Friday, November 10, 2017

Literatura desde la ventana/Letteratura dalla finestra

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

(traducción Marcela Filippi)

Si pensamos en Rembrandt van Rijn, concedemos que el arte no necesita de ubicuidad desmesurada, experiencia, movilidad. Dice Russell Shorto que el pintor holandés pasó su vida, y pintó sus exteriores, en un espacio muy reducido de Amsterdam, a unas cuadras a la redonda de un puente y algún canal ya míticos.

Pensemos en Proust, encerrado, quizá al arbitrio de una brillante sirvienta…

El niño Borges, ávido de épica y glorias que van desde dioses germánicos a modestos cuchilleros del Retiro, con mamá sirviendo el té y leyendo sus esbozos literarios… Tal vez a Borges salir, “ir afuera”, le hubiese resultado más que incómodo, perjudicial. Afuera campeaba entonces la chusma peronista, la cantaleta de “argentino y bien varón, es el general Perón”, con la digresión necesaria de que el tipo pudo haberlo sido, pero terminó como un viejo cornudo que avivó la debacle. No era espacio para el magnífico escritor, aunque la época reanimaba una trágica tradición argentina, la del caudillo, la de la masa enfebrecida, aquello de lo que se nutrió y asimiló dentro suyo en un inteligente revoltijo que ponía a los héroes de la conquista del desierto con sombríos literatos en lengua inglesa.

No hay fórmula para escribir. Otra cosa es la predisposición de cada uno de encontrar un espacio preferido para desenvolver sus ideas o arte. Personalmente, elegí la escuela norteamericana, por llamarla de algún modo, la de redactores comprometidos en extremo con el derredor, con la búsqueda y hallazgo a través de existencias que vistas de arriba podrían parecer intrascendentes, míseras, abyectas, inútiles.

En suma, a pesar de no ser cierto, pero con un énfasis especial hoy, la discrepancia entre lo académico y no. Con la profusión actual de escritores que se consideran tales por titularse en ramas afines en universidades de prestigio. Ignorar, despreciar, hasta cierta condescendencia con el que escribe porque siente necesidad de hacerlo, cualquiera fuese su entorno y profesión. Sería tremendo exigirle a Kafka, gris funcionario, eméritas condecoraciones que lo garantizaran como autor. Pero está de moda, así como el vértigo, casi competencia, lucirse en ferias del libro a las que ni siquiera los invitan. El marketing entró a la literatura. No se quieren ya escabrosas historias de pobreza y rebelión; ahora cuentan pajas juveniles, inocuas, que tal vez queriendo decir algo no dicen nada. Y no significa que la literatura deba ser social, por supuesto que no, pero tampoco manipularse como objeto de mercaderes.

La crónica ha renacido para reemplazar esa vertiente de la literatura que no goza ya del favor público. Con éxito. Un amigo comentaba, no sé con qué fines, al referirse a Alice Munro, reciente ganadora del Nobel, que ello demostraba la posibilidad de ganar premios sin necesidad de hablar de psicópatas, etc. Creo que es inadecuado decir por dónde y de qué se debe escribir. Munro no es Dostoievski porque no querrá serlo. A cada uno lo suyo, de acuerdo a infinidad de características psíquicas, físicas, aficiones o vicios. Todo vale. Y a cada quien lo que corresponda, de acuerdo a cómo vive, qué hace. Los académicos hablarán del dorado mundo de las élites y los literatos alteños de mugre y cogoteros. Su valor radicará en el arte, en la manera en que fueron escritos y no en el tema o argumento. Leo con tanto gusto a Gautier en su alucinación egipcia como a Raymond Chandler u Homero Carvalho. Disfruto, como jurado literario, de cada libro, a pesar de las normales deficiencias de práctica entre muchos participantes, de la variedad de estilos y personajes. Cada uno importa, tiene algún plus, lo que no implica que a todos se premie o acepte, porque, como cualquier otra cosa, la literatura es un trabajo donde se busca excelencia, no necesariamente en lo pulido del lenguaje, en preciosismos a veces innecesarios, sino en la solidez con que se lo esté contando; perfecto, como en Borges; a ratos tosco como en Arlt.

Me he puesto a pensar en cuánto de mi literatura pasa por mi ventana. El trabajo nocturno me ha dado el don del vampirismo; veo tan bien de noche como de día, y trashumo, deambulo por inverosímiles pasadizos y circunstancias en las incursiones diarias, cinco días por semana, por un extenso territorio que jamás es el mismo cuando clarea. Luego me escondo del sol; lo hago por los últimos veinticinco años; cierro, aunque no totalmente, las persianas. Abro la ventana y dejo que el mundo de afuera penetre en esos débiles rayos de luz. Desde allí acecho, me apodero del movimiento de los otros, de sus voces, conversaciones y discusión. A ratos el viento mueve las persianas y la gente mira hacia allí, hacia mí, pero con el reflejo no ve nada. En la mayoría de los casos se retiran, continúan con su rutina algo alejados, observando de reojo la ventana sospechosa, la certeza de ser vigilados, fotografiados, plagiados, calcados. El escritor es eso, un ladrón que se esconde en el hueco menos probable, para apoderarse de la vida ajena, del halo o la sombra, en albur fascinante y tenebroso.

En esos momentos, los de la literatura en observación y creación, poco importa que el domingo sea la feria tal o la feria cual, que se otorguen o no premios, la fama o la infamia. Esta es labor de solitarios y desconfío de quien ostenta demasiada sociabilidad para hablar de sí mismo y de su arte. He ahí un comerciante, alguien que se oferta, que se vende o se regala. Casi en tono bíblico aconsejaría huir de personaje semejante, macho o hembra, porque discrepo con la manía de querer ser eterno y distinguido, cuando la sal de vivir está justamente en perecer y ser anónimo, en cuánto podremos aprehender mientras duremos sin la inconveniencia de perder el tiempo en explicaciones hueras sobre ti.

¿Que empecé hablando de una cosa y estoy en otra? No. Vamos por el mismo camino, con meandros lógicos que trae la dinámica de las letras, tan ávida y rápida como la de las aguas. No intento dar cátedra ni fórmula para adentrarse en ese mundo. Como dijimos, no la hay, e incluso la proyección y diseño de una senda a seguir no pasa de papeleo las más de las veces intrascendente. Aunque dicen, en el caso de Alice Munro, que la perfección aburrida -así, con esas palabras- de su prosa no se desvía un ápice del plan dispuesto.

No debiera ser dilema. Uno es escritor o no lo es. ¿Escribir? La mayoría podemos; somos un poquito más que iletrados y eso nos da ínfulas. Vaya, acépteselo o no, pero escribir no te hace escritor, como gorjear no te convierte en cantante. Claro que todos quisiéramos serlo, porque dar significado a las palabras y alma a su conjunción tiene algo de Dios, dioses imperfectos o abyectos, capaces sin embargo de fundar belleza hasta en el exabrupto o la maldad, amén de las rosadas líricas de lo que consideramos bello ya de principio.

¿Qué hacer con los profesionales de la escritura que nos han invadido, que han opacado el aura innoble pero interesante del que escribe? Obviarlos, dejarlos que se mezclen en la ensalada de los suyos, donde unos son mostaza común y otros dijon; unos vinagre de vino, otros de arroz, y algunos balsámicos. Son un plato duro de tragar, molestos como el ajonjolí, porque la vanidad es la especia más amarga. Pero, vamos, no es tan grave: gastronomía y digestión. Los demás, y no me incluyo, seguirán leales ante este inconsecuente amor. Morirán olvidados, con un perro sarnoso meando en la lápida. Pero ellos, los oscuros, son los que le dan brillo a esta penumbra de ser artista. Por los siglos de los siglos.

Silencio, que una pareja de inmigrantes ilegales se detiene al borde de mi ventana, y hablan de chingadas, chingados y chingaderas. Recuerdo a Octavio Paz, el muy chingón, y presto oídos. Uno es de Malinalco, lar de los guerreros águilas mexicas. Su acompañante de Tlaquepaque, justo al borde de Guadalajara. Hablan del día y del salario, de viejas y vino (como le dicen al tequila). No rompen los cánones de lo que un mexicano representa para mí, pero hasta la vida burda de un pasante es extraordinaria. La literatura anida allí, en lo nimio y lo grotesco, aunque no solo. El desprecio de los señoritos, que hoy decidieron ser autores, me lo paso por el forro, porque para sentir hay que vivir, y amar y dolerse. Doctores sobran, de estos, no de los que curan.

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Se pensiamo a Rembrandt van Rijn, ammettiamo che l’arte non ha bisogno di ubiquità smisurata, esperienza, mobilità. Dice Russell Shorto che il pittore olandese trascorse la sua vita, e dipinse i suoi esterni, in uno spazio molto ridotto di Amsterdam, a pochi isolati attorno a un ponte e a qualche canale già mitici.

Pensiamo a Proust, rinchiuso, forse a discrezione di una brillante cameriera... 

Il bambino Borges, avido di epica e glorie che vanno dagli dei germanici a modesti attaccabrighe del Retiro (1), con la mamma che serve il té e legge le sue bozze letterarie... Forse, uscire per Borges, “andare fuori”, sarebbe stato più che scomodo, dannoso. Fuori campeggiava, allora, la ciurma peronista, la tiritera di “argentino y bien varón, es el general Perón” (argentino e molto maschio, è il generale Peròn), con la digressione necessaria che il tipo avrebbe potuto esserlo, ma finì come un vecchio cornuto che ravvivò la débâcle. Non era spazio per il magnifico scrittore, anche se il periodo rianimava una tragica tradizione argentina, quella del caudillo, quella della massa infiammata, ciò di cui si nutrì e assimilò dentro di sé in un intelligente viluppo in cui metteva gli eroi della conquista del deserto, insieme a ombrosi letterati in lingua inglese. 

Non c’è formula per scrivere. Altra cosa è la predisposizione di ognuno nel trovare uno spazio preferito per sviluppare le proprie idee o arti. Personalmente, ho scelto la scuola nordamericana -per definirla in qualche modo- quella di redattori estremamente impegnati nei loro dintorni, nell’indagine e scoperta attraverso esistenze, che viste dall’alto, potrebbero sembrare insignificanti, misere, vili, inutili. 

Insomma, pur non essendo proprio così, e oggi con un’enfasi speciale, vi è il divario tra l’accademico e non, con l’attuale profusione di scrittori che si considerano tali per essersi graduati in discipline affini in università di prestigio. Ignorare, disprezzare, persino una certa condiscendenza con chi scrive perché sente il bisogno di farlo, qualsiasi sia il suo ambiente e professione. Sarebbe tremendo esigere da Kafka, grigio funzionario, riconoscimenti di onorificenze che lo accreditassero come autore. Ma è di moda, come una smania, quasi concorrenza, esibirsi in fiere del libro a cui nemmeno si è stati invitati. Il marketing è entrato nella letteratura. Non c’è più voglia di storie scabrose, di povertà e ribellione; ora contano seghe giovanili, innocue, che forse volendo dire qualcosa non dicono nulla. 
E non significa che la letteratura debba essere sociale, certamente no, ma nemmeno manipolarla come oggetto di commercio. 

La cronaca è rinata per rimpiazzare quella fonte della letteratura che non gode più del favore pubblico, con successo. Un amico commentava, non so a quale scopo, riferendosi ad Alice Munro, recente vincitrice del Nobel, che ciò dimostrava la possibilità di vincere premi senza il bisogno di parlare di psicopatici, ecc. Penso che sia inopportuno dire dove e cosa scrivere. Munro non è Dostoevskij perché non vorrà esserlo. A ciascuno il suo, secondo affinità psichiche, fisiche, interessi o vizi. Tutto vale. E a ciascuno ciò che corrisponde, in base a come vive, a ciò che fa. Gli accademici parleranno del dorato mondo delle élites, e i letterati alteños (2) di sporcizia e scippi. Il suo valore radicherà nell’arte, nel modo in cui sono stati scritti e non nel tema o argomento. Leggo con piacere Gautier nella sua allucinazione egiziana così come Raymond Chandler o Homero Carvalho. Gioisco, come giurato letterario, di ogni libro, nonostante la scarsa pratica tra tanti partecipanti, varietà di stili e personaggi. Ognuno ha il suo valore, il che non significa che tutti debbano essere premiati o accettati, perché come in qualsiasi altra cosa, la letteratura è un lavoro dove è richiesta l’eccellenza, non necessariamente nella chiarezza del linguaggio, nei preziosismi -a volte innecessari- bensì nella solidità con cui esso viene espresso; perfetto come in Borges; a tratti rozzo come in Arlt.

Mi sono messo a pensare a quanta della mia letteratura passi attraverso la mia finestra. Il lavoro notturno, mi ha dato il dono del vampirismo; vedo così bene di notte come di giorno, e trasmigro, deambulo attraverso corridoi inverosimili e circostanze nelle incursioni quotidiane, cinque giorni a settimana, per un esteso territorio che non è mai lo stesso quando si fa giorno. Poi mi nascondo dal sole; lo faccio negli ultimi venticinque anni; chiudo, ma non del tutto le persiane. Apro la finestra e lascio che il mondo di fuori penetri in quei deboli raggi di luce. Da lì scruto, mi impossesso del movimento degli altri, le loro voci, conversazioni e discussioni. A tratti il vento muove le persiane e la gente guarda, verso di me, ma col riflesso non vede nulla. Nella maggior parte dei casi, si ritirano, e continuano con la loro routine un po’ distaccati, osservando con la coda dell’occhio la finestra sospettosa, certi di essere vigilati, fotografati, plagiati, ricalcati. Lo scrittore è quello, un ladro che si nasconde nel buco meno probabile per impadronirsi della vita altrui, dell’alone o dell’ombra, in gioco affascinante e tenebroso. In quei momenti, quelli della letteratura in osservazione e creazione, poco importa che di domenica ci sia quella o quell’altra fiera del libro, che si conferiscano premi, la fama o l’infamia. Questo è mestiere da solitari, e diffido di coloro che ostentano troppa socievolezza per parlare di sé stessi e della loro arte. Quasi in tono biblico consiglierei di fuggire da tali personaggi, maschio o femmina che sia, perché sono in pieno disaccordo con la mania di essere eterni e illustri, quando invece il sale della vita sta giustamente nel perire ed essere anonimi, in quanto possiamo imparare mentre duriamo, senza l’inconveniente di perdere tempo in spiegazioni vuote su di sé.

Ho iniziato parlando di una cosa e sto in un’altra? No. Siamo sulla stessa strada, in meandri logici che la dinamica delle lettere porta, così avida e rapida come quella delle acque. Non intendo dettare cattedra né formule per addentrarsi in quel mondo. Come abbiamo detto, non esiste, e anche la progettazione e disegno di una strada da seguire va oltre le carte, il più delle volte irrilevante. Anche se si dice, nel caso di Alice Munro, che la perfezione noiosa -proprio con quelle parole- della sua prosa, non si scosti di una virgola dal piano disposto. Non dovrebbe essere un dilemma. 

Uno è scrittore o non lo è. Scrivere? La maggioranza può; siamo poco più che analfabeti e perciò ci diamo delle arie. Che lo si accetti o meno, scrivere non ti rende uno scrittore, così come gorgheggiare non fa di te un cantante. Certamente tutti vorremmo esserlo,perché dare significato alle parole e allo spirito, per la sua congiunzione, ha qualcosa di Dio, dei imperfetti o abietti, ancorché capaci di fondare bellezza anche nella villania o malvagità, così come le liriche leziose di ciò che consideriamo bello fin dall’inizio. 

Cosa fare con i professionisti della scrittura che ci hanno invaso, che hanno offuscato l’aura ignobile, ma interessante di chi scrive? Eluderli, lasciare che si mescolino nella loro insalata, dove alcuni sono mostarda comune e altri digione; alcuni aceto di vino, altri di riso, e altri balsamici. Sono un piatto duro da ingoiare, fastidioso come il sesamo, perché la vanità è la spezia più amara. Suvvia, non è così grave: gastronomia e digestione. Gli altri, e io non mi includo, continueranno ad essere fedeli a questo amore incoerente. Moriranno dimenticati, con un cane rognoso che piscia sulla lapide. Ma essi, gli oscuri, sono quelli che danno luminosità a questa penombra dell’essere artista. Nei secoli dei secoli. 

Silenzio, che una coppia di immigrati illegali si ferma sull’orlo della mia finestra, e parlano di chingadas, chingados e chingaderas (3). Ricordo Ottavio Paz, el muy chingón, e presto ascolto. Uno è Malinalco (4), lare dei guerrieri aquila messicani. Il suo accompagnatore di Tlaquepaque (5), proprio ai margini di Guadalajara. Parlano del giorno e del salario, di vecchie e vino (come chiamano la tequila). Non rompono i canoni di ciò che un messicano rappresenti per me, ma anche la vita qualunque di un passante è straordinaria. La letteratura annida lì, nello scontato e nel grottesco, ma non solo. Il disprezzo dei signorotti, che oggi hanno deciso di essere autori, me lo faccio scivolare addosso, perché per sentire bisogna vivere, e amare e dolersi. Dottori abbondano, di questi, non di quelli che curano.


Note

  1. Quartiere di Buenos Aires e anche importante nodo ferroviario, di pullman e trasporti urbani
  2. Abitanti della città El Alto, seconda città della Bolivia
  3. I termini sopra citati fanno riferimento a un frammento che Octavio Paz (Città del Messico 31.03.1914 - 20.04.1998), scrittore e poeta, premio Nobel per la letteratura 1990, ha dedicato nel suo saggio “El labirinto de la soledad” sull’identità messicana.
  4. Città del Messico
  5. Città del Messico

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Imagen: Rembrandt van Rijn

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