Trasladarse una
guerra desde la lejana Centroamérica hasta la capital de los Estados Unidos
parece historia de ficción. Pero no lo es. Ya al comienzo del genocidio, en
buena parte azuzado por el Departamento de Estado, comenzó la diáspora. Primero
de población desplazada por el conflicto, empujada por izquierda y derecha,
viendo a sus parientes ser asesinados por supuestamente alimentar a los
insurrectos, o poseer una panadería y convertirse gracias a ello en odiado
capitalista. Luego por la caza de brujas que se masificó y donde por sospecha
caían pueblos enteros. Imperio de la sinrazón. Con un alzamiento, todavía
considero así, de justa causa, y masacre
campesina, civil en general, por parte de la fuerza armada del poder que ya
alcanzó de antiguo límites imposibles.
Roberto D’Abuisson,
conspicuo miembro de la extrema derecha, se encargó de hacerla una guerra
particular de extrema crueldad. Cierto que esa franja de tierra, la
centroamericana, es cuna de espeluznantes recuerdos, y el líder de la ARENA
salvadoreña, simplemente la continuaba. Avezado seguidor de grupos
anticomunistas, como la Mano Blanca de Guatemala, actuó en completa impunidad,
y sirviendo de frente a la política asesina del gobierno Reagan. Se me grabó en
la infancia un reportaje de Siete Días, muy anterior a la guerra civil en El
Salvador, detallando las actividades de grupos paramilitares que sembraban el
terror entre la población indígena y la escasa sindicalización obrera,
narraciones como las de un jefe policial que ponía a los subversivos apresados
en moledoras de carne para con la sangrienta papilla alimentar su criadero de
lucios. Entonces no se conocía a Rigoberta Menchú y la vitrina de denuncia que
impuso esta mujer nativa. El crimen político, con inmensa cantidad de inocentes
aplastados como anexo, viene de largo pasado, tan largo como centurias.
Entonces vivía en
Washington DC. Hermosa ciudad y un barrio precioso de calles con árboles de
hoja caduca, multicolores, apenas salido de la estación del metro de
Tenleytown, a un paso de Georgetown y la delicia de sus bares, regatas y
mujeres. Entonces me había afianzado en el trabajo. Pagado el clásico derecho
de piso con su dosis de sufrimiento que cada quién juzgará a su modo. Vida paralela.
La sordidez de los mercados, el barrio negro, North East, botas de trabajo y
guantes duros para evitar los cortes. Continuo ir y venir entre refrigeradores
y el exterior. Camiones que van y vienen, hombres como hormigas con carros de
mano que suben y bajan de los camiones. Chinos, coreanos, negros, bolivianos,
cubanos, turcos, armenios, ítaloamericanos, polacos, germanoamericanos, Babel
misma y torres de frutas hasta el techo, como cuadros de Derain; rojas sandías
salidas de la paleta de Rivera; cansinos y queridos negros cincuentones, de
gruesa voz y canciones de Leadbelly, caminando fuera de las páginas de
Faulkner. Cebollas y patatas; explotación de ricos a pobres; alcohol y más
alcohol; crack y hasch. Vida doble. Llegar a casa, a mediodía, luego de
babearse el pecho en el tren, dormitando el cansancio. La cama colonial, las
coloniales pinturas de Hicks, el cd player que toca a Dylan. Ducharse, sin
límite de agua. Dormir. Recuperar la vida en el sueño. Prepararse algo, salir
al patio de bancos de piedra, leer a Schwob, escuchar Pink Floyd. Sentir el
aroma de las plantas, tan distinto al espanto que hiede en la papa podrida, en
los jugos blancos que salen de ella, blanda, pronto agusanada, cubriendo el
ambiente con la pesadez del asco, por encima del olor del limón recién llegado,
de las especias frescas en cajas especiales: albahaca y mejorana. Sólo inferior
al de la sandía podrida cuyos efluvios llevaban características de batallas
donde se dejaba los cuerpos a la intemperie.
Con altibajos,
diríamos que por un lado había alcanzado la etapa burguesa de la vida de un
inmigrante, y por el otro proseguía en las aguas cenagosas de la miseria y el
vicio. Lo bucólico de mi jardín contrastaba con la delgadez opresiva de las
niñas negras prostituidas y sidáticas. Era como una fábula de Monterroso, donde
lo que parece ser no es.
Conocí muchos
salvadoreños, hombres en su mayoría, que aparte de ganarse el pan intentaban
desplazar a las pandillas negras del mercado para instaurar las suyas. Cargaban
machetes cortos, que explicaban cómo utilizar para descabezar a alguien de un
golpe. Relatos de bolsas de cocos llenas de cabezas humanas que se arrojaban en
los amaneceres por las poblaciones rurales como advertencia. Al alba se abrían
las puertas y corrían las mujeres aullantes buscando en las testas mutiladas la
última sonrisa de los hijos. Una cosa inexplicable era la convivencia de los
dos extremos del conflicto en este terreno neutral. Oí de grescas violentas y
muertes, venganzas y juramentados. Pero a simple vista uno imaginaba que
compartían tanto juntos, el mismo exilio, la misma huida, que el hecho de que
meses atrás se mataran unos a otros se había reemplazado por la posibilidad de
alcanzar nueva vida, con dinero que jamás soñaron y que costaba menos trabajo
que la rutina cabrona de ser pobres en la patria.
Pero se hacía
fácil discernir cuál era cuál. El simple campesino que perdió su tierra, que le
quemaron la mies y le violaron las hijas. La muchacha que vio a su padre de
rodillas mientras el coronel le metía la verga en la boca y después de la verga,
la pistola. La muerte en todas sus formas, distante del fin romántico que tiene
aire poético. La muerte perra. La muerte puta. El soldado, al que en principio
quizá obligaron a disparar, pero que en la práctica de voltear muchachas,
forzarlas y degollarlas, en el placer gratuito de ron casero robado y
consumido, en tanto botín que venía asociado al estupro y el crimen, se hizo
ducho y exigente y a quien trozar una caña de azúcar para chuparle el jugo, o
abrir de un tajo el frágil pescuezo de un niño le daba igual. Esos vivían
juntos, en barrios super poblados; iban al mismo bar, el infame El Salvador, donde el aire olía a
dinamita y se miraba a las mujeres como presas de caza, como lo que siempre
semjan ser los más débiles.
Cuando recién
llegamos, un amigo y yo, buscamos alojamiento por allí, en unas calles de
sucios edificios de apartamentos bien adentro del barrio de Adams Morgan.
Subimos elevadores cubiertos de graffitis, de mensajes de odio referidos a la
guerra. Pasillos atestados de niños, olor a comida en cada piso. Miradas
agresivas de jóvenes que ya entonces comenzaban a raparse la cabeza. Era
barato, y las dueñas de casa, que rentaban cuartos para ayudarse, a pesar de ya
vivir en el departamento familia, o familias completas, ofrecían pupusas y
café. Pero nos miramos. Finalmente éramos muchachos de clase media de la
sociedad cochabambina, rebeldes pero contenidos. Aquello exudaba violencia,
crueldad. Esa gente sabía lo que era recoger a sus muertos con cucharilla,
escuchar el gemido del terror día tras día, noche tras noche, y de ejercerlo
cuando la vida les permitía la oportunidad de la venganza. Nos miramos, dejamos
las pupusas rellenas a medio comer, el café casi intacto, y salimos corriendo
del ascensor para recibir el sol y el aire de la hermosa capital, ajena a
lunares viscosos, como aquél, que latían incansables.
Encontré buenos
amigos, trabajadores sufridos que repetían el paraíso que para ellos
significaba Norteamérica. Y los otros, uno de los cuales, fornido, comenzó a
abusar de un conocido brasileño a quien yo le había conseguido trabajo en la
empresa de vegetales y fruta. Intervine, no utilizando la antigüedad que me
daba prioridades allí. Cometí la imprudencia de desafiarlo a pelear, en las digamos
caballerescas peleas que teníamos después de la escuela. A “puño limpio”…
Dejamos el
warehouse para meternos en medio de los trailers cargados. Antes de que atinara
a darme la vuelta, saludar al contrincante, el individuo saltó, directamente a
clavar los dientes en la oreja derecha, intentando separarla de su base. Lo
habría conseguido con facilidad, el cartílago ya estaba mitad afuera. Lo
estiraron. Perdimos el trabajo. Llamé a mi esposa que me llevó a un hospital
donde los médicos, presuponiendo que no hablaba inglés, temían que de coserme
perdería la oreja. Decidieron pegarla, con una goma especial y sostenerla con
vendas. Medio que no creyeron que era ataque de hombre sino de perro. A pesar
de que intenté explicarles el panorama: “the War, the War”.
_____
Publicado en Crónicas de perro andante (LA HOGUERA, Santa Cruz de la Sierra, 2013)
Foto: Isabel Muñoz
Foto: Isabel Muñoz
No comments:
Post a Comment