrarse en las sutiles aproximaciones que hace Zabala al asunto racial en Bolivia. Hay tanto por extraer de allí, cuando ni siquiera se elucubraba sobre el porvenir. Murió solo, tristes últimos tiempos que comentó su enfermera, cuando ya lejos de sí y un mundo que conocía pero sin embargo ajeno a él, decidió marcharse como lo que fue, un dandy del pensamiento que no pertenecía a un derredor marchito. 

Denver, septiembre del 2024

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Preámbulo a Jorge Zabala: un análisis histórico de su legado en la Crítica Cultural de Bolivia, de Sergio León Lozano, 2024


Wednesday, January 15, 2025

Viaje por un mapa extendido sobre el piso


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cierto que prometí a Emilio Losada que iríamos a Tánger. Lo haremos. Sucede que ahora me toca un viaje imprevisto, burocrático, por asuntos de jubilación, seguro de salud, etcétera, cosas que se han convertido en vitales a esta altura. Denver, destino inicial. Mis hijas, la colina de la calle Meade, casa de Aly, el café Dazbog a una cuadra del departamento de Emily. En medio tantos menesteres, visitas a tiendas de antigüedades, ventas de garaje, lugares de segunda mano, a comer dumplings chinos, fritos y hervidos, pierogis polacos, hamburguesas baratas que me encantan y tacos al pastor en la calle, cubiertos de chile rojo. Esta vez iré solo con un par de camisas y otro de pantalones. Liviano, sin contar los regalos. Allí compraré, en la aunque uno no quiera magia de la sociedad de consumo, el resto a precios irrisorios.

 

Aliso el papel que comienza en el Atlántico y termina cerca de Jarkov, de Voronezh en el lado ruso, cortándose hacia el sur, hacia la cuenca del río Don y los Campos Salvajes, Azov y Crimea. Inmenso mapa que compré el 2018, justo antes del Diario del divorcio. La meta es ingresar a Ucrania, lo más profundamente posible. Sé que se puede después de firmar consentimientos y reconocer que si algo trágico ocurre la culpa recae en mí. Está por verse. Las opciones cercanas son sobre todo Polonia y Rumania. En esta última me gustaría afincarme unas semanas en Brăila, pequeña ciudad que fue cuna de Panait Istrati. Delta del Danubio, uno de los lugares más alucinantes del planeta. Navegar a Izmail y quizá ascender hasta Moldavia. Podría oler la bella Odesa desde su distancia, lugar que en mi memoria se ha convertido en edén. Rodaballo asado y slivovitz, licor de ciruela. Botes buscando su destino entre elevados juncos, peces que hablan, noches de aves zancudas, lentas y sutiles como muertos vivos, el sonido de la historia en oleajes muy suaves, casi imperceptibles, dando ánimo al sueño, a oníricos pasos de fantásticas hembras hechas de ventisca.

 

Iași, que se llamaba Jassy en Curzio Malaparte, quedó en mi mente en su macabro y espléndido capítulo de Kaputt: Las ratas de Jassy. Ciudad bombardeada por bravas mujeres soviéticas que al ser derribadas enfrentaban el horror de los soldados rumanos y alemanes sedientos de odio y lujuria. Moldavia, cuenta el autor italiano, a pesar de no ser hoy parte de aquel país. Quién sabe si para marzo el conflicto haya terminado. Mi tren me llevará a Leópolis (Lviv) entonces, centro operativo de la Horda de Oro y de los hetmans ucranios que destruían el poder de la rica Polonia. Retroceder en mis lecturas hasta el inicio. No sé por qué he recordado cuando en bus atravesaba Lubny camino de Poltava. Seguro que hay un libro o una película por allí en los cuales Lubny tenía protagonismo. O es melancolía por los edificios de piedra que han visto más historia de la que debían ver, que han llorado por diez siglos y que ni al despertar Merlín de su sueño de mil años (Mark Twain, en Un yanqui en la corte del rey Arturo) se arreglará pena semejante. Viajes del tiempo…

 

Londres primero, supongo, como antes. Es usual que saliendo de Colorado, quizá deteniéndonos en New York, derive allí. El salto no será a Portugal esta vez sino a Galicia, a Coruña y Betanzos en el fondo del agua. No hay Santiago apóstol para mí pero me gustará dormir en algún monasterio, trashumar por el pretérito tan vivo en tales rumbos; pensar, cómo no, en las maravillas escritas por Álvaro Cunqueiro. Imagino un ferrocarril enfilando haca Lyon, a ver a mi sobrina nieta Renata, combativa y magnífica. Me hará bien una semana en sus viejos pasadizos, comida tunecina y reanimar imágenes que de la Revolución Francesa tenía de la ciudad y región. Mi familia no es de muy lejos y tal vez siga huellas que no había aún considerado. Ya que en Francia, he de subir en mi viaje al oriente por Besançon. Otra vez, literatura, Dumas, Hugo, De Vigny…

 

Tréveris y Ratisbona (Trier, Regensburg) en la adusta Alemania del lodo eterno de la guerra de los Treinta Años, saltimbanquis de Grimmelshausen, en su obra misma y en la de Günter Grass. Hasta me marea pensar en todo ello. Hace solo unos días veía una serie acerca de Wallenstein, el líder militar bohemio; miré, a su vez, semana atrás, la milenaria y dolorosa historia de Pomerania. No subiré tan al norte, a pesar de desear sobremanera caminar por el sufriente polvo que hollaron las casacas azules del ejército imperial sueco; visitar Stettin (Szczecin), Danzig (Gdańsk), cruzar Masuria, pisar los adoquines de Kant, la maravilla del Báltico, Helsingfors (Helsinki), Narva y Vyborg.

 

Después viene el este y el universo se abre en múltiples sendas que conducen sin duda al cielo pero también al infierno. La aurora boreal adquiere inusitadas formas, impredecibles, así la vida y sus claroscuros. Suena el klezmer en casa, intensa alegría y baile de hebreos que semejan ser tan serios, que esconden sus trenzas en el laberinto de la Torah. Hojeaba a Irène Némirovsky y me cuesta creer que andaré por allí. Miraba el 2018 en el aeropuerto de Fiumicino a rabinos cuyo destino era Kiev. ¿Qué van a hacer los judíos a Kiev?, me pregunté. Detrás del estuco de las paredes de Drohobych, se escondían dibujos de Bruno Schulz.

 

Dónde está la granada, se preguntaba el poeta Iwaszkiewicz. Está, le respondo, por aquellas calles apenas doblando la de Lva Tolstoho en Kiev. En Brăila y dispersas por Azerbaiján, en la grisácea Bakú que despreciara Knut Hamsun. Las he comido en Odesa y untaré carmesíes mis labios mirando la desembocadura del gran río en Kherson. Todavía tengo el sabor persa del khoresh-e fesenjān, pollo a la granada y la nuez. Lo tuve en una terraza desde la que podía ver la escalinata de Eisenstein, a Catalina emperatriz, sí, en la perla del mar Negro, ciudad que no nombro hasta que la transite de nuevo.

 

Lo cociné en la calle Clarkson, en mi mansión victoriana de Denver. No conseguí granada y la reemplacé con cerezas. Sin ser un éxito estuvo bien, con preámbulo de ron y sobremesa de vino tinto, solo yo conmigo, la mejor y única conversación posible alrededor de la eternidad y la transición.

 

Dejaré el mapa en el suelo el día entero. Me acercaré a él como a un relicario. Me ha despertado impulsos en demasía agradables, vinieren como vinieren las fondas, los platos y enseres de este próximo futuro. Cuando termine, se inicie otro intervalo debiera decir, pasaré por Denver a despedir a Emily y Aly, de ahí ya sea a Panamá o por la detestable Miami, de vuelta hacia el refugio del quinto piso desde donde veo si se acercan en contra mío las huestes de la indignidad y alisto balas de plata para deshacerme de ángeles y demonios por igual.

15/01/2025

Sunday, January 12, 2025

Fabricante de mosaicos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hablé hace poco de El viejo del tiempo, obra de William Blake. Inicia mi serie de afiches en el extremo derecho de la pared de la sala. Viene de una exhibición del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, año 2001. Al lado de una mujer de Schiele, Národní Galerie Praha, que fue el primer poster que adquirí a mi llegada a USA. Dupont Circle, saliendo del metro hacia la derecha. Allí obtuve aquel de los ojos de Kafka también. Ambos están en la Cochabamba del 2025, treinta y siete años después. Kafka encima de Alfred Kubin y enfrente de Ben Shahn.  En el silencio de la tarde de lluvia del once de enero, de cielo gris azulado. Ni sonido de martillos hoy, los maestros masones han dejado la obra inconclusa por el día, van subiendo piso a piso un edificio de diez con rutinarias y precarias técnicas de albañilería local. Maderos resbalosos, húmedos, con mínimas condiciones de seguridad, perfecto para que Chico Buarque inicie su icónica balada.

 

Recostada Pilar mientras bucólicos molles se extendían por sobre su vientre. El departamento semi escondido. Pálidas paredes como rostros de niño, cortinas que impiden el día y crean penumbra. No hablemos de amor que al menos hoy no vinimos a ello. Conversemos de Carlos Fonseca y la revolución nicaragüense luego de desollar la piel hasta el cansancio, de frotarla con vino oscuro; hueles a uva martirizada, a polvo de caminos del sur, interminables camiones saliendo de Camargo con destino alcohólico. Aquello terminó, va consumiéndose de a poco entre populares necrológicos de amigos y enemigos, misa negra por estos últimos, cabrones, bien muertos estén.

 

Compás que delimita los márgenes de la existencia, perfectas marcas que ni el péndulo destroza. Caminaba por el pasto y la tierra desde la plaza Constitución. Podría decirse que las horas eran más calladas, mesurados los vientos del ruido. O es que la memoria me distrae y hace jugarretas adolescentes.

 

A inicios de los ochenta ella se marcha; no Pilar, no ella, otra. En la carrera de Sociología suben y bajan los revolucionarios del porvenir, flama y gloria de la insurrección boliviana. Tengo mi propia opinión al respecto y la callo por voto de decencia. Afanosos futboleros llenan las canchas. Me conmueve, me entristece pensarte acostada en el lecho de eucaliptos. Al oscurecer se presentan luciérnagas, justas para nuestra boda, teas de batallón de soldados trashumando la llanura. Febril crepúsculo que apagas con muslos, tibia agua de manantial, arroyo embrujado. Hablamos; contigo me iría hasta la mierda, dices en sutil piropo apasionado. Ideal para el momento el Hervé Vilard que escucho. Lo cambio en un rato por The Doors. Por los alfalfares de Sarco te buscaba en grito. Sabía dónde estabas y no iba a buscarte. Alma suicida; “pobre muchacho”, comenta mi madre a mi padre y las tías se escriben entre ellas envueltas en tragedia que apenas ha comenzado. Eliana, amiga de mi hermana, me pide que me detenga, que deje de caminar ida y vuelta mirando el ventanal, que semejo un tigre encerrado, que tranquilo. Spanish Caravan… “I have to see you again and again”.

 

Again and again. Agonizo.

 

Ya entonces, inconscientemente, sabía que la redención vivía en el castigo. Aherrojar el cuerpo para liberar la mente. Si cierto o no en el instante, me sirvió en el futuro. Penitente de aquellos que Bergman pasea por pueblos nórdicos azotándose. Eso, al menos allí, mejor que sentarse a jugar con la Muerte una partida de ajedrez.

 

Llueve como en el filme de Molière.

 

Don Mario Poggi me dice que la empresa que administra necesita obreros. Las amistades de mis padres se solidarizan con mis búsquedas insensatas. Trabajo duro, escasa paga, no es para ti. Me anoto, comienzo en la Marmolera Urcupiña, justo a un costado del río de Sarco, muy cerca de la iglesia. En el exterior, dispersas rocas gigantescas. Me alcanzan un combo que debe pesar diez kilos, máquina de guerra medieval, arma para matar dragones. Ni guantes ni entrenamiento. Hay que romper las piedras, desgajarlas, hacerlas pedazos que irán armando mesones de mármol para las casas de los ricos. Al principio me sonrío pensando en películas con prisioneros que combo en mano pasan la vida de picapedreros. Al rato sé qué es muy distinto a ver cine. Golpe tras golpe y ni mella. Pústulas en las palmas. Revientan, humedecen el mango sudado del instrumento de tortura. Estiro las mangas de la camisa para protegerlas. En vano. En dos semanas se habrán hecho callo. Queman, igual a agarrar brasas.

 

Salario de ocho dólares mensuales. Cuando cobramos, los aprendices, aunque a veces asiste algún maestro, subimos siguiendo la torrentera una cuadra arriba, hacia la avenida América, a la chichería más cercana. A medianoche ya debo diez dólares. Me gasté el mes y más jugando rayuela en chupa insulsa. ¿La estoy olvidando? No la olvido pero el dolor se ha hecho espacio en mí al mismo tiempo, el dolor físico, no la ausencia de sus pezones puntiagudos. Ampollas que pesan tanto como el amor.

 

Cuando no hay monstruosas rocas disponibles nos sientan en tres ladrillos apilados a picar desechos de las máquinas pulidoras. Pequeños trozos de mármol y de piedra awayo que viene de los cerros de Tupiza. Hay mosaicos armados en mesones con una viscosa pasta preparada de colores diversos. Allí arrojamos el resultado de nuestros martillos. Alisarán el compuesto y cuando estén secos los pulirán. Saldrán hermosos cuadrados de granito, de mármol negro, rosado, blanco. Otra vez, para casas pudientes, no son mosaicos comunes. Los pulidores soportan agua helada y sílice de cuando se corta la piedra. El recinto se llena de polvillo mezclado con líquido.

 

Llego a casa con ganas de tirarme con ropa sobre la cama. Mi cena está en la mesa de fórmica roja de la cocina, tapada con un plato para preservar el calor. Soy afortunado. Lavo con cuidado las manos, tratando de no romperlas más de lo que están. Pizca de sal en el tibio caldo. Callado, me acuesto. Ni me baño. Leo a Proust y a Franz Werfel y caigo dormido.

 

Día tras día, mes tras mes. Hasta que la bondadosa Gaby Vallejo me cuenta que están haciendo una película de una de sus novelas y que necesitan extras. Chino, Hans, Julio, Elmer y yo nos alistamos. Nos pagarán cien dólares por escenas de violencia donde no tenemos que decir nada. Cien es como un año de trabajo en la marmolera. Don Mario se alegra que salga de allí, a él siempre le dio pena mi situación pero a mí no. Sin quererlo, a fuerza de bestialidad, no me importa ya con quién ella esté. Ni Marx ni Gramsci, ya no. Se va esculpiendo con lentitud el porvenir. Que no será de pétalos pero aquí estoy, colgando el teléfono que conversó con mis hijas en la placidez de su invierno.

 

Llueve, pesaroso ebrio cielo.

 

En un balcón hay fiesta. Tiran cohetes. Tengo dos opciones de filmes hoy: Ucrania en 1937 o la operación Barbarroja en idioma alemán. Cierro un breve libro de Walter Benjamin. Miro el cuadro de Blake como cada día, pongo agua a hervir, separo los cubiertos de la anterior reunión familiar.

 

Llueve. Lentos transeúntes de abiertos paraguas descienden por la calle del obispo. Hace rato que se detuvo la música. Recuerdo a mi sobrina nieta Renata bailando marineras con servilleta haciendo de pañuelo. Hojeo mis álbumes de estampillas. Spinoza y Hermann Hesse. Lejanos relámpagos en la cima de las montañas producen luces como de fósforos encendiendo cigarrillos.

 

El combo pesaba diez kilos. O veinte. O veinticinco. O cien. ¿Ella? La perdí en una última caminata por Condebamba, cuando más interés tenían las lanceoladas hojas de los eucaliptos azules que el humo de sus delgadas vértebras. La vida es así, sentenciarán, y le pondrán ritmo. Cuento tus huesos como shamán de Polinesia, me faltan algunos; al parecer olvidé algo o simplemente no ocurrió. Me sirvo un vaso de agua natural, olvido mis pequeñas victorias y mis aun más pequeñas derrotas. Es ahora tiempo de fantasías en serio. Dice el Satiricón: “Ya no supo la mujer mantener el ayuno de la otra parte de su cuerpo”. Yo lo aprendí, fue más fácil que partir rocas, muy por debajo de acomodar piedrecillas dentro de cierta masa pegajosa para crear pulidas formas geométricas henchidas de arte y de belleza.

 

La luna se ha escondido. La veo sin embargo a través de la tormenta.

11/01/2025

Friday, January 3, 2025

Muerte sobre la estepa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El anciano de los días, de William Blake, observa desde la pared lateral. Bebo un trago de agua con dificultad. Estoy viendo un filme de Kazajistán sobre su Holodomor, llamado Asharshylyk en su propia lengua. Cuesta creer que cada grupo humano de lo que fue la nefasta Unión Soviética tiene un nombre para su singular genocidio, ejercido sobre ellos por la “moral” comunista.

 

Hambruna de 1930-1933 en las estepas. Nunca se lo pregunté a Yefim. Creo que él y su familia fueron forzados a trasladarse allí desde Bielorrusia poco antes de la guerra, a la hermosa, así sea ilusoriamente, Pavlodar, tierra de huertos de manzana. Prometí a Yefim ir con él allí un día. Recuerdo su alegría cuando llegó a Denver su esposa, ingeniero de profesión, que luego de unos meses lo abandonó y retornó a su ciudad. Yefim no vivía en las mejores condiciones en la Pequeña Rusia, barrio denverita. Con presupuesto limitado poco podía ofrecer a la mujer. Sobre todo si ella poseía en la estepa, que retuvo a Trotsky y a Dostoievski, un patio con árboles frutales y vecinos con quienes chismear. Estados Unidos es lugar difícil. La gente vive aislada. Las minorías sobreviven y progresan porque no se desvinculan de sus tradiciones familiares. Muchos retornan, como yo. El norteamericano común, el que masivamente votó por el delincuente Trump, vive martirizado por la precariedad de su existencia, la droga, el alcohol, soledad y falta de afecto. Armas de fuego alrededor, como quizá única salida a sus frustraciones. Vivir en miedo, además, miedo del otro, la muerte y las enfermedades. Carente de estructura que le permita continuar sin enloquecer. Sugiero ver el filme Fray (Geoff Ryan, 2014).

 

No le pregunté a mi amigo Yefim Schleyfer acerca del hambre. Él y su hermano fueron dirigentes comunistas en los años 60, seguramente con privilegios que les permitían vivir mejor. De ascendencia judía, no había olvidado su yiddish aunque no lo hablaba con nadie. Ruso, muy pocos kazajos en Colorado entonces. Como varios otros se desvaneció. Mi esposa lo encontró en un supermercado y lo abrazó. No recordaba quién era ella y ni intentó comunicarse en inglés. Lo arrebató el tiempo, el viejo de los días que da la impresión de ser Zeus, regidor de destinos.

 

La bella Daniela me cuenta que en Viena, en el museo Albertina, hay una exhibición de Chagall. Nuestro Chagall, le digo, y anota una risa mientras envía dos cuadros del pintor. Una mujer de blusa y medias rojas, brazos echados detrás de la cabeza, ojos que se cruzan con los de un chivo verde, un pez con aleta que parece mano y creo una luna con pretensiones de sol. El segundo, la figura central de un gallo rojo, la usual pareja en matrimonio, el chivo azul violeta, Vitebsk detrás y la media luna como garfio encendido. ¿Nosotros?, pregunto. Por supuesto, nosotros, en la boda sideral de lo onírico, cabellos carmesíes sobre la funda de la almohada, lluvia leve a modo de sutil piano crepuscular.

 

Llueve este tres de enero del año veinticinco. He abierto todas las ventanas y una ventisca fría limpia el aire interior. Humea el café instantáneo, extiendo mantequilla sobre el pan tortilla. Visto un chaleco de lana, negro con hombreras de cuero claro. El Ejército Rojo decomisa el grano, mata a los animales, les enseñaremos a amar a la Unión Soviética y al profeta Stalin. Millones de muertos, como en Ucrania o en regiones del Volga. Más de cien años después el mundo sigue siendo festín de oligarcas. Y la recua marcha al arbitrio de ilusiones. Llueve, fresca brisa. Chove.

 

De Vitebsk a Karaganda, en tren. Lo puedo imaginar, sentir. Polvo inmemorial, indecente, cielos flamígeros que quedaron desde las explosiones atómicas. El “polígono” de Semipalatinsk, tan cerca de Pavlodar. Brillo radioactivo de los novios que surcan el cielo: Kusturica, Chagall…

 

Maca negra y kéfir. Camino por los mercados con mochila de preguntas y aprendo siempre. Diminutas semillas de chía, gusto de gelatina en la boca. Cuando pienso en el borscht que preparaba Yefim, con trozos de puerco flotando en grasa, la famosa cuchara de escamas negras ya imposibles de quitar, eneldo picado, crema agria. Delicioso y mortal. Sangre de la remolacha, suaves trozos de repollo, encurtidos de pepino y chorizos polacos.

 

Inmensas águilas entrenadas para matar lobos. He visto documentales de los cazadores de zorros de la cadena del Tian Shan. Hay que tener brazo fuerte para aguantar el peso de esas aves de mirada aguda, recuerdan al Napoleón de Abel Gance. Sueño con el Asia Central. Cada vez se hace más difícil ir, conflictos por doquier. Una opción era el Transiberiano, descender en Tashkent. Vuelo hasta Omsk, a doscientos kilómetros de Pavlodar, también. Veré. Tomar té en un bazar uzbeko. En Denver iba siempre con mis hijas a comer delicias de Uzbekistán, saladas, panes especiales y más. En Kharkiv probé una tarta de carne en una tiendita en la cima de la colina a un paso del hotel, atendida por dos muchachas asiáticas. Compré cerveza en vaso de plástico al lado. Elegí al azar de varias pilas que sobresalían de la pared. Eso, para mí, equivale a felicidad, entrada al universo mayor. De postre, ya cerca de la universidad, ordené un cheesecake de maracuyá que nada envidiaba a Sudamérica. Luego a tomar sol en un banco, con las piernas estiradas, ojos entrecerrados y pensamientos. Bajo la sombra de un gigantesco soldado soviético, de treinta metros al menos, que ostentaba una bandera amarilla azul en la punta de su bayoneta. Ah, Kharkiv, bombardeada hoy, cuándo he de pasear por tu parque Gorky otra vez, cuándo la sonrisa de Kate de perfectos dientes y dichosas caderas. No acepto nuncas, ni hoy que el atardecer amodorra y estoy lejos del ruido de la ciudad y todo parece detenido o en velorio.

 

Salto entre lecturas del Satiricón y las Memorias del duque de Saint-Simon. Me espera el filme kazajo, La estepa que llora, y otros de Finlandia en la guerra de invierno, un documental argentino sobre la Triple A, larga lista de mis deseos y novedades. Abarcaré cuanto pueda, nadando entre aguas dispares, feliz de haber hallado de nuevo Carrington (Christopher Hampton, 1995), acerca de la vida de la pintora Dora Carrington y el escritor Lytton Strachey. Magníficas las actuaciones de la bella Emma Thompson y Jonathan Pryce. La vi alrededor de 1996, cuando mi novia brasilera me visitaba por tres meses y solo tenía yo dos sillas, una mesa y un viejo sleeping bag. Avenida Peoria, apartamento K24, tercer piso. Tiempos de lujo aunque parezca contradictorio. Libros y discos por el suelo. Un televisor y lo necesario para reproducir videos. Mucho de cine y cuerpos, buena mano en la cocina, ambos, y la brisa de julio entrando por las tres ventanas que daban al jardín de árboles.

 

Trabajo nocturno. A veces su compañía, el retorno a casa viendo morir las estrellas, cruzar cometas la pradera de búfalos, lunas bifrontes en las selvas donde cantan renos con voz de bajo profundo. Sutiles mapaches se escurren por las escaleras, ese zorro colorado acecha a la multitud de conejos salvajes.

 

Leíamos a Mayakovski ¿O era Ismail Kadaré?

 

Sábado de borscht. Cozinhas. Tempranillo español recién descorchado. Tu silueta que recorto con tijera y guardo en un gran libro de Joseph Campbell. La penumbra va cubriendo la imagen de William Blake. Me pondré zapatos para ir a tirar la basura. Antes tengo que hacer limonada, lo más ácida posible, y luego retorno a la cueva primigenia, no tan vacía como ayer.

02/01/2024


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Imagen: Marc Chagall