Guillermo Ruiz Plaza
Podría empezar esta reseña valorizando
El exilio voluntario (Alberdania,
2011), del escritor boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960),
por el prestigioso galardón recibido: el Casa de las Américas de novela. Podría
empezar, asimismo, poniendo de realce la trayectoria del autor cochabambino,
que obtuvo el Premio Nacional de Novela, en Bolivia, con Diario secreto (Alfaguara, 2012). Pero mejor prescindir de
cáscaras; vayamos directo al libro, que está ahí y palpita con vida propia:
“Ven, Carla. Era una luz de mañana. No estaba ya tan solo. No me pesaba la
ciudad como antes, las horas no duraban tanto. Amor no era, pero en los bucles
de la muchacha, en sus carnosos labios de granada la vida se aferraba sin
modales, fuerte y segura”. Con esta escena de felación, que goza a diario
Carlos Flores en su lugar de trabajo –un almacén de frutas y verduras donde
solo trabajan inmigrantes como él o negros pobres–, se describe, a mi ver, la
novela y el mecanismo de la novela. El
exilio voluntario es, en efecto, una obra sin modales (léase convenciones o
lugares comunes) y que, además, conforme avanza la lectura, resulta cada vez
más fuerte y segura, cada vez más ágil sin perder por ello su densidad, y en el
lector va quedándose, aferrándose como una segunda piel, la vida de Carlos,
inmigrante boliviano en Estados Unidos, de 1989 al presente narrativo, hacia
2003. El vértigo nace en virtud de la forma en que está narrada la historia.
Las escenas se cortan unas a otras, semejan digresiones, el narrador parece
perderse en el tiempo –entre nostálgico y divertido– para luego volver al
presente, a una especie de diario en que habla menos de sí que de la actualidad
(la política estadounidense, la guerra de Irak y la cruzada de George W. Bush,
el conflicto entre Israel y Palestina, etcétera), pero en esos comentarios
irreverentes, siempre lúcidos y mordaces, en los que nadie se salva –ni
izquierdas ni derechas, ni Norte ni Sur–, se cifra su personalidad, el
desencanto de su visión del mundo, del hombre, y también su amor por la vida.
La historia, así, es un espejo trizado en que el narrador, Francisco, ve su
propio rostro transformado, el de Carlos Flores, protagonista que sale de las
páginas y lo despierta a las tres de la mañana (metafóricamente hablando) para
que siga narrando su vida, que es la suya y a la vez otra –como pasa siempre en
la ficción autobiográfica o, incluso, más acá, en la insalvable memoria–. Hoja
tras hoja, triza a triza, va recomponiendo su propia cara en el vértigo del
viaje narrativo. Eficaz metáfora de la identidad escindida por la migración y
la adaptación al nuevo país. Esto resulta palpable en sus páginas divididas en
capítulos irregulares en su medida, que a veces constan de un solo párrafo, dejando
de ser capítulos, que carecen de unidad y se encabalgan, de forma al parecer
desordenada, pero cuya lógica subterránea resulta implacable, como sucede en
los recuerdos. Metáfora, a la vez, de la virtud alimenticia de la rememoración
y la narración, de su capacidad de sutura, de comprensión de sí y de la
realidad. Pero escribir la vida es reescribirla, siempre. De ahí la dimensión
meta literaria de esta novela, de la puesta en escena del narrador durante su
trabajo y el diálogo entablado entre narrador y personaje, que es también un
diálogo entre el que recuerda y el que vivió: “¿Qué quieres, Carlos? Son las
tres de la mañana. Más tarde continuaremos con la novela. ¿Qué es tan
importante?” –escribe en el capítulo 55 poniendo en escena los fantasmas del escritor
insomne, la necesidad acuciosa de relatar vidas, muertes, sueños. Hay un deber
ético en este relato, el de dar testimonio, el de reunir las trizas dispersas
por la vida para dejar trazo, en una opción personal pero también colectiva.
Así, la novela es un espejo y, a la vez, una ventana hacia el otro, hacia el
mundo: “Lo que queda de ella y de aquellos hombres es mi recuerdo. Sólo viven
porque los escribo. No había escribas en la dureza allí y nadie pensaba en
trascender. Yo tampoco. Sin embargo necesito contar, no quiero que la memoria
falle y olvide a los demás como olvidé a tantos”. Asimismo, se recupera no solo
a inmigrantes latinos como Carlos, sino a negros pobres, trabajadores, hermanos
en el frío del invierno y la rutina nocturna, en la droga y el alcohol, o bien
a mujeres blancas de la élite, doctoras o secretarias de las altas esferas
políticas estadounidenses. Carlos es, pues, una cámara al hombro –en primera,
segunda o tercera persona del singular– que permite pasar de un mundo a otro
sin transiciones, aunque siempre con emoción y poesía. En ese sentido, otro
acierto, y no el menor, es el tratamiento del tiempo narrativo, ya que se
superponen planos temporales, personajes y paisajes en un mismo latido,
mostrando que el tiempo no es (nunca fue) el tiempo de Newton y los relojes,
sino el de Bergson, Proust y Bachelard, ese instante-memoria-percepción-ensueño
que se (re)crea a la perfección en cada página. Asimismo, la variedad de
personas gramaticales para referirse al protagonista, Carlos Flores, así como
la rememoración, al parecer repetitiva, de una misma anécdota desde distintos
ángulos, contribuye tanto al cuestionamiento identitario, que se plantea así de
forma particularmente intensa, como a la emoción vinculada a esa memoria
–nostálgica, humorística o bien inquietante–, que busca, como ya hemos dicho,
reconstruir una figura, un rostro, pero cuya indagación se ve igualmente
sometida a la lucidez y a la incesante revisión de lo evocado, maquillado o
inventado... “Tartufo”, así es como el narrador llama a su alter ego, Carlos, quien, en efecto, crea su propia leyenda entre
compañeros de farras o infortunios, y por momentos el lector no puede menos que
sentirse incluido en ese círculo de crédulos o ingenuos. Guiño meta ficcional,
de nuevo. Duda entre realidad y ficción, entre testimonio autobiográfico y
mistificación. Aquí también reside el valor de la novela, en su capacidad
abismal de ponerse en escena, de cuestionarse, de buscarse, de ser
protagonista.
En definitiva, ni el tiempo ni
el espacio ni el yo son unitarios. Detrás de un instante se agazapa otro, ya
remoto pero de repente vívido; tras una montaña crepuscular del Norte se
esconde una entrañable Cochabamba; tras una piel palpita otra, ya lejana pero
actualizada en todo su despliegue erótico. Tiempo, espacio e identidad no solo
carecen de unidad sino de linealidad; su coherencia está cifrada en el íntimo
desorden de la existencia y el recuerdo. Entonces, la de El exilio voluntario es una historia sin comienzo ni fin, como el
propio narrador comenta en un momento dado. No hay causas ni consecuencias,
argüía Nietzsche, pues hallarlas significaría cercenar, artificialmente, el
movimiento implacable de la existencia: “¿Sabéis qué es el mundo para mí?....
es un monstruo de energía, sin principio ni fin…. una suma fija de fuerzas… un
mar de fuerzas tempestuosas, un flujo perpetuo” –leemos en La voluntad de poder. Esta es la sensación que transmite Claudio
Ferrufino-Coqueugniot en su novela, la de un viaje a la semilla que no es más
que búsqueda perpetua, pues nunca hubo semilla ni origen de la historia; de
hecho, el “fin” que rubrica la última página, deliberadamente anacrónico en una
anti novela como esta, es por supuesto la última ironía, el último guiño.
Novela experimental o anti
novela, El exilio voluntario recuerda
el principio y el motor de la novela moderna –que nació como espejo de sí misma
con el Quijote–, y lo que es o
debiera ser en todo momento, dejándose de fórmulas o convenciones, lo que al
comienzo de esta reseña llamábamos “modales”; en otras palabras, la novela es o
debiera ser la eterna busca de la novela, el movimiento incesante que nos sigue
y acompaña, en esta vida moderna o posmoderna o como quiera llamársela, en todo
caso inquieta y fragmentada y global y despiadada. Es nuestro espejo, como
quería Stendhal, solo que ahora está irremediablemente trizado, y es también
una ventana hacia el barranco de la alteridad, y el cristal no es inamovible
sino que fluye, es de agua turbia, y en él se mezclan hasta cuajar humor y
poesía, tonos mayores y tonos menores, alta cultura y cultura popular, lo
planetario y lo íntimo –y todo esto, este monstruo de energía nietzscheano, se
refleja a sí mismo, último gesto sediento, al hacerse.
Del blog del autor (EL FUEGO Y LA FABULA), febrero 2013
Foto: Portada de la edición de Alberdania de El exilio voluntario, 2011
No comments:
Post a Comment