Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Pero Yefim no es kazajo.
Pero Yefim no es kazajo.
No, es judío. ¿A
qué viene eso, ya qué importa?
Sólo decirlo,
porque su título era campeón ruso de peso mosca de Pavlodar.
Cierto. Perdona.
Es que la tristeza se me ha arrumbado como esas tardes de Breslau ¿Te acuerdas?
Y dale con llamar
Breslau a Wroclaw. Es ciudad polaca, y bien lo sabes.
Germana,
germánica, como Posen y tantas otras en esa franja de infame historia.
Hallo un dejo
pronazi en tus palabras, lo sabes.
¿Nazi, yo?, que
lloro el destino de nuestro amigo hebreo, que tengo en la mesa de noche la
campaña plena de Isaak Babel en el frente con los cosacos. Pero diferencio esas
líneas, sutiles, está de más decirlo, que separan las culturas, o que las
acercan si es el caso. Lodz, reconozco, es polaca, pero no Breslau. Hablamos de
ello cuando estudiábamos allí, becados como si fuésemos de las juventudes
comunistas. Suerte la nuestra que nos agarró la poli con clavos para sabotear
los caminos, en tiempos de García Meza. De allí ya seguimos la corriente,
jugamos a ser subversivos, pero tú te ligaste una manguera en el culo.
Mierda, ni lo
menciones. Por dos semanas no pude caminar.
Yefim llegó a
Michigan en esos años del 92. Perestroikas, la caída del muro, la guerra en
Bosnia. Oleadas de eslavos y otros al distrito donde vivíamos, diría
plácidamente, algunos bolivianos, muchísimos mexicanos y la aristocracia
latina, que eran los porteños argentinos, siempre bien vestidos, por lo general
mejor pagados y con buenos trabajos. Luego de argucias no ortodoxas para
conocer a los vecinos, nos llevamos bien con los bosnios y los rusos. Chupaban
con denuedo, como k’epiris de Cliza o Anzaldo. En el alcohol trazamos
hermandades impensadas o impensables. Entre ellos Yefim, bajo y fornido, canoso
ya, pero mirando las fotos de su pasado, ojos negros como armenio, de piel bien
blanca, con traje de comisario en la fábrica tal, en Alma Ata, Pavlodar, y
alguna que otra intervención en los remanentes campos de presos políticos que
quedaban en Karaganda.
No lo dijo,
prefirió, ebrio, mostrar las fintas con las que había derrotado al campeón
ucraniano por, según él, el título soviético. Lo vetaron para los olímpicos. Su
condición de judío no era la mejor en el país, a pesar de la retórica de
igualdades. De allí se cayó. Incluso desdeñó por el trago su condición
comisarial. Se fue dando cuenta del gran fraude que arreara a su gente desde el
Vitebsk de Chagall hasta la estepa, en 1942, apenas iniciada la invasión
alemana. Desconfiaron de ellos. A otros simplemente los mataron. Pero la
familia Schleyfer hablaba yiddish, no pertenecía a los renuentes y opulentos
germanos que todavía pululaban desde Rumania hasta el Prypiat. No. La tradición
suya era de zapateros remendones. No proletarios, pero tampoco burgueses, de
esa clase a desconfiar que significaban los artesanos y los míseros pequeños
propietarios.
Lo dejó, prefirió
vivir tirado en los basurales de lo que fue Ekaterinodar. Su matrimonio era
sexo; sexo y traición hasta que no pudo más. Se le hizo costumbre que lo
abandonaran las mujeres. Jarkov y la tierra zaporoga hacían parte del
derrumbre. Volvió a Kazajstán. Se compuso, creyó en el futuro, pero bien pronto
los furiosos camaradas del pretérito se hicieron nacionalistas de hoy, y nada cambió.
Su mácula de haber decepcionado al régimen no se borraba. Decidió emigrar. A su
madre, vender la isba con un hermoso huerto de manzanas verdes para el pasaje,
y la promesa de que en América instalaría un gimnasio para sacar campeones,
donde hallaría otro Tyson, la furia de Sonny Liston…
En lugar de ello
consiguió un vetusto apartamento en una calleja de lo que hoy se llama Pequeña
Rusia, aunque nunca fue rusa, sino judía, y donde los zacatecanos y sinaloenses
ya arrearon con todo, hasta con la bandera norteamericana. Quedan pocos de los
del noventa y dos: un polaco en el tercer piso, un búlgaro en el primero, y
Yefim, el kazajo, a pesar de no tener rostro achinado ni cetrino.
El lobby hebreo
–poderoso- de los Estados Unidos no abandonó a su gente, a los miles que
llegaron desde la ex Unión Soviética. Vendieron éstos lo poco que tenían en sus
tierras de origen, que por su número representó una buena cantidad, un influjo
de capital inesperado para la economía del país, y se cambiaron a un lugar que
de antaño fue la Meca majestuosa de sus sueños. Nunca creyeron el cuento del
tío, de la igualdad y la revolución. Demasiado los habían perseguido en la
historia y sabían que sobrevivir radica en atesorar, no importa que sea poco.
Los colaboraron para llegar, no fueron jamás ilegales. En las altas esferas los
judíos se movieron para que el estatus de los que llegaban fuera si no de
refugiados de inmigrantes. Facilidad que nunca consiguen los pobladores del
sur.
Te desvías. Ya
estás otra vez haciendo política, desabrochando tus exabruptos hacia todo lo
revolucionario.
Qué sabes tú. A
mí me contaron las cosas de primera mano, que la Pax Socialista nunca existió,
que el desmadre estaba generalizado y bien escondido para que no lo vieran de
afuera.
Yefim conoció a
Nikolai, ruso de Penza, que había hecho servicio en Cuba. Allí dejó un hijo,
mulato, que las autoridades le impidieron llevar a la patria: ni hijo ni mujer.
El tiempo los olvidó. Y el vodka, que ayuda. Con Nikolai -Kostia,
cariñosamente- intercambiaban guantes, se golpeaban con ardor profesional, para
mantener la forma, y tal vez preservar la memoria. Luego se encerraban en el
cuartito del segundo piso, al que se llegaba por medio de escaleras maltrechas.
Con un televisor que no funcionaba, diarios en ruso de la inmigración local a
modo de mantel, albóndigas de la estepa, mitad cerdo (no era ortodoxo Yefim),
mitad res, y Stolichnaya sabor a limón, o sabor a mango según habían ideado los
exportadores para desbancar al ron y al tequila en el trópico americano.
Contaste que en
América se casó.
Consiguió, por
carta y alcahuetas de intermedio, que una ingeniero rusa viajase a Michigan con
visa de novia. La recibió con canastas llenas de vestidos y zapatos de segunda
mano, del Goodwill, como regalo de bodas. Esos cachivaches representaban para
alguien venido del Asia soviética una fortuna inconcebible. Pero la mujer no
era tonta, y percibió que en los Estados Unidos se podía hacer dinero en serio.
Se lo impedía Yefim, alegando que si ella trabajaba, le quitarían la miserable
pensión de 600 dólares y el alquiler del departamento; se había acostumbrado a
la vida pobre de acá, sin duda mejor que la suya en Pavlodar. Y no quiso dar su
brazo a torcer. La mujer se cansó; con una venal mentira de querer visitar la madre
tomó un avión de regreso. Le siguió una carta: no he de volver. Y Yefim se
quedó con los zapatos de tacón alto y los vestidos chinos de falso terciopelo.
Ahora cállate, ya
llegamos.
Subimos las
gradas metálicas hacia el piso dos. Traemos un televisor que recogimos de la
basura. A ver si sirve. Es que Yefim ya ni boxea. Comer la grasienta comida de
lata le ha apaciguado a la fuerza el ánimo deportivo. De seguro nos invitará
unas presas de pollo nadando en aceite, no con mal sabor. A cambio, por amistad
y no por trueque, nos dará conservas que provee la comunidad judía para estos
ya antiguos ciudadanos. Pasaron casi veinte años.
Entramos. Nos
recibe con un beso, a la manera rusa. Mientras calienta el agua en la caldera,
para un olvidable café, deposita sobre los periódicos cucharas con gruesa
cáscara negra de mugre. Ni modo. Así comeremos. Los guantes están colgados del
vano de la puerta. Se colige el polvo sobre ellos. A su lado, en otro clavo,
hay una figura de peluche del dinosaurio Barney, figura obsoleta de la
televisión infantil.
2012
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Publicado en Boletín Literario #23, Centro Patiño, Cochabamba, 10/2012
Imagen: Sello soviético de los juegos olímpicos de 1960
Oye, Claudio, tu texto evoca algunas historias por aquí. Entre otras cosas, es que desde hace algún tiempo, muy indirectamente, me acerco al boxeo. A cada tanto, esa práctica deportiva tan vilipendiada se entremezcla con la creación literaria de gente que me apetece, desde un Cortázar hasta el mismísimo Hemingway, quien va más lejos, pues el primero relata aventuras de unos personajes que se aventuran en el arte de recibir y pegar unas piñas; el segundo se mete directamente en el cuadrilátero y va él mismo a sentir la sangre brotar de sus entrañas...
ReplyDeleteY vimos en un cineclub, no hace muchos días, una excelente película estrellada por el siempre impecable Kirk Douglas, «El ídolo de barro», obra del realizador canadiense Mark Robson (1949). No me olvido de que una de mis películas preferidas de John Huston es «Fat city» (1972).
Pues a mi primogénito, quien vive ahora mismo en Normandía, le encanta el boxeo y anda metido con eso ahora. Y a mí, ni se me ocurre reprocharlo ni repetir todo el discurso habitual de la violencia gratuita y otras cantilenas; al contrario, le mando fotos de boxeadores famosos y reproducciones de unos lienzos que van apareciendo medio que por casualidad dirigida, le deseo lucidez y basta. Hay un poeta brasileño que canta: «Cada uno sabe el dolor y la delicia de ser como es», pues que se entere solo si el boxeo le conviene o no.
Además, en cuanto evocas Karaganda, me he acordado de una canción que aparece en un disco que oigo a cada tanto en mis paseos en bici, la cual había separado desde hace mucho tiempo para reproducir en mi bitácora, tal y como suelo hacer en una rúbrica llamada «Le vidéoclip du jour». Pues el videoclip que corresponde publicar esta noche es el de Hubert-Félix Thiefaine, quien crea una atmósfera en la cual se ve un par de elementos que figuran en tu crónica. Aquí en este enlace lo puedes comprobar:
https://sephatrad.blogspot.com.br/2017/11/karaganda-par-hubert-felix-thiefaine.html
Vale, pues, seguimos sintonizados.
Gracias, Isac. El boxeo siempre fue parte de nuestra infancia en casa, para los dos hermanos hombres. Mi padre nos hacía boxear con primos y nos hacía pelear en la calle. No me arrepiento. Luego, como inmigrante, esa formación sirvió para sobrevivir y siempre, aquí o allá, para defendernos. Idolatramos y aprendimos, con su enseñanza acerca de boxeadores famosos y otros no tanto. Hay intensas partes en mi obra donde esta presente. Y la infancia otra hubiera sido sin las peleas a "puño limpio" luego de clases. Es un deporte que me gusta, lo digo sin ambigüedad, y miro siempre que puedo matches de box. Un abrazo.
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