Sunday, January 15, 2012

Hijos de la revolución


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El Wall Street Journal es un periódico de derechas, no voy a discutirlo, pero a veces, muchas, en su edición sabatina tiene una sólida sección cultural. Pasa con el Financial Times, que en este momento ha enfurecido a los españoles por su apoyo a las reformas iniciales de Rajoy. El Financial, de Londres -me gusta decirlo, porque así invento un halo que me acerca en imaginación a Defoe, a Boswell, así fuese escocés, a Dickens-, ocupa parte de mi mañana de sábado, cuando el cansancio me permite rutina, que no siempre. Además esta división entre izquierdas y derechas se ha convertido en espejismo, en desierto, y mejor creer en nada que en algo, porque creyendo uno se equivoca y desconfiando no.


Jeremy Page escribía en noviembre, en el Wall Street Journal, Children of the Revolution, un artículo-ensayo interesantísimo acerca de los nuevos ricos de China, país supuestamente comunista que se precia, tesoro de estadística, de cuántos millonarios y billonarios se suman cada año a las listas opulentas que son el paradójico orgullo de Beijing. Comenzaba Page con la historia de un Ferrari rojo manejado por Bo Guagua, 23, hijo del alto funcionario y pronto miembro de las mayores cúpulas del Partido, Bo Xilai, nieto además de un colaborador de Mao Zedong, cuando todavía era Mao Tse Tung, en los albores de la revolución. Bo Xilai, cuenta el periodista, se halla en este momento en campaña para reavivar el espíritu de Mao, con la rendición de masivos coros interpretando canciones revolucionarias; además de inculcar a la juventud la necesidad de otra vez mirar hacia el campo -no se olvide que la epopeya socialista en China fue rural-, eso mientras su vástago, y miembro de una clase especial conformada por los hijos de los dirigentes, llamados los “principitos”, conduce un auto cuyo costo asciende a cientos de miles de dólares.


No es fenómeno exclusivo de la China; en realidad semeja ser práctica común entre quienes se autodenominan revolucionarios, mientras los verdaderos -queremos no dudar- se pudren o son ya polvo, que la historia se ocupa de decorar y… olvidar. Queda el símbolo, pero no la esencia. No extraña entonces que un capitalista indígena de nuevo cuño como Evo Morales, en Bolivia, proteja sus espaldas con un Che perdido en la orfandad. Recrea la historia de Cristo y el aparato de poder que creció sobre su humilde memoria. Parece ser que los idealistas son el mejor abono para fundar dinastías, para dejar de herencia a los que los siguen carta blanca en el saqueo. Y a veces ellos mismos, si no tuvieron la mala suerte de que la muerte los encontrase y les prestara inmortalidad pero no confort.


Diríase literatura, algunas líneas maestras de Gogol que sabía cómo funcionaba la ávida mente humana, pero no: es realidad pura. Pienso en el tiempo, un momento, en que entusiasmados por ir a pelear a la Contra en Nicaragua, nos alzamos en viaje efímero y fracasado por lo precavido; para eso se es joven, para ser alegre e idiota, para ilusamente anhelar que yendo a hacernos matar en un erial contribuíamos a la felicidad del mundo. Ahora veo y me deshago de risa porque la imagen del comandante Ortega no se diferencia en mucho de su enemigo, Somoza. Y lo que lucró aquella familia infame con el dolor del pueblo, lo lucra ahora la “piñata sandinista”, como se llama aquel desmadre. No deseo sin embargo embadurnarme de oscuridad. Me gusta idealizar y amar la épica de Sandino, por citar un ejemplo, y, a pesar de mucho, admiré la cauta, aunque la sé terrible, figura de Chou En Lai en mi veintena. Si hasta en París quedé absorto en una vereda contemplando una placa que rezaba que allí había vivido en el exilio.


Simon Sebag Montefiore, periodista e historiador, hace en Stalin: the Court of the Red Tsar, una disección brutal de lo que esto significa: la lujuria del poder, los nuevos principados y los noveles príncipes, cómo el georgiano reinventaba la brutalidad del zar Iván, y sobrepasaba al tímido y cornudo Nicolás II, emulando a su antepasado, Nicolás I que construyó caminos en Rusia con huesos de mujik.


Hace poco murió Svetlana, la hija de Stalin, en la más profunda pobreza. La historia fue implacable con quien fuera así, le mató los hijos, uno a uno, por Hitler, por el alcohol, y la niña por la miseria cuando ya la negra sombra de su padre se hundía en los escupitajos de quienes lo idolatraron. Svetlana se montaba sobre Lazar Kaganovich y lo hacía caminar como mulo de cuatro patas. Era la favorita y todo le estaba permitido. Terminó mal. Pero esa no es la regla, o tal vez lo es con aquellos que descienden de los más encumbrados, porque los segundones, que se ubican en el peristilo sin nunca atreverse a entrar, medran, y sus descendientes medran y sientan bases de perpetua ganancia. En el epílogo de esta voluminosa obra, Sebag indica que en la Rusia actual, la del hierático Putin, las generaciones que vienen de la alta dirigencia del Kremlin bolchevique, se han convertido en nobleza, reemplazan a los barones y duques de ayer y son tanto o más ricos que ellos. Triste John Reed si viera cómo se desenrrolló la alfombra, en la Rusia de los diez días que conmovieron al mundo y también en el México insurgente. Unos se hacen matar. Otros aprovechan.


El Ferrari del principito chino sirve para ilustrar. En el Caribe lo ejercitaron y ejercitan con soltura. Sudamérica es dadivosa en ejemplos. Lula y Lulinha son de los más recientes ¡como para creer otra vez! Al sur los nuevos peroncitos, aunque uno ya se fue camino del infierno, lo imitan, y la actriz Cristina entrena al camporita suyo para sucederla. A Correa de nada le sirve arrancarse la camisa de su escasa hombría y chillar que le disparen. Bien sabe que cuando el show es montado la farsa hiede. Eduardo Galeano lúcidamente contaba que el mundo está de cabeza. Pero narraba solo un lado de la historia, porque en el otro, el de la revolución entre comillas, sucede lo mismo.

07/01/12

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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 15/01/2012

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