Cuatro años después de que El exilio voluntario, de Claudio
Ferrufino-Coqueugniot, ganara el afamado Premio Casa de las Américas, de Cuba,
he podido por fin abrir sus páginas.
Ávidamente, como la literatura de este autor espolea, he leído el libro
en un abrir y cerrar de ojos, así como ocurre con los grandes de la literatura
universal cuya producción es un rico filón que debe ser explotado sin
desaprovechar ni una molécula de su abundancia, ni tampoco un solo segundo del
soplo, o soplos de creatividad que se respiran página a página.
Lo trascendente de este relato es que uno se involucra en él al extremo
de crear y recrear lo que en algún momento quiso decir, y exponiéndose a engendrar
pensamientos, ideas, personajes aún más ficticios que los estrictamente
señalados en la obra (los cito, con su venia, sin que él los haya mencionado).
Es que ahí, precisamente, es donde radica la destreza de un escritor:
lograr que la imaginación del lector vuele en diferentes direcciones, ya
plenamente imbuida de su relato.
A partir de una narración muy comprometida con la propia experiencia del
autor, zambullido en un mundo de ficción por poco poético (término empleado
estrictamente dada la exquisita narrativa), y entremezclado ese mundo con cosas
reales que llevan en sí mismas, con viva ilusión, probar y dar vida un fin
propio y anhelado cual es el de probar fortuna en la tierra de las
oportunidades, en ese coloso del Norte, el tan cacareado sueño se transforma en
algo diametralmente opuesto: en una pesadilla, en un ensueño angustioso y
tenazmente desgarrador, en una opresión de corazón arrítmico que impide la
respiración.
En todo ese entrevero de vértigo, retratado sin melancolía, ni siquiera
mezclando lo grato con lo infausto, con lo muy desgraciado… inclusive con lo
capaz de infundir terror o lástima, es notable y de ácido simbolismo cómo
Claudio, con los puños cerrados y la bronca en el estómago, hace de la partida
del foráneo de última clase, Carlos Flores (una especie de álter ego), una
festividad…
Una festividad con fuegos de artificio que se desplazan en su intimidad
más profunda como una apoteosis, como un homenaje a la existencia, a la
verdadera vida, a aquella a la que incluso él mismo le ha colocado alas que le
permitan volar lejos y terminar de una vez por todas con ese cúmulo de escasez,
de falta de las cosas más precisas, de ese cruento mundo migrante, de esa nada
hecha portento, de ese falaz y corrompido sueño americano en el que, por dictado
de su fuero interno, él seguirá merodeando hasta encontrar algo que posea
valor.
Y en ese entrevero de vértigo por antonomasia, descubrir él mismo el lado
esencial de las cosas, de todo aquello que mueve al hombre a escoger ese mundo
"de ensueño”, de respirar el metal, de transformar su barata sustancia en
vitalidad de poder.
Y si bien ésos son los hilos conductores hacia donde se pretende llegar,
adonde uno reclama conquistar, no llega -él lo sabe de sobra-, y se sufre en
silencio sin caer en la pena profunda; se echa de menos lo suyo en la lejanía,
pero provisto de tozudez propia del hombre de orgullo no busca ni pretende el
regreso como tabla de salvación; lo cual es, en definitiva, el rasgo que cobra
el mayor significado de todo cuanto se narra (descrito con especial maestría).
La misión, por consiguiente, es beber más de uno mismo y de lo que lo
rodea, en un medio hostil, paralizante, tremenda y ásperamente diferente, pero
no de una diferencia de la que uno podría salir al rescate de otras cosas, sino
de una desigualdad esencialmente simple, sin relieve y menos elevación; de una
desigualdad pareja y aplastada.
Construir, por tanto, su propia leyenda, alejada del aroma de los dólares
y de estrecharse hombro a hombro con quienes los tienen en abundancia… una
leyenda en que el aletargado sueño se esfuma para siempre y se transforma en un
desvelo eterno copado por individuos inexpresivos que aplanan calles y boliches
de helada muerte, sólo abrigados de vida por la mirada que trasciende, por la
sonrisa fresca y moribunda del migrante marginal.
Así, en sus desvelos de hombre de periodismo, de novela, de poesía, ansía
la aparición de las grandes figuras que modelan sus parques y avenidas
novelescas y poéticas; aquéllas tal vez de Emerson y Nature, que da respuestas;
o a los intimidantes matices y emociones de Henry James.
A veces, en sus devaneos, él se ve como una poesía complicada y cargada
de símbolos que lo acercan más a su tierra soñada pero tan distante, y entonces
se inclina, para inhibirse de lo suyo, a la poética tan colmada de misceláneas
metafóricas de Eliot, cuya textura lo envuelve hasta olvidar.
Como escritor sucumbe a la dura faena. Gana pero no es ni medianamente
completo. Pero como nadie le regala nada, es feliz pues de todo ese gigantesco
dramatismo, sobre todo el laboral, viéndose a sí mismo como nunca lo hizo en
una enorme distribuidora de vegetales donde trabajaba como peón, vislumbra el
sueño americano, el auténtico, y entonces, en mágico contraste, lee, escribe,
aprende y sueña con lo fructífero que vendrá...
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Publicado en IDEAS (Página Siete/La Paz), 15/12/2013
Imagen: El exilio voluntario en la Biblioteca de Lezo
Un comentario excelente sobre tú gran libro que estremeció mi quietud cochabambina !
ReplyDeleteTanto tiempo después leo tu comentario, querido Fernando. Muchas gracias.
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