Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He celebrado, como hace tiempo no lo hacía, con la lectura de Herta Müller. Y no por las connotaciones políticas de su obra, creo resultado y no motivo de ellas. Celebración porque pasó mucho, desde las lecturas de Bruno Schulz e Isaak Babel, en que una prosa no ejercía sobre mí, lector, tal fascinación.
He celebrado, como hace tiempo no lo hacía, con la lectura de Herta Müller. Y no por las connotaciones políticas de su obra, creo resultado y no motivo de ellas. Celebración porque pasó mucho, desde las lecturas de Bruno Schulz e Isaak Babel, en que una prosa no ejercía sobre mí, lector, tal fascinación.
Sé que su premio
Nobel despertó suspicacias e inundó de críticas los diarios del mundo. Leí en
The Guardian que incluso desmerecían su escritura como básica, entre otras
cosas. Allá cada quién con su derecho y su ilustración, lo cierto es que En tierras bajas me causó estupor,
desasosiego, hasta desesperación, mientras en medio de esos negativos
sentimientos corría el hilo de apreciar una inmensa belleza narrativa,
melancolía de tonos grises y húmedos, sombríos y torvos como solo existen en la
Europa Central. Me acordé de un digamos paisano suyo, el poeta Paul Celan,
porque ambos autores trashuman por una suerte de maledicción eterna, algo
abrupto y sin fin, que van relatando con sobrecogedora y terrible belleza.
Paradojas que el arte suele conceder.
Han dicho que si
no se sabe el por qué de la presencia suaba en Rumania, o de la sajona en
Transilvania, y la magyar en el país en general, los textos de Herta Müller no
se pueden comprender. Nada más falso, porque a pesar de existir la mácula (en
este caso) étnica, los relatos podrían caracterizar no solo a las minorías de
cualquier lugar, sino a los desposeídos en su totalidad. Se da que en ella fue
Rumania, perteneciendo la autora a los escasos suabos del Banato, colindante
con Serbia y Hungría, y en un régimen de esclavitud y terror como el comunista
de Nicolae Ceaucescu.
Cómo dudar que
los relatos que conforman En tierras
bajas causaran molestia a las autoridades rumanas. La primera premisa del
comunismo soviético fue la de aparentar el paraíso, a pesar de que hambre,
falta de libertad, ausencia de comfort y de futuro, hacían estragos entre sus “felices”
ciudadanos. Me recuerda el filme de Cristian Mungiu: Cuentos de la Edad de Oro (Rumania, 2009), que desmitifica las
falsas verdades del régimen y parodia su manera de esconder la realidad. La era
dorada jamás existió, a no ser que sus personajes perteneciesen a la élite
servil y espía que los preservaba. Pero el filme de Mungiu aborda la tragedia
desde un punto de vista jocoso, mientras que Müller lo cuenta de manera más que
trágica, desesperanzada.
Algún oficial de
la policía secreta de Ceaucescu declaró que la escritora mentía, que
aprovechaba la situación para obtener créditos literarios, que exageraba en su
condición de “perseguida”. En tierras
bajas no es un ataque al gobierno. No uno directo. Una niña relata su
entorno familiar, vecinal, geográfico, concreto, onírico. Lo que describe no es
por supuesto lo que llamaríamos una familia modelo, un poblado idílico,
inmejorables circunstancias. Muy por el contrario, todo parece estar de cabeza.
El pueblo, como la mayoría de los villorrios del mundo, hierve de envidia,
alcoholismo, violencia familiar, de género; pobreza endémica; lugar donde no
cabe la esperanza, donde lo más sencillo es acunar vileza, abyección. Entonces,
perteneciendo esta geografía a un país preciso, donde una ideología determinada
pone énfasis en la cuasi perfección de sus condiciones de vida, lo de Müller
equivalía a despiadada denuncia.
Cuando Jorge
Amado y Zelia Gattai, su esposa, retornaban a Brasil luego del exilio en los
países socialistas, el autor había cambiado. No lo decía porque era reservado o
demasiado buen militante, y no quería hablar sobre lo que más había oído que
visto en el edén socialista: tortura, ausencia de libertad de expresión, el
comunismo opuesto a sus presunciones, a sus bravatas paradisíacas e
igualitarias, que no existían. Dice un columnista brasilero que a partir de
allí Jorge Amado se hace grande y universal escritor; desde allí sus mujeres
soberbias, el color, el festejo. El abandono de Amado de una literatura, quizá
una posición, de compromiso era a su modo bofetada a la falsía que lo
entusiasmó. En Herta Müller, víctima porque nace dentro del monstruo, es
conciencia de que las cosas no van bien, no funcionan.
Cito a la Nobel
de Literatura 2009: “Y yo sigo pensando que la Virgen María no es una auténtica
Virgen María sino una mujer de yeso, y que el ángel tampoco es un ángel de
verdad, ni las ovejas son verdaderas ovejas, y que la sangre no es más que
pintura al óleo”. Podría servir de descripción de la Rumania con la estrella
roja. Nada era lo que parecía ser. Se había instalado un decorado que se
extendía desde Bucarest hasta Moscú, de utilería, que no aguantó un soplo de liberación
que terminó barriendo la teoría y la escasa práctica en un tris.
Sin embargo, y lo
repito, Herta Müller no me sorprendió por cierta sofisticación de disidencia.
No puedo deshacerme de preferencias que han hecho de la literatura europea
central y oriental mis favoritas. Crecí con Polonia -Sienkiewicz- en la mesa de
noche, y con las letras judías que siempre formaron parte de ellas. Gocé con
Bashevis Singer como lo había hecho atrás con Scholem Aleichem. Sentí junto a
Kafka fascinación y asombro por los judíos orientales, pero también por los que
como él habitaban las urbes letradas del centro. Mas no únicamente los judíos:
estaban los checos, los rumanos, los húngaros desde mis primeras lecturas de
Mor Jokai; búlgaros y alemanes; austriacos ni qué decir; polacos, y entre ellos
cada uno de sus grupos específicos, fuesen silesios, suabos, valacos… Los
rusos, incluyendo ucranianos, rusos blancos. Müller me lo trajo de regreso:
penumbra, humedad, miseria, lo viscoso que está en Panaït Istrati como en ella.
Misterio.
18/09/12
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Publicado en
Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 23/09/2012
Foto: Herta Müller
Tal como Mo Yan, sobrepasa la coyuntura política desde donde emergió su obra. Es una voz que trashuma las épocas. Historicidad, narrativa, poesía, denuncia. Todo a la vez. Valioso escrito, querido amigo. Un fuerte abrazo y felices fiestas.
ReplyDeleteIgual para ti, Jorge, imaginándote con castañas asadas en ese centroeuropeísmo natural que imagino es San Fabián. No con la pesadez de la Rumania de la Muller, pero con el mismo vaho misterioso. Culpa tuya que supongo tu región así. Abrazos.
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