GUILLERMO RUIZ
PLAZA
«Esta vida mía la
he dedicado a beber y culear», confiesa el narrador-protagonista de Muerta
ciudad viva, novela de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. El tono ya está dado:
entre la confesión autobiográfica y el delirio, sexo y alcohol, vida y muerte,
Eros y Thanatos se alternan y acaban entrelazándose como en un torbellino en la
Cochabamba de principios de los años ochenta. Al azar del recuerdo, con
honestidad estremecedora y acertadísimo humor negro, este estudiante
universitario, escritor maldito o «maldito a secas», nos lleva de la mano por
las calles y recovecos de una juventud vertiginosa, que se debate entre la
aventura y la desgracia, pero también entre vivencias íntimas y crónicas casi
documentales de la urbe, especialmente la periférica y marginal.
La ambigüedad
presente ya en el título sostiene la novela, constituye su núcleo central, de
tal forma que bien podría llamarse Libro del mal amor –léase del
buen sexo–, Libro del mal vivir –es decir, de la
buena vida– o incluso La noche de los muertos vivos,
si entendemos este último adjetivo en su acepción criolla, picaresca. Tensión
fundamental, entonces, y nunca desmentida a lo largo de sus páginas; como
afirma el narrador: «No se trataba de una vida paradójica, doble; todo vivía en
mescolanza como en un potaje híbrido». Un brebaje explosivo de esos que el
antihéroe y sus amigos se meten a diario en el cuerpo, no se sabe si para
invocar la vida o la muerte u otra luz capaz de traer el sosiego.
Claudio
Ferrufino-Coqueugniot, que domina en sus novelas el arte de la heterodoxia, nos
ofrece en esta nueva entrega una larga risa fúnebre y un intenso ensayo moral
–despojado de tesis y además rico en experiencias– acerca de ese «monstruo
mañudo y engañoso» que es la ciudad y también, sin duda, el escritor de
ficciones.
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Contratapa de la
novela (EL PAÍS, Santa Cruz de la Sierra, 2013). Edición de Ricardo Serrano.
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