Friday, January 6, 2012

Fantasmas de la noche


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

1968. Apenas nos habíamos trasladado a la casa nueva. Pronto hicimos amigos. Tiempo de sombras: los faroles de la calle no iluminaban bien. En la esquina del estadio la oscuridad lucía más negra. Sabíamos que entre los eucaliptos, inmensos y en línea, estaba gente de mal. Todo lo cubría el polvo, o el barro si llovía. Baldíos de insectos y culebras. Un grupo de sauces empujaba una cerca de podridos troncos. Teníamos hasta un túnel por el que corría agua sucia. Espacio de sueños y alucinación.

Nos reuníamos con amigos en el patio de casa, pasada la cena. Eric, joven ya, contaba historias de horror. Entre ellas la del kharisiri, ser que vaga por la altiplanicie buscando víctimas a quienes quitar la grasa del cuerpo. Asociaba su presencia al sonido de campanillas. Decían que al oírlas la gente del campo se encerraba. Por ello los pueblos padecían de silencio pasado el crepúsculo. Jugábamos. Ocultos en los cañaverales escuchábamos a un compañero tocar la campana... que se acercaba y la luna, hendida de costado, sin luz para asustarnos.

El tiempo creció. En los caminos de Bolivia jamás he dejado de sentir algún temor. Cerca de un arroyo, en Cuchu Ingenio, en Potosí; en Las Carreras, más al sur; en la subida a Morochata o en las difusas sendas que salen de Chimboata muerta, pesan los cuentos de la infancia, la imaginación y un barrio sombrío.

Cierta vez, un conocido británico "estudiaba" algo en Chinchiri, Ayopaya. Se alojaba en el pueblo. La gente lo recibió con hostilidad. Pero llegó la chicha, los besos y los llantos, el alcohol hermanador. Así el hombre se enteró que había sido vigilado en las noches por los campesinos. Dado el color de su cabello y su piel lo creyeron kharisiri. Pero días sin victimados se sucedieron y las sospechas quedaron en nada.

En Sica Sica, altiplano, indagué sobre la existencia del ser. Allí lo nombran kari kari. Supe que actúa no demasiado lejos de las casas. Cierta tendera me señaló "uno", un hombre mestizo común. la mujer aseguró que por los ojos se los conoce: los tenía sangrientos, como trasnochados. El individuo vivía detrás de la iglesia. Vecinos recordaban que su padre también había sido kari kari. Esperaban descubrirlo. Meses atrás, en unas lomas cercanas, hallaron a dos pastores muertos, con el inconfundible corte en los lugares del vientre donde se acumula la grasa. Decían que por Patacamaya andaba otro cortando, hacia un montículo que sirve de oratorio a los indígenas.

La leyenda se ha modernizado. Ahora el kari kari sube a los buses entre Oruro y La Paz. Se sienta al lado de las personas solitarias y, cuando duermen, introduce una pequeña aguja en el costado que les succiona la grasa. Es muy rápido... al desgraciado le invade debilidad extrema, sopor de muerte. El vulgo ha inventado un verbo para esta acción: "carintar".

Camino de Chile, en la soledad de Puente japonés, a orillas del Desaguadero, la gente vive sin temor. El kari kari no deambula por allí; no hay razón de estar en despoblado. Prefiere las villas. Los chullpares, abiertos y excrementados como baños públicos, se alzan contra la noche azul gris que traga el río. Un ave pesca en las brillosas aguas donde parece que se hubiera lavado y despintado la luna.

Así el fantasma escoge las aglomeraciones de casas, no muy grandes. Sobre todo aquellas que tienen iglesia. Escuché, a quienes afirman haberlo visto, que lleva hábito monacal, es sacerdote y de piel blanca. Supongo el origen en los años de la conquista y la colonia. Kharisiri o kari kari pueden ser representación del español como demonio, como sujeto de mal para los nativos. ¿Pero de dónde la trama esta de la grasa, y por qué? Grasa humana, no animal.

Leyendo a Garcilaso, su crónica sobre la conquista de la Florida por Hernando de Soto, año de 1538, encuentro algo que quizá me dé la pauta o una posible -horrorosa- respuesta. La expedición conquistadora habíase adentrado en el nuevo territorio con suerte variada. En la actual región de Alabama, los castellanos libraron un terrible combate (batalla de Mauvila, 1540) contra el cacique Tascalusa. Pelearon durante horas y, a pesar de vencer, salieron muy mal parados. Su bastimento se había perdido y tenían heridos. Venía la noche en frío. Para socorrerse, abrieron los cueros de los indios muertos y les quitaron la grasa, que usaron como ungüento y aceite para aliviar a los maltrechos.

En la colonia el indio era el "objeto" más numeroso y accesible, gratuito. Un animal valía más. No sería extraño que inescrupulosos frailes o patrones de encomiendas se sirviesen de ellos para conseguir suplementos básicos como el aceite, para las candelas, curaciones, y hasta ritos religiosos. De ahí podría nacer esta historia de los robadores de grasa. El tiempo y el dolor han borrado las huellas de tantas cosas. Improbable pero no imposible: "el indio no tiene alma".

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Publicado en Correo (Los Tiempos/Cochabamba), 26/3/1992

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