Thursday, March 1, 2018

Texto leído en la presentación de Muerta ciudad viva en Zaragoza

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Agradecido por la presencia de ustedes. Quizá por primera vez oigan de una villa recóndita del sur grande llamada Cochabamba. A pesar de que el retrato no es de rosa y de jazmín. Incluso así… Bienvenidos.

Un saludo especial, y mi agradecimiento, a LIMBO ERRANTE por la valentía de publicarlo, hoy cuando el ser editor equivale casi a suicidio. Y a los que lo presentan, entre amigos y otros, al querido Miguel Sánchez-Ostiz, maestro en artes ocultas, samurai navarro en la cumbre del Potosí.


Mis libros siempre han tenido algo de autobiográfico. Incluso en las situaciones más sórdidas. Sino como actor, como público, lo que me hizo partícipe, cómplice.

Cochabamba es una ciudad -o era- verde donde se come bien. Bucólica, intimista, plácida. Hasta la chicha, que en Muerta ciudad viva semeja casi un monstruo, formó por centurias parte de tal ambiente, prestándole al panorama inmensos cántaros llenos de licor de maíz, medio enterrados, a la sombra de las vides, en la tarde, con los parroquianos ensimismados algunos y dándole a la rayuela o al sapo, otros. La parra y el molle, y esa planta roja, el jamillo, parásita, que presta tintes preciosos a las ramas de las que se agarra. De fondo la majestuosa cordillera del Tunari, con un pico en forma de muela rellenado de blanco. A cinco mil metros. Abrevaba allí el Inca.

Azul cielo. Agua mansa. Mantas tendidas sobre el pasto y humeantes choclos acompañando chicharrones recién salidos de grandes peroles de cobre. Ciudad para viejos, buena para envejecer y morir. Remanso con dotes de casa de retiro.

Mas tiene sombra.

Dirán que toda ciudad la tiene. Pero, al menos entonces, era inverosímil para esta. Villa que daría para la nostalgia de César Vallejo (en el fondo de casa también crecía el capulí de sus amores, de su andina y dulce Rita de junco y capulí). Pero Vallejo quedó abandonado, devorado por el misticismo del mal, de la mugre, de la angustia y todo. Por la tristeza quechua. Del terror del indio y el odio español, que juntos parieron confundidos hombres cuya cabeza se pierde en y con el alcohol. Hombres de miembros erectos y azorados. Que aman, o suponen amar, y que destruyen para dejar rastros de dolor.

Dije que era una historia de amor y lo sostengo. El fondo peca de dantesco, sin embargo, porque para quien penetró en el arcano de la villa de adobe, no hay otro fondo. A pesar de ello, relucen tramas multicolores de textiles indios, y doran los platos maíces blancos junto a papas moradas. La gente ríe y humea a chorizo. Ají rojo y amarillo.

Al sur, donde apiñan a los pobres, niños disputan tripas con los perros. Pero no es tan simple como una disección social. Oxímoron. De tan vivos muertos estamos. Y al revés.
2018

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Ilustración: Dibujo conmemorativo de Lander Zurutuza, 2018

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