Monday, July 14, 2014

El ghetto salvatruco/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Trasladarse una guerra desde la lejana Centroamérica hasta la capital de los Estados Unidos parece historia de ficción. Pero no lo es. Ya al comienzo del genocidio, en buena parte azuzado por el Departamento de Estado, comenzó la diáspora. Primero de población desplazada por el conflicto, empujada por izquierda y derecha, viendo a sus parientes ser asesinados por supuestamente alimentar a los insurrectos, o poseer una panadería y convertirse gracias a ello en odiado capitalista. Luego por la caza de brujas que se masificó y donde por sospecha caían pueblos enteros. Imperio de la sinrazón. Con un alzamiento, todavía considero así, de justa causa, y  masacre campesina, civil en general, por parte de la fuerza armada del poder que ya alcanzó de antiguo límites imposibles.

Roberto D’Abuisson, conspicuo miembro de la extrema derecha, se encargó de hacerla una guerra particular de extrema crueldad. Cierto que esa franja de tierra, la centroamericana, es cuna de espeluznantes recuerdos, y el líder de la ARENA salvadoreña, simplemente la continuaba. Avezado seguidor de grupos anticomunistas, como la Mano Blanca de Guatemala, actuó en completa impunidad, y sirviendo de frente a la política asesina del gobierno Reagan. Se me grabó en la infancia un reportaje de Siete Días, muy anterior a la guerra civil en El Salvador, detallando las actividades de grupos paramilitares que sembraban el terror entre la población indígena y la escasa sindicalización obrera, narraciones como las de un jefe policial que ponía a los subversivos apresados en moledoras de carne para con la sangrienta papilla alimentar su criadero de lucios. Entonces no se conocía a Rigoberta Menchú y la vitrina de denuncia que impuso esta mujer nativa. El crimen político, con inmensa cantidad de inocentes aplastados como anexo, viene de largo pasado, tan largo como centurias.

Entonces vivía en Washington DC. Hermosa ciudad y un barrio precioso de calles con árboles de hoja caduca, multicolores, apenas salido de la estación del metro de Tenleytown, a un paso de Georgetown y la delicia de sus bares, regatas y mujeres. Entonces me había afianzado en el trabajo. Pagado el clásico derecho de piso con su dosis de sufrimiento que cada quién juzgará a su modo. Vida paralela. La sordidez de los mercados, el barrio negro, North East, botas de trabajo y guantes duros para evitar los cortes. Continuo ir y venir entre refrigeradores y el exterior. Camiones que van y vienen, hombres como hormigas con carros de mano que suben y bajan de los camiones. Chinos, coreanos, negros, bolivianos, cubanos, turcos, armenios, ítaloamericanos, polacos, germanoamericanos, Babel misma y torres de frutas hasta el techo, como cuadros de Derain; rojas sandías salidas de la paleta de Rivera; cansinos y queridos negros cincuentones, de gruesa voz y canciones de Leadbelly, caminando fuera de las páginas de Faulkner. Cebollas y patatas; explotación de ricos a pobres; alcohol y más alcohol; crack y hasch. Vida doble. Llegar a casa, a mediodía, luego de babearse el pecho en el tren, dormitando el cansancio. La cama colonial, las coloniales pinturas de Hicks, el cd player que toca a Dylan. Ducharse, sin límite de agua. Dormir. Recuperar la vida en el sueño. Prepararse algo, salir al patio de bancos de piedra, leer a Schwob, escuchar Pink Floyd. Sentir el aroma de las plantas, tan distinto al espanto que hiede en la papa podrida, en los jugos blancos que salen de ella, blanda, pronto agusanada, cubriendo el ambiente con la pesadez del asco, por encima del olor del limón recién llegado, de las especias frescas en cajas especiales: albahaca y mejorana. Sólo inferior al de la sandía podrida cuyos efluvios llevaban características de batallas donde se dejaba los cuerpos a la intemperie.

Con altibajos, diríamos que por un lado había alcanzado la etapa burguesa de la vida de un inmigrante, y por el otro proseguía en las aguas cenagosas de la miseria y el vicio. Lo bucólico de mi jardín contrastaba con la delgadez opresiva de las niñas negras prostituidas y sidáticas. Era como una fábula de Monterroso, donde lo que parece ser no es.

Conocí muchos salvadoreños, hombres en su mayoría, que aparte de ganarse el pan intentaban desplazar a las pandillas negras del mercado para instaurar las suyas. Cargaban machetes cortos, que explicaban cómo utilizar para descabezar a alguien de un golpe. Relatos de bolsas de cocos llenas de cabezas humanas que se arrojaban en los amaneceres por las poblaciones rurales como advertencia. Al alba se abrían las puertas y corrían las mujeres aullantes buscando en las testas mutiladas la última sonrisa de los hijos. Una cosa inexplicable era la convivencia de los dos extremos del conflicto en este terreno neutral. Oí de grescas violentas y muertes, venganzas y juramentados. Pero a simple vista uno imaginaba que compartían tanto juntos, el mismo exilio, la misma huida, que el hecho de que meses atrás se mataran unos a otros se había reemplazado por la posibilidad de alcanzar nueva vida, con dinero que jamás soñaron y que costaba menos trabajo que la rutina cabrona de ser pobres en la patria.

Pero se hacía fácil discernir cuál era cuál. El simple campesino que perdió su tierra, que le quemaron la mies y le violaron las hijas. La muchacha que vio a su padre de rodillas mientras el coronel le metía la verga en la boca y después de la verga, la pistola. La muerte en todas sus formas, distante del fin romántico que tiene aire poético. La muerte perra. La muerte puta. El soldado, al que en principio quizá obligaron a disparar, pero que en la práctica de voltear muchachas, forzarlas y degollarlas, en el placer gratuito de ron casero robado y consumido, en tanto botín que venía asociado al estupro y el crimen, se hizo ducho y exigente y a quien trozar una caña de azúcar para chuparle el jugo, o abrir de un tajo el frágil pescuezo de un niño le daba igual. Esos vivían juntos, en barrios super poblados; iban al mismo bar, el infame El Salvador, donde el aire olía a dinamita y se miraba a las mujeres como presas de caza, como lo que siempre semjan ser los más débiles.

Cuando recién llegamos, un amigo y yo, buscamos alojamiento por allí, en unas calles de sucios edificios de apartamentos bien adentro del barrio de Adams Morgan. Subimos elevadores cubiertos de graffitis, de mensajes de odio referidos a la guerra. Pasillos atestados de niños, olor a comida en cada piso. Miradas agresivas de jóvenes que ya entonces comenzaban a raparse la cabeza. Era barato, y las dueñas de casa, que rentaban cuartos para ayudarse, a pesar de ya vivir en el departamento familia, o familias completas, ofrecían pupusas y café. Pero nos miramos. Finalmente éramos muchachos de clase media de la sociedad cochabambina, rebeldes pero contenidos. Aquello exudaba violencia, crueldad. Esa gente sabía lo que era recoger a sus muertos con cucharilla, escuchar el gemido del terror día tras día, noche tras noche, y de ejercerlo cuando la vida les permitía la oportunidad de la venganza. Nos miramos, dejamos las pupusas rellenas a medio comer, el café casi intacto, y salimos corriendo del ascensor para recibir el sol y el aire de la hermosa capital, ajena a lunares viscosos, como aquél, que latían incansables.

Encontré buenos amigos, trabajadores sufridos que repetían el paraíso que para ellos significaba Norteamérica. Y los otros, uno de los cuales, fornido, comenzó a abusar de un conocido brasileño a quien yo le había conseguido trabajo en la empresa de vegetales y fruta. Intervine, no utilizando la antigüedad que me daba prioridades allí. Cometí la imprudencia de desafiarlo a pelear, en las digamos caballerescas peleas que teníamos después de la escuela. A “puño limpio”

Dejamos el warehouse para meternos en medio de los trailers cargados. Antes de que atinara a darme la vuelta, saludar al contrincante, el individuo saltó, directamente a clavar los dientes en la oreja derecha, intentando separarla de su base. Lo habría conseguido con facilidad, el cartílago ya estaba mitad afuera. Lo estiraron. Perdimos el trabajo. Llamé a mi esposa que me llevó a un hospital donde los médicos, presuponiendo que no hablaba inglés, temían que de coserme perdería la oreja. Decidieron pegarla, con una goma especial y sostenerla con vendas. Medio que no creyeron que era ataque de hombre sino de perro. A pesar de que intenté explicarles el panorama: “the War, the War”.

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Publicado en Crónicas de perro andante (LA HOGUERA, Santa Cruz de la Sierra, 2013)

Foto: Isabel Muñoz




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