Wednesday, May 29, 2013

Nieve

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Jacques Brel canta Jojo. Nieve sobre los techos de Aurora. Arboles desnudos de hojas asoman brotes que crecerán en verde en unos meses. Jacques Brel: La ville s'endormait. Todavía nieve sobre los tejados, tan distinta -la nieve- al invierno del noventaiuno en Sarajevo, a Amiens que se hundía en la sombra a las cinco de la tarde, como si la tristeza ocupara veinte horas de sus veinticuatro, como si las calaveras de la catedral bajaran de sus hamacas y deambularan por los meandros del agua en medio de las casas de maderos entrecruzados. Parecía Delft, parecía Amberes.

Mediodía; domingo. Hay tormenta. La nieve ataca cruzada. Los limpiaparabrisas apenas pueden con sus delgados brazos. Afuera el viento dobla los cuerpos, las plantas; el auto se desliza, parece que va a estrellar los arbustos, que destruirá los postes de luz. Las ruedas trazan senderos que de inmediato se pierden. Las luces de las casas, ajenas, pertenecen a otra dimensión. Afuera estamos tú, tormenta, y yo, y una máquina que me arrastra a destino, a pesar del hielo, de los trozos que parecen cristales de roca, que se rompen ante el peso como cristales de roca, que suenan igual a petardos de carnaval, o muelas que se trizan, vidrios, ventanas.


Pensaría que en momentos así nace el desespero, que se recuerdan los amores, los hijos, el sol de Cochabamba, el de Vinto, los ojos azules de Francine, el moreno vientre de Dalia, eucaliptos, molles, airampos, arropes. Y no, hay cierta pasión enfermiza en esta brega singular, en el movimiento calculado del volante, en la ambigüedad del frío. Desierto... un desierto donde olvido o intemperancia invitan la muerte.


Casi en baile solitario, el automóvil se escurre calle Forest abajo. Si viene cruzado un carro, el choque sería inevitable, pero en esta temperatura de diecisite bajo cero ya la nieve se ha convertido en lluvia de hielo, y los pasos fuera del coche para controlar el trabajo cuestan como aquellos lentos en un purgatorio mordaz y desconsiderado.


Retorno al tema, a la exquisita belleza del combate. Recuerdo a Shklovski y el dulce ruido de las bombas sobre los adoquines en las noches de Ucrania. Un paso en falso, un volante mal acomodado, y ahí quedas, expuesto al fracaso, a la pálida anonimidad del invierno, escondido de la supuesta patrulla que no ha de pasar, porque solo los locos se animan con este tiempo; solo los locos, no -aclaro-, locos y trabajadores.


A mediodía arrecia la borrasca. Blizzard, se dice en inglés, y esas dos zetas imitan el cortante sonido del viento helado. Aceras y caminos han desaparecido; se avanza a tientas. Los hogares encendidos apenas imitan pupilas de animal en la oscuridad, titilar de luces como vanos poemas de Neruda, insólitos en esta brutalidad natural.


Apago la música porque no ha de permitirse distracción. A cada paso vehículos hundidos en la cuneta, cubiertos hasta los vidrios. Si alguien está allí, su vida ha de durar la del motor.


Paradójicamente, al rugir de la tormenta se opone un silencio impresionante, extrañamente hermoso, solitud plena, guerra donde los obuses caen con ramas excedidas por el peso del frío, donde no queda huella, como que nadie existe.

3/1/08

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 2008

Fotografía: Invierno del 2006 en Colorado

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