DANIELA RENJEL
Un reto:
escribir, describir, desnudar y anudar dos libros vitales para la literatura
boliviana, como El exilio voluntario y Diario secreto de
Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y un placer perderme en sus estructuras,
lenguajes, estilos y sentidos. Señalo a continuación algunos aspectos que han
hecho de ambas novelas merecedoras de premios como Casa de las Américas y el
Nacional de Novela en Bolivia (2009 y 2011, respectivamente).
Exilio
voluntario (EV)
es una autoficción; narración que trasluce la veta autobiográfica del
autor, pero cuyo fuerte está en la construcción de un mundo ficcional a partir
de la decisión de un hombre de probar fortuna en USA.
Dice la
contratapa del libro que “la novela observa cómo el ‘sueño
americano’ se convierte entonces en una pesadilla”, y comienzo por aquí, dado
que Carlos Flores, alterego de Claudio, vive momentos de tensión, pero su
desplazamiento migrante –siempre plural, real y simbólico– es mucho más que la
vivencia de una pesadilla. Todo lo contrario: Ferrufino hace de su partida una
celebración de la vida por sobre las penurias y nostalgias del foráneo que
nunca deja de ser tal: “Acá y allá la constante de los amigos y la pobreza,
vaivén de vida insospechadamente rico, de cuya angustia llevamos recuerdos más
felices que todos los salarios del norte”.
Sin embargo, esta
realidad se hace enteramente ventajosa para la escritura –“en un universo
difícil no quedaba otra alternativa que construir mi propia leyenda”–, y ese es
el signo vital de esta propuesta: sufrir sin penar; extrañar sin pretender la
vuelta como tema recurrente; afincarse más en uno a través del contacto con la
diferencia, en este caso más burda que la imaginada, más simple y más chata. Si
el sueño americano se remite a dólares por doquier y un codeo familiar con
ricos y famosos, al menos se hace insomnio, puesto que las calles no están
habitadas por Hemingways o Whitmans, sino por seres insípidos y solitarios
(excepto por los migrantes que llenan de vitalidad los espacios marginales) que
no parecen disfrutar la vida como Carlos recuerda que se la disfruta en Tarata,
Punata o Cochabamba. No, USA no es mejor que nada, ni la felicidad que ofrece
más feliz que cualquier otra. USA no es Bolivia –una pena–, pero sí la
posibilidad de crear a puños y letra una identidad capaz de dar, luego de tanto
esfuerzo, sentido a una existencia voluntariamente exilada: la de la
singularidad, la de ser otro siempre –que no remata su bolivianeidad por una
tarjeta verde-, la del trabajador que prospera sin estar jamás completo; la del
escritor que por/desde/en la distancia encuentra el estilo y el tema. “Aquí
estoy solo y nadie me regala nada y si he de devorar devoro, y matar mato y el
mutismo de mi rostro refleja un cansancio moral. Sin embargo estoy feliz. Hay
algo nuevo en este dramatismo laboral, aprendo”.
De esta forma,
hay en ambas novelas una fuerte presencia de “lo boliviano”, pero aquí un
franco homenaje a Joyce, Borges, el neobarroco y su derroche verbal, los que
fluyen leves a través de una densidad creciente entre descripciones,
narraciones de todos los tiempos, un yo desdoblado o duplicado
–porque también son dos vidas las que se encastran tras la migración–, junto
con monólogos interiores que hacen del discurso una memoria coloquial de un
pasado que es nostalgia no sufriente, sino crítica, irónica y hasta cómica.
Así, este proceso de construcción de otra vida es la apuesta que confirmaría
las contradicciones de la existencia –“Carlos se recuesta frente a la ventana.
Hay nieve derritiéndose, haciéndose barro en las orillas del parque. De alguna
manera está confinado en un lugar que no escogió”– y el ejercicio de la
escritura como catalizador de una comprensión negada en la rutina de quien sale
a trabajar para sobrevivir, pero no deja de preguntarse si esa vida vale la
pena.
La escritura
superpone recuerdos, motor necesario del sentido en la tierra (dizque) prometida
y, seguramente por esto, el libro está absolutamente dedicado a un lector
boliviano. Ferrufino no parece mostrar preocupación sobre la localidad de la
mayoría de sus referentes y es, posiblemente, la honestidad de su habla, sin
pretensiones internacionalistas –lo que equivaldría a una neutralidad impuesta–
la que lo hace “universal”. Carlos es un hombre culto que ama hasta la médula
su llajta, tal vez porque de lejos la ve mejor, haciendo de su
relación con ella un paradójico diálogo crítico y embelesado.
La estructura de
la novela posibilita este ir y venir en el tiempo, cancelando nociones de un
falso “progreso” que la migración traería. Superposiciones espaciales y
temporales hacen de la escritura un film para ver y oír la bolivianeidad nunca
perdida. Las cosas con el tiempo se transforman, pero “allá” siempre está en el
“acá”; sacarlo implicaría “no ser nada”, a decir de Carlos. La esposa y las
hijas apenas nombradas son la nueva patria; único acceso legítimo a la otra
cultura que nació de uno.
EV refleja cierta heroicidad en el
protagonista para reconstruir el drama de la emigración, con independencia del
“éxito” que se pueda conseguir en tierras extrañas; explora la vivencia de la
dualidad que más tarde que temprano es celebrada por quien sabe sacarle
partido, pero además, es un cálido homenaje a los recuerdos, a los amigos… a
Cochabamba.
Un año después de
conquistar aplausos en La Habana, alimentando así el vapuleado orgullo
nacional, Ferrufino gana el Premio de Novela con Diario secreto (DS), explorando
la psicopatía y sus posibilidades como nunca tan abiertamente en la literatura
boliviana. No obstante, decir “psicopatía” equivale, en un contexto no clínico,
a decir “mal”, y a entender por este todo lo que la moral imperante en una
sociedad no admite. Lo interesante del caso es la apuesta por su
representación, ya que el mal, como el bien, son únicamente representables
cuando se miran de perfil, logrando hacer de este tema, atmósfera, contorno y
sintaxis de un efecto de sentido.
Sin duda, la
presencia del mal, sutil o contundente, puede invitarnos a redefinirlo, pero
esto no significa relativizarlo hasta la nada, justificarlo, o sugerir que hoy
por hoy bien y mal se confunden, sino verlo en los distintos niveles que, afortunadamente,
la mayoría de nosotros todavía es capaz de discernir, lo que, entre otras
cosas, nos impide domiciliarnos en un centro psiquiátrico. Un recorrido por
esos niveles es lo que el protagonista hace mediante el ejercicio consciente de
la crueldad y la violencia.
Así, el proceso
de conocimiento de los límites de la agonía, la resistencia, el placer en el
dolor, la insensibilidad que cabe en un ser humano y ciertas miserias humanas,
como la falta de dignidad, tantas veces mencionada, se hace una suerte de
acumulación y repetición que no llega a saturar la lectura, gracias a la
variación de voces y focalizaciones. Acumulación que explora distintas
posibilidades de sufrimiento en una lógica que, apelando a la creatividad, la
venganza y el morbo, son una escenificación degradada de las prácticas de la
ciencia y su aplaudido afán de conocimiento y control de la vida a cualquier
costo, justificando –junto con la guerra– el dolor y la muerte. Dice el
narrador:
Poder contemplar
el paso de un estado a otro, de vivir a morir, observar con detalle lo que
sucede, tiene carácter científico. No he de negar que disfruto, no, mas el quid
está en la investigación, en la búsqueda de esa gran verdad o gran mentira que
significa Dios.
Por otro lado,
esta desenfrenada serie de torturas y crueldades se torna una apología a la
idea de que ‘el mal que no se hace, se recibe’, lo que implica un desmontaje
cultural que el protagonista confirma: “hay que tener huevos para hacer lo que
uno quiere, sin importarle opinión de si bien o mal”. En consecuencia, se
instala una maquinaria compleja, creciente y envolvente, que logra de maldad en
maldad –cada vez más sofisticada– aumentar el placer del personaje en su
cometimiento; placer que llega a perder la primigenia idea de libertad para volverse
necesidad, haciendo del victimario otra víctima de un juego imposible de ganar.
¿Cuántas víctimas hay que torturar? ¿Cuándo se puede creer que se ha conocido
todo? Morir es la única forma de parar.
Sin embargo, el
narrador no es siempre un sicópata pseudocientífico, sino también un narcisista
inútil. Si es indudable que el protagonista provoca y observa impertérrito el
sufrimiento ajeno en pro del saber, no es menos cierto que hay un disfrute
similar cuando se hace del mal una representación mental, y él mismo se
visualiza torturando y luego se narra en acción. Placer en el acting,
en la doble escena: acción y reminiscencia indiferente ante el dolor. La
memoria, entonces, es otra vía de reescenificación que requiere, por lo
general, de un auditorio –Olinda preferiblemente– con quien revivir los hechos
y a quien dedicar morbosa y patológicamente relatos con tinte de ficción,
reactualizando el suplicio. Olinda atada exclama: “Si tuviera las manos
sueltas, me taparía los oídos para no escucharte”. El recuerdo del dolor se
hace narrativizable.
Dicha
pseudosuperioridad, además racial o cultural, avalaría el uso de la tortura por
supuestos elegidos que, en un entorno obtuso, buscan la forma de satisfacer su
sed de conocimiento y huir de prácticas simplonas que ofrece el “horrendo
servilismo y mezquindad de la tierra acá”, a decir de la madre del
protagonista, quien afirma que “de cometer errores por una impresión de ser y
estar más lejos que sus congéneres, le venía ese desdén por la vida y la
piedad”. Desdén que, irónicamente, se traduce, según el personaje, en “deseo de
muerte, deseo de exceso de vida”, que se abre camino
a través de una sexualidad desbordante y un erotismo que, como en EV,
irrumpe donde puede, siendo aquí excesivo, brutal, caníbal, aunque en principio
agradable a sus parejas oficiales, quienes pese al maltrato vuelven siempre él,
confirmando que son parte de un mecanismo que se alimenta de a dos, y esto una
metáfora de la guerra y de tantas relaciones que se embarcan en un juego
fatal.
Si bien DS comparte
con EV el tratamiento de la estructura y sus saltos
temporales, la confección del último es aún más fílmica. Pueden tratarse de
confesiones, entrevistas o más diarios secretos recogidos por una cámara
invisible capaz de grabar testimonios polifónicos responsables de la trama de
la novela. El final sugiere cierta dualidad, pero D. Abrahamsem, psiquiatra
norteamericano y autor de La mente asesina, respaldaría la
muerte del protagonista, puesto que “todo homicida es inconscientemente un
suicida y todo suicida, en cierto sentido, es un homicida psicológico”. Olinda,
“suicida” a su esposo.
DS, a través de la construcción de un
ser indiscutiblemente enfermo, invita a pensar en la arbitrariedad de los
contextos donde el mal se permite y se aplaude: la lucha contra la
delincuencia, la guerra y la ciencia, lo que hace del rol de la víctima algo deleznable,
siendo, como se vio, el espacio amoroso la mejor metáfora de estas tensiones.
Por estas, entre
tantas razones, la narrativa de Ferrufino es un placer para la lectura; un
placer difícil y por eso más placer, diría C. Lispector. Asumo que parte de esta
“dificultad”, no visible a nivel superficial, no radica solo en los temas, la
cultura desplegada y el manejo de intertextualidades que exigen un lector al
menos comprometido, sino en el desafío de ser leídas con otros sentidos: la
visión fílmica, el oído agudo y una capacidad de disfrute lento de los procesos
que hacen de la literatura algo profundo en un mundo imperioso de velocidad y
comprensión instantánea.
_____
De 88 GRADOS (La
Paz), 12/2013
No comments:
Post a Comment