Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Domingo por la mañana, octubre. Joaquín se sienta
en un k’ullu de árbol, remanente de un par de inmensos molles que teníamos acá
-aclara. Uno macho, uno hembra. El macho daba diminutas flores amarillas; el
otro, frutitos rojos que devoran los chiwalos. Los vecinos nos demandaron,
alegando que las raíces levantaban el piso de sus hogares y tuvimos que
cortarlos, cuenta.
El patio está entre dos casas. La principal,
adelante, poblada de fantasmas, dice, porque cree que en su momento este fue
lugar de crimen, en la pretérita oscuridad, cuando desde aquí hacia el oeste se
extendían humedales que le ganaron el nombre de p’ujru (depresión, en quechua).
La segunda es pequeña, práctica, de ladrillo visto y grandes ventanales. Allí
vive. En la otra, su hija. Ningún inquilino sobrevivió la pesadez del ambiente,
de sombras de niños y golpes de puerta a medianoche.
El sol cae de lleno en el vestíbulo de cerámica.
Una mixtura de maceteros ofrece colores y plantas. Las flores violetas de la
Santa Rita se entrelazan con el tronco del paraíso dando un ferviente tono
cochabambino a la cita.
En la radio suenan tangos de la guardia vieja, un
programa eternizado por los años en su hogar, con gusto argentinizado por el
tiempo de estudio y disipación en Córdoba, en una fallida carrera de
ingeniería, y luego en la sensatez de su esposa santafesina que terminó amando
Cochabamba más que él y cultivando seis hijos.
Ese año, el 46, salí bachiller. El 4 de enero del
47 me presenté voluntario al servicio militar que, siendo obligatorio, no
consideraba para sus filas a menores de 18 años como yo. La Muyurina, donde aún
sigue el cuartel, era una explanada llena de indios acurrucados y vendedoras de
comida. Los reclutas, la mayoría de la clase baja citadina, pocos indígenas, se
despedían de sus madres como si partiesen a una guerra inexistente.
Se ensimisma. Tocan el tango Destellos en la radio. Me recuerda a mi mujer, susurra. Escuela de
Clases Sargento Maximiliano Paredes, se llamaba el lugar donde me presenté. No
pertenecía a la clase oligárquica, pero mi familia venía de antes, y era bien
considerada en aquella esmirriada sociedad de abundantes mestizos y escasos
blancos. Además yo desciendo de héroes, afirma, en una frase que se evaporará
en el espacio de nuestra charla y que me arrepiento de no haber agarrado por el
cabo.
Le pregunto por qué, ya que habló de ello, no había
indios en las filas del ejército. En otros lugares sería diferente, pero la
Muyurina era cuartel de extramuros. Aunque a mediados de año llegaron muchos
aymaras en camiones, levantados de pueblos del sur cochabambino o de la cercana
Oruro, la mayoría de los internos pertenecía al lugar. Uno de esos aymaras,
Valetín Apaza Ticona, recuerdo, fue designado para ocupar la litera encima de
la mía. Caían los piojos, día y noche sobre las frazadas, el rostro, los
cabellos. Ellos los trajeron. Los sábados, cuando salía de asueto, mi madre me
hacía desvestir a la entrada de la casona de la calle Lanza y con un palo
levantaba mi ropa y la ponía a remojar en gasolina en una usada lata de
manteca. Luego me mostraba los animalitos muertos, en fila en todas las
junturas, casi con instinto cuartelario. Así durante los nueve meses y veintiún
días que presté servicio.
Las hijas de Joaquín desenvuelven unas salteñas de
un papel sábana blanco. Son tradicionales -para que no haya confusión con las
que venden en carritos por la calle, rellenas de quién sabe qué-. Me he
desacostumbrado algo al picante, pero me animo con un par de super. No están
mal, sabrosas. Las acompañamos de refresco de naranja en extremo dulce, lo
anoto.
Antecedentes
Largos y complejos son los antecedentes de la
rebelión indígena del 47 en Ayopaya. Había una antigua tradición de
levantamientos, pero, esta vez, los gérmenes venían del Congreso Indígena del
45 y las leyes dictadas durante el gobierno de Gualberto Villarroel. Se podría
hablar, en síntesis, de que a partir de entonces comenzaba a gestarse un
proceso en el que el indígena deseaba ser artífice de su propio destino, de
elegir libremente a sus autoridades. Esto, en Ayopaya, ya en 1946, llevó a la
población blanco-mestiza a percibir que la provincia había sido “tomada” por
los indios. Al mismo tiempo que las autoridades comunitarias, o excomunitarias,
tenían mayor peso que las elegidas por el Estado, la explotación de los colonos
en haciendas alejadas como Yayani, especializada en la producción de papa a
pesar de sus múltiples estratos climáticos, alcanzaba intolerables niveles.
El indio no se alzó reivindicando la figura del
presidente mártir; algunos estudiosos señalan, sin embargo, que algo de ello
hubo en la región cochabambina. Tampoco se llegó al extremo de demandar la
abolición del pongueaje. Si bien las leyes del gobierno Villarroel no eran
ambiguas, no se podía decir que fuesen del todo claras. Es en ese confuso caldo
de cultivo, plagado de rencillas ancestrales, ideas políticas nuevas, diversas
perspectivas acerca de los fines, fragmentación, etcétera, que en febrero de
aquel año la indiada dirigida, dicen, por el alcalde de Yayani, Hilarión
Grájeda, atacó Yayani matando a un teniente coronel e hiriendo al mayor Carlos
Zabalaga.
El
cuartel
Se había entrenado como boxeador en el gimnasio de
un señor Roa, calle Colombia entre San Martín y 25 de Mayo. El boxeo sigue
siendo su pasión, a pesar de que ya no recibe la revista de suscripción The
Ring desde la época de Mike Tyson, el comeorejas. Es como si el deporte y sus
ídolos se hubiesen congelado en la cronología. Muhammad Alí sigue siendo
Cassius Clay para él. Inventó un ingenioso juego de tapitas de soda o de
cerveza a las que les ponía nombres de boxeadores en un papel que cruzaba el
metal, con fina letra. Solo pesos pesados, porque no me gustan esos sietemesinos
filipinos o mexicanos de otras categorías. Me muestra las que sobrevivieron la
debacle que significa que los hijos se van y los padres se quedan: Zora Folley,
Sonny Liston, Paulino Uzcudúm, Oscar Ringo Bonavena, Arturo Godoy, Jersey Joe
Walcott, Primo Carnera…
El juego consistía en diez asaltos, ganados por
puntos o por nocaut, minuciosamente anotados en un reporte de este campeonato
ficticio entre colosos de distintas temporadas, y que mientras duró la infancia
de sus dos hijos hombres pareció eterno. Hacía chocar las tapas entre sí;
cuando por el golpe una se volteaba contaba como punto. Tirada lejos de la
mesa, si caía de pie, el boxeador retornaba al ruedo, pero si estaba de
espaldas terminaba el combate. Ezzard Charles derrota por nocaut a John L.
Sullivan en el primer asalto; Bonavena pierde por puntos ante Jimmy Ellis… Todo
consignado en precisas estadísticas que convertían a las tapitas en personajes
vivos y respetados.
Nunca pudo ser peso pesado, hasta que la edad,
pasados ya los cincuenta, le trajo prestigiosos ochenta kilos. Fui peso welter
en el cuartel, en batallas de inexistente técnica y de pobre espectáculo.
Boxeadores nativos peleando con la guardia abierta, tratando de conectar uno de
esos letales waraq’azos (golpe de puño de costado, con los dedos cerrados sobre
la palma, me muestra cómo) a los que están acostumbrados los indios. Allí
triunfó, y sus victorias le dieron la posibilidad de salir casi cada fin de
semana a casa. Pero el deporte perdió su encanto. La vida militar no era como
se pensaba. La comida parecía mierda sacada de las letrinas, se abusaba.
Al soldado Fenelón, rememora, lo mató un oficial a
patadas. En el reporte dijeron que falleció por fiebre de Malta. Juré en voz
alta que mataría al cabrón que lo había hecho, miembro de mi clase social y con
conocidos o familiares mutuos. Los conscriptos rurales, que nos odiaban y que
despectivamente nos apodaban “los bachilleres”, le fueron con el cuento. Me
llamó y me dijo: qué pasa, Joaquín, he escuchado que amenazas matarme. Si yo no
asesiné a ese pobre muchacho; estaba enfermo como denuncia el reporte del
forense. Pero, si insistes en tu idea, cuando termine tu servicio y te den de
baja, sabes dónde buscarme. Le prometí que lo haría y no hubo día en aquel
antro en que no me deleitara con la idea de plantarle un tiro o al menos darle
una gran tunda.
Llegó la fecha, y perdón que me adelante a tus
preguntas, pero debo decirlo ahora. Aquel, como suele ser común entre milicos,
tenía de característica la cobardía. Subió hasta el grado de coronel y me
evitaba en las estrechas calles de la ciudad en el futuro posterior. Al minuto
en que me licenciaron, fui a buscarlo. Estoy aquí porque me pediste venir. Se
hizo el tonto. Pero, querido Joaquín, si eso está olvidado, eran los caldeados
ánimos del instante. Si nosotros nos conocemos, hermano. Salí furioso, y
recordé que un tío mío, coronel mimado del ejército boliviano, había quemado su
uniforme y condecoraciones al dejar la institución. Apestaba.
Domingo, a las nueve de la noche, había que
reincorporarse al cuartel. Me acuerdo de un teniente Ibáñez, casado con la hija
de un general, que aguardaba por los retrasados en la entrada de la Muyurina.
Así fuera un minuto de retraso, formaba al indisciplinado con otros culpables.
A cada uno le preguntaba el por qué. Que mi madre se encontraba afiebrada, mi
esposa indispuesta. No importaba, recibía un corto en la boca del estómago que
lo doblaba o lo hacía caer, ensalivando el suelo. A eso le llamaban disciplina.
A eso denominaban valor. Nada ha cambiado. Hoy mueren más que ayer por la
brutalidad militar.
¿El motivo? Cualquiera. No había motivo, no se
necesitaba. Eran hombres armados y en posición de dominio. Y lo ejercían, sin
asco y sin pausa. Pero este es un pueblo que ama la bota, la fusta. Se deleita
en el abuso auque no lo crea.
Llaman a almorzar. La sirvienta ha preparado un
uchu que difícilmente cabrá en el estómago después de las salteñas. El árbol de
paraíso, medio en ruinas, provee deliciosa sombra. Semeja un domingo de pueblo
en una ciudad de más de medio millón de habitantes. En el uchu de fideos
sobresalen huesos de costillar. Un generoso ají colorado se vierte sobre la
pasta. Dicen que esta receta es ayopayeña, de los altos de Sivingani, donde
cosechan piedras azules (sodalita).
El 47
Casi cada año, si mal no me juega la memoria, los
indígenas se sublevaban en Ayopaya, en Tapacarí. También en la parte de Tarata
que linda con Potosí, más preciso en Sacabamba. Rebelión endémica, quizá, o
extrema pobreza. O ambas. No en vano se asociaron republiquetas en la región,
donde a los españoles que trepaban los riscos les machacaban cascos y cabezas
con galgas de piedras gigantes. ¿Le dije que de allí viene mi familia?, de la
provincia Ayopaya tirando hacia Inquisivi en La Paz. Hice, a pie, muy joven, la
odisea de caminar cinco días desde Cochabamba hasta Palca-Independencia.
Buscaba mis raíces. No pude llegar más lejos, como deseaba. Miré despojos de lo
que habían sido los míos: mujercitas oscuras, vestidas de negro, cuyas
reminiscencias se habían agotado o nunca tuvieron. Nada saqué en claro. Sin
embargo sentí en la piel algo que podría llamar la esencia india, ese nativo
dormido que duerme en el colectivo mestizaje, que nunca han sepultado apellidos
ni emblanquecimientos. Lejos, muy lejos tal vez, hay aullidos de indias
violadas y luego un largo maquillaje que quiso inventarnos pero no liquidó la
sangre escondida. Y eso se siente en la piel, en los poros, en la manera de
sentir el sol de montaña calentándonos. Indescriptible, único para los diversos
tonos de mixtura que somos los bolivianos, y que aflora en las festividades de
carnaval, de vírgenes, de santos, del señor negro de Machaca y tanta historia
no escrita y en peligro de extinción.
En la finca de los Zabalaga, en Yayani, los indios,
de noche, le destrozaron el cráneo con rocas a un coronel José Mercado,
creyendo, por la ubicación del lecho, que era el otro coronel, el Zabalaga,
hacendado principio y fin de sus pesares. Justo pagó por pecador, solo por
sacar a flote un dicho popular que tal vez no refleja la verdad. Lo cierto es
que se pidió en la Muyurina sesenta voluntarios que fuesen a aprehender a los
culpables. Me anoté: era ingenuo e impetuoso. Ni tanto aventurero, pero se dio
el desafío y lo tomé. Mi madre lloraba mientras hacía un amarro con platillos
maternos y con pito, polvo de maíz endulzado que sirve como alimento y deleite
al mismo tiempo. Cuando llegamos a Morochata, caminaba cansina una procesión
con el féretro del difunto Mercado. Se había cometido un crimen y llegábamos
para castigarlo. Ceguera juvenil o simplemente tonterías de niños de clase
media trasladados a un mundo que conocían de soslayo, de un exterior casi
mimado que los hacía disfrutar del campo sin adentrarse en los detalles de la
tragedia social.
Don Joaquín se ha ido a hacer la siesta. Converso
unos minutos con las dos hijas presentes y hago también un paquetito con mis
páginas garabateadas y la pequeña grabadora que me sirve para no olvidar.
Volveré mañana, aviso, lunes, después de la siesta.
Lo esperamos para el té. A las cinco.
Perfil
Don Joaquín es un hombre de 84 años. A pesar de que
las décadas lo han encorvado un poco, se nota que hubo gran vitalidad y sólido
físico en su metro setenta de estatura, por encima de la media nacional. Su
cuna no lo integró con la aristocracia valluna, pero menos lo puso con los del
montón. Hidalgos, los nombraron en la colonia, y en ese vocablo se reconocían.
Es afable, incluso cuando sus ojos verdes parecen
incendiar el derredor. Nariz aguileña, casi de judío suele decir. Tanto que en
una ocasión, con un primo suyo, rubicundo como rabino de Cracovia, persiguieron
al nazi Klaus Barbie en la plaza principal de la ciudad. Lo insultaban en
alemán ¡scheisse! y el “enano” no
atinó más que a correr, creyéndose atenazado por espectros.
Tuve setenta primos, murmura con tristeza; ninguno
está ya. Y desentierra historias que bien conformarían un libro. Me estremezco
al pensar que la vida es muy injusta, que se escribe, narra, relata, una mínima
parte de lo que se debiera, que con el último suspiro de cada uno de estos
ancianos se pierde para siempre una historia oral, algún secreto cuya
importancia jamás sabremos. Pero no puedo elucubrar acerca de la eternidad.
Debo viajar pronto y le pido que sigamos, para terminar, en unos días más,
nuestra conversación por teléfono.
La casa de atrás es agradable, pequeña y acogedora.
La dispersión de los hijos por el mundo se presenta en chucherías de lugares
tan lejanos como Lesotho; otros cercanos con nombres sonoros: Curitiba,
Managua… Los libros se apilan en polvosos estantes cerca de la lavandería. Mi
vista capta algunos lomos con letra suficientemente grande para que los vea.
Remarque y Böll, Guillermo House y Hemingway. No dispongo de tiempo, sin
embargo, para abrir una sin duda amplia senda de recuerdos que no corresponden
ahora acerca de lo leído.
El octavo de trece hijos. Número cabalístico que
dejó a tres con vida mientras el tifus, el sarampión, un resfrío, se llevaban a
los otros. Peso de muerte o vaho vivificante. Depende por donde se mire. En
Bolivia la muerte azotaba a todos por igual.
Volvamos a lo anterior, don Joaquín, que casi
anochece.
Boxeo
e idiosincrasia
Insiste en contarme más de sus actividades
boxísticas. Sé que me alejo del tema de la explosión rebelde de 1947 en
Ayopaya, pero también asumo que todo tiene interés.
Se levanta y tuerce hacia la derecha pasando por la
cocina. Doña Epifania, la cocinera, a media luz alista sus cosas para partir.
Joaquín saca con dificultad un manojo de llaves de su pantalón color crema. Y
trae un fólder con recortes de periódicos, revistas, fotos ajadas. Pegados con
cera bruta en papel sábana, escoge una serie de recortes separados con liga. Es
una crónica del periodista argentino Horacio Estol sobre Luis Ángel Firpo, El
toro salvaje de las pampas, a quien idolatré, explica. Hojea, vuelca algunas
hasta que encuentra lo que me quiere mostrar. Firpo llegó a Bolivia en 1923,
cuenta, luego de su combate con Dempsey, a quien tiró fuera del cuadrilátero de
un puñetazo. Le robaron la pelea, repite, como lo ha ido haciendo desde
siempre. Aunque admiro a Jack Dempsey y creo que no hubo otro mejor, salvo
Louis o Marciano, me hubiese encantado que Firpo lograra el campeonato. El
árbitro retrasó la cuenta, dio tiempo al norteamericano de recuperarse y luego
masacrar a su rival. Pero el cuerpo del campeón volando por sobre las cuerdas
ya le había ganado a Firpo su condición de mito.
Estol narra que invitaron en La Paz, después de una
odisea de viaje, al Toro salvaje a dar el puntapié inicial de un importante
partido de fútbol. El empresario, temeroso de que sucediese algo con su
inversión más que con el deportista, lo prohibió. Envió a otro del grupo. El
pueblo, supongo que después del evento, reaccionó. Marchó en manifestación por
la urbe reclamando la cabeza de Firpo que había afrentado a los paceños. En la
entrada del hotel se apoderaron de un sparring negro de la delegación y lo
obligaron, poniéndolo al frente, a vilipendiar en voz alta a su patrón y amigo
mientras daban vueltas a la plaza.
Salieron a tomar el tren porque había que
marcharse. Pero en la estación reconocieron por su tamaño al boxeador y se armó
la batahola. Manifestantes coreaban castigo para el soberbio. Entonces Firpo
subió a una tarima y discurseó, que él hubiese querido asistir pero que se lo
impidió el productor. La ola indignada daba muertes al segundo y vivaba a Firpo
ahora. Dio la casualidad de que por allí pasaba un célebre personaje boliviano:
el gigante Camacho. De inmediato, la manifestación se convirtió en fiesta y
quisieron que se agarraran a golpes Camacho y Firpo allí mismo. La gente vivía
dispuesta al circo. Felizmente terminó bien. No sabemos cómo con exactitud
porque faltaban páginas o secciones de la revista Aquí está, donde Estol
escribía. Se habían despegado y solo quedaba un pedazo de cera oscuro y duro
como moco antiguo.
Le hago leer esto -me mira a los ojos- para que
comprenda la complejidad de esta gente, que es la mía y a quien entiende
alguien nacido aquí. Para los de afuera somos un misterio. Tal vez por ello el
encanto. Mi esposa cordobesa -nacida en Rafaela pero afincada en Córdoba- no cesaba de decir en las reuniones
sociales que yo, su marido, parecía un personaje escapado de Dostoievsky, por
lo contradictorio, lo impredecible, lo energúmeno.
Los
sublevados
Indios y mineros encontraron puntos comunes de
protesta. La muerte del coronel Mercado mostraba la arista de una roca de
extraordinarias dimensiones que comenzaba a moverse, o, mejor, que se
reanimaba, siglo tras siglo. Los sesenta voluntarios de la Maximiliano Paredes
miraron pasar el féretro cubierto con una bandera como debiera corresponder a
los héroes. Nada sabían acerca del difunto, ni quién era ni qué hizo. El ataque
se estrellaba contra la institución en particular y contra la sociedad “bien”
en general. Merecía punición y desaire. Caso contrario crecería como una
avalancha de piedras, práctica de guerra de los guerrilleros republicanos
contra la corona goda, aprendida de la indiada carente de recursos para tener
armas. Palancas hechas de ramas reemplazaban a los cañones. Con ellas movían
las piedras y las desbarrancaban con horrísono ruido.
En esta ocasión los mineros encabezaban el
levantamiento, y disponían de temible dinamita. Algunos venían de la mina Kami,
en el sur de la provincia; los más del altiplano. Cuando Joaquín describe las
noches en que acurrucados y juntos entre sí por el frío los soldados -en lo que
fuese una escuela y hoy hacía de cuartel- miraban las cimas de los cerros
alrededor iluminados por explosiones, mientras lúgubres pututus convocaban a
las huestes invisibles y aterrorizantes de poncho y abarca, no puedo evitar
pensar en el Fausto de Goethe y las luminarias de la noche de Walpurgis. No lo
digo. Eso traería una discusión literaria que no viene al caso. Indígenas y
proletarios entonces. Vale la pena escribir que había una clase de férreas
convicciones revolucionarias, y combatiente de larga práctica. No se trataba de
un hecho aislado, de un cráneo machacado imitando un crimen común. Pero no lo
discutían ni soldados ni oficiales; es posible que ni lo supieran. Existía una
guerra de razas, más que de clases. No significaba un nuevo amanecer, era
normal.
Consecuencias
La rebelión de 1947 fue otro hecho premonitorio de
la eclosión social de 1952, la llamada Revolución Nacional. Hubo muertos,
bastantes en Tapacarí, pero los disturbios no alcanzaron magnitud
revolucionaria. Síntomas y manifestaciones, año tras año, mes tras mes, hasta
consolidarse en el movimiento posterior de masas indicado, que trajo mejoras pero
que también inició otro tipo de manipulación del indio boliviano que nunca ha
tenido, ni siquiera ahora, autonomía y decisión en gran escala.
El
viaje
Me da pena partir, pero debo retornar a mis
obligaciones en el periódico. A lo largo de los días me he ido acostumbrando a
la amistad de esta gente, su bonhomía, la tibieza de sentarse bajo el sol, al
lado de un humeante té, a conversar sobre historia viva. Ni siquiera diré que
se trata de un ambiente bucólico, pero de pausada dinámica, como si el alto enrejado
que protege la casa del cotidiano cochabambino, nos aislara del tiempo.
Continuaremos por teléfono, un par de llamadas por día que según Joaquín han de
aliviarle la jubilación. Muy lúcido para un hombre de su edad, leído, me incita
a pensar que esta cita y este argumento abrirán otros: sabrosos, brutales,
entretenidos como las digresiones pugilísticas.
Insurrección
Con los acordes de un bolero de caballería, el
cuerpo del coronel asesinado fue bajando la calle del pueblo. Luego a montarse
de nuevo al camión rumbo a Chinchiri, justo al frente de la sangrienta Yayani.
Habilitaron una escuela para alojarnos. Algunos bancos de madera astillada y
vieja se apilaban en el rincón.
Piso de tierra apisonada, helada. Al anochecer caía
la niebla. Por el solitario ventanuco se observaban blancas volutas de aire
congelado. La neblina asomaba desde los picos y bajaba a veces con increíble
rapidez. Al cabo de dos días, meábamos sangre. Por enfriamiento, decía el
suboficial enfermero y repartía pastillas. Disparos aislados sonaban hacia
Yayani, donde se habían apostado los carabineros. Nosotros debíamos aguardar al
Regimiento Camacho, Primero de Artillería, de Oruro. El sitio de reunión se
acordó en el puente Yakanko. Esperamos por horas y nada. El oficial a cargo pidió
un voluntario para dejar un mensaje a los artilleros debajo de una roca que se
observaba en el borde opuesto. Para cruzar, el “puente” no era otra cosa que
una tronca atravesada. Debajo se oía el estruendo del torrente. Caer implicaba
muerte y olvido. Nadie podría recuperar el cuerpo. Apolinar Holguín Espinoza,
de Itapaya, camino de Capinota, dio un paso. Lo vimos balancearse en el vacío
abrazándose como perezoso de los bordes de la húmeda corteza. En un papel, el
militar había escrito un mensaje cifrado. Cómo sabrían los del Camacho que
estaba debajo de esa piedra es algo sin respuesta.
Era el 12 de febrero de 1947, en los bajíos de
Chinchiri.
Verano, lluvioso como suele ser.
Alma
en pena
Dirán que las difíciles circunstancias causan
alucinación colectiva. Quizá. Absortos, tristes por la inacción regresábamos a
la escuela cuando bien nítidos, a las cinco de la tarde, oímos lamentos con voz
femenina. Lo primero fue pensar que algún indio borracho golpeaba a su esposa.
Bajamos a la quebrada de donde habían salido, abriendo las matas con bayonetas,
listos para ensartar al cabrón capaz de semejante barbaridad. No había nadie.
Los arbustos luego del alboroto retornaban a su mutismo, apenas movidos por la
brisa fría del atardecer. Al sentirla, suave, penetrando por los resquicios del
uniforme, se nos pusieron los pelos de punta y comenzamos a retroceder. Ya en
la cuesta le contamos a un mulero lo sucedido. Ah, dijo, es la tal, y echó un
nombre; a la pobre la mató su esposo a hachazos; desde entonces pena.
Lugar maldito. De pronto no veíamos a un palmo por
donde caminábamos. Apresurados nos arremolinamos ante la puerta de la escuela
para entrar cuanto antes, a refugiarnos en un café que no era café sino una
infusión de cáscaras. Pero sabía a gloria. Y el hombre desconocido de un
costado y del otro, se convertía en garantía solidaria de no hallarse solo.
Comenzaba, como con reloj, el amedrentamiento de los alzados haciendo explotar
dinamita. Pensé en mi madre, en casa, en lo lindo que sería estar parado en la
puerta de la Lanza mirando a los ya pocos transeúntes volviendo a sus techos.
Comidas
Mote y papa cocida. Mote negro, rojo, amarillo.
Lawa. Quesillo duro y quesillo fresco, comprado con el dinero de los reclutas.
Una bolsita de sal en medio, ensuciada por el toque colectivo, para esparcirla
sobre el montón de tubérculos amontonados sobre una manta en el piso. Comiendo
con la mano, chupándonos los dedos negros de una semana sin baño.
En el cuartel no era mejor. Luego del rancho a
mediodía y del de las seis, el sargento preguntaba quién quería cagar. Por lo
general íbamos todos, pero había que levantar la mano. El río Rocha, que es
torrentera y no río, corría detrás del cuartel. Se conocía como la “hora del
caguis”, y en sus orillas, en fila, nos despojábamos de las inmundicias
mientras fraternizábamos en sociedad. Los baños no se estilaban en la época.
Incluso los patrones cagaban en el corral, permitiendo a los chanchos
alimentarse de eso en un círculo vicioso. Con la temporada de lluvias, cuando el
agua bajaba a raudales, limpiando, podíamos bañarnos, observar las generosas
tetas de las lavanderas, que luego de dar de mamar al crío se quedaban a la
intemperie, goteando como pilas mal cerradas.
¿Quién y qué le traían de casa cuando no estaba de
franco?
Mi padre, nunca mi madre. Platos locales: soltero,
sillpancho… y una jarra de api morado frío como siempre me ha gustado.
Infantería, Artillería, Caballería. Cuando salí lo
hice con el grado de sargento segundo de artillería, comandante de pieza. Me comí
una empanada con la primera vendedora. No torné para mirar la puerta que
permanecía todo el día abierta y se cerraba en la noche. Era, para aprovechar
el título de un libro que está sobre mi mesa de noche, mi adiós a las armas.
El
caudillo
No hubo uno, afirma Joaquín. No uno visible que
recuerde. Los focos eran dispersos, cada cual con sus jerarquías, seguro. Al
menos en Ayopaya.
No vimos combate. Los carabineros sí mataron a
algunos. Nosotros la pasamos masticando coca, mezclándola con llujt’a, ceniza
con papa. Nos atemorizaban con historias, con la ferocidad de los trabajadores
de las minas de plomo, de cómo la indiada de Punacachi machacó la cabeza de un
patrón en una estancia, como se llaman las haciendas de altura. Seguro que los
rebeldes sabían más que nosotros de lo que pasaba en el país. No se hablaba de
ello, ni siquiera de quién se sentaba en la silla. ¿Hertzog? ¿Urrilagoitia? Qué
más daba.
Ante la inactividad, nos bajaron al valle, a la
verde Parotani donde ya el ejército se nos antojó jolgorio. Lo hicimos por
Tapacarí, atentos porque la rebelión indigenal pululaba por los cerros. Ya
tiempo de carnaval, fines de febrero, quizá marzo.
Ayopaya, la tierra de mis ancestros fue
difuminándose. Nunca volví desde entonces. Una vez, enfermo de bocio tóxico y
predicha mi muerte por los médicos locales, retorné a la Argentina, con tres
hijos a cuestas. Me operaron gratuitamente, degollándome de oreja a oreja como
puedes ver en esta marca igual a la que deja la soga al ahorcado. Sobreviví.
Había hecho un voto de que si me salvaba iría en peregrinación al señor de
Machaca, un Cristo negro entre dos ángeles de pie, muy milagroso. No lo hice, y
te digo que me hubiese gustado hacerlo, más que por agradecer al santo, por
conocer el lugar donde se afincaron mis dos tías viejas, hermanas de mi madre,
luego de los despojos de tierras que les trajeron juicios y la reforma agraria.
Anki y Uchipa les decíamos, diminutivos de Angélica y Josefina. De ellas
conservo este vaso de plata. (Leo: Angélica, 1904)
Teléfono
y epílogo
Don Joaquín ¿me escucha bien? Sí, no hay novedades
por aquí. Rutina y cansancio ¿Y usted? Quedamos en eso de los caudillos, si
recuerda. ¿No hay nombres, al menos uno?
Cuando estábamos en Parotani nos informaron que
traerían a un maestro rural que andaba exacerbando los ánimos de la población
nativa. Al parecer era director en Tapacarí. Lo habían atrapado en la quebrada
de Ramadas los carabineros. Venía amarrado. Me ofrecí a escoltarlo hasta
Cochabamba, a pie el prisionero, unos cuarenta y cinco kilómetros. Dos otros
voluntarios me acompañarían, un tal Benjamín -se me ha borrado el apellido- que
veinte años más tarde sería picado a cuchilladas cerca de Vinto, por asuntos de
narcotráfico. Tenía una finca en Villa Tunari y fue de los precursores de este
negocio. Era beato, de oración y hostia. Del otro no tengo memoria, un muchacho
de Sucre, creo, pero no importa. Preparamos los caballos, agua y comida, y
partimos rumbo a la ciudad. Quisiera decirte la fecha, pero se atasca en la
punta de la lengua.
A empujones lo arreamos. El tipo intentó
aleccionarnos, llamándonos “juventud de Bolivia”, pero no le hicimos caso.
Cállese, carajo de mierda. Lo entregamos en Cochabamba a la Séptima División.
Aquella noche, orgulloso al menos de este breve e
ínfimo papel protagónico, me sorprendí de ver al rebelde paseándose ufano por
la plaza 14 de Septiembre. Ignoro los detalles de lo que vino después. Sé que
cuando dejé el cuartel, luego de la negativa del milico de batirse conmigo,
como quisiera, a puño o a bala, agarré el terno con que me esperaban mis
padres, puse pistola al cinto, y me fui a Potosí a visitar a mi novia, una
alemanita interna del Colegio Alemán.
Me despido. El clic del teléfono suena como un
corte en el tiempo. Como periodista comprendo que no puedo ponerme nostálgico,
perder objetividad, pero en este momento me es imposible sortear esta sensación
de vacío.
2014
Fotografía: Indios bolivianos, 1903
Qué exquisito artículo, que por razones de tiempo leí volando, quedándome con algunos detalles que he podido captar. Me lo guardo para rumiarlo más tarde con tranquilidad (estoy en un cibercafé y hay ruido). Esa persecución del protagonista a Klaus Barbie me parece antológica, francamente surrealista. Había oído historias de alemanes que vivían ocultos en esas haciendas recónditas de Ayopaya. Quién sabe, tal vez eran refugiados nazis. Ja, el cristo de Machaca es el santo de muchas familias, que le tienen verdadera devoción en Independencia, hay residentes palqueños en Cochabamba que periódicamente efectúan viajes a su templo, que por cierto, desde hace algunos años tiene el piso recubierto con baldosas de sodalita o lapislázuli que hasta hace poco una empresa italiana explotaba en un yacimiento llamado Cerro y Sapo, a dos horas en jeep del pueblo mismo. Sin duda, valioso documento para conocer la historia de los antepasados. Gracias por compartirlo. Un abrazo.
ReplyDeleteVeía hoy, José, una fotografía de Sailapata, una de las míticas haciendas en la historia familiar, y pensé en el tiempo que pierdo sin estar allí, desenvolviendo madejas de misterios de la zona. Más ahora, yo que no soy muy creyente, que debo ver el piso de lapislázuli del señor negro de Machaca. Gracias por ese dato. Abrazos.
Delete