Tuesday, November 15, 2011

Lequepalca/ECLÉCTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En pocos lugares he sentido la tierra así. Y no hablo de Pachamama ni alguna otra necedad seudo o intencionalmente religiosa. Hablo de la sensación de estar ligado a algo, de ser parte de esa oscuridad multitudinaria que tiene el campo en esta vertiente de valles, semidesierto, augurio de cañadas y montañas, de la confluencia que implica su situación geográfica. La soledad tiene algo que ver, allí estaba solo, en un inmenso cuarto del Servicio de Caminos donde a través de los ventanales el aire gélido trae apariencias de espectro. Pero solo he estado en otros lados, en Morochata tanto como en París, en Paucarpata y en la estación de Atocha de Madrid, sin botas -era verano-, esperando los trenes de la esperanza, los falaces subterfugios del amor. Era diferente, lo afirmo y lo recuerdo, quizá porque cuando moría el día y por vez primera se empezaban a mover siluetas de personas campesinas que regresaban del vacío, enfilaba hacia la vieja iglesia enfrente, con su torre cuadrada y el patio que hace las veces de cementerio y de defensa, con troneras de adobes verticales, una aldaba grande, de negro hierro, cerrando la puerta del recinto porque cura, en Lequepalca, había sólo en fiesta, en matrimonio o muerte.

Me escurría forzando un lado con el brazo y pujando con la pierna en sentido contrario. De a ratos sonaban las sirenas de las flotas que a esa hora se cruzaban en el bajo. Unos pasos en la oscuridad y el temor que quería persignarse. No es acaso la casa de Dios, me preguntaba, y por qué entonces me cago de miedo como si de estos cirios marchitos, o del viento musicante que atraviesa la paja del tejado, no fuera a venir nada bueno. Sentarse en un banco; la bóveda se presume más que se ve. Creo que ni cuadros hay en las paredes. Afuera, atisbo, cruzando la carretera, alguien prepara café para el viajero que decida parar. Tanteando el adobe antiguo, con restos de paja puntiaguda, subo al campanario. Estratégico lugar protegido en la espalda por el cerro y que bate los tres lados restantes con amplia visibilidad. Me acuerdo de Amiens, de sus sombras también petrificadas pero más terrenas. A pesar de sus calaveras en piedra, de los ahogados gritos de la plebe lanzándose a Tierra Santa con Pedro el Ermitaño, la catedral de Amiens da incluso un respiro de placidez. La iglesia de Lequepalca es un agujero negro, el umbral del averno o la insignificancia de vivir. Lo mismo en Paria, más hacia Oruro, y con mucho mayor, o en Sica Sica con la diferencia de la muchedumbre aymara sobre las lajas del piso.

Luego de tamaña impresión, un hoyo donde no caben ideas ni nada, donde se esfuman mujeres y diluyen ambiciones, bajo el declive del patio, evitando darme vuelta. La torre blanca de cal tendrá veinte metros y en sus arcos alargados apenas se perciben sus campanas. Doña Florencia me sirve un api, blanco sobre morado; ella se encarga del cuidado del campamento. Héme aquí sin experiencia como efímero administrador de lo que será Oruro-Confital, lo que francamente me tiene sin cuidado. Paso el día subiendo las elevaciones detrás de la iglesia y metiéndome de cabeza en las minas de azufre, cada una con su marca personal. O, si temprano salgo al frío, seguir la corriente del río hasta hallar la primera quebrada y con dirección noroeste olfatear una senda hacia Tapacarí, a montículos que vienen siendo apachetas pero también tumbas. Presunciones de diletante histórico, de creer que de pronto en un reverso de cerro podré ver las inequívocas huestes guerrilleras de Eusebio Lira, la feroz y mestiza sorna de José Manuel Chinchilla, al Tambor Vargas. Y con ese bagaje de sueños retorno a Lequepalca, me asomo al camino y aparece el Leyland verdiblanco de Omar Abud que lleva carga a Chile. Me subo para ir a cenar con él a "Patacamaya terrosa", saber, con gusto además, que Hugo Ferrufino Murillo me ha escrito una carta.

El asado de lomo con arroz se extiende por un par de horas y varias cervezas. Después Omar toma el camino que se mete entre las casas del poblado y se dirige a Tambo Quemado. Yo agarro lo que puedo y a medianoche retorno al campamento. Abro con mi llave y acomodo los coloridos pullus de la cama. No pienso; miro al exterior, a las volutas de hielo como humo y me acurruco en la oscura Lequepalca.
23/02/05

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), febrero, 2005

Imagen: La hoy abandonada iglesia de Lequepalca


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