Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
De tanto
parimiento el mundo se ha hecho mujer y, como tal, dos pezones suyos, altivos
en la cima de los senos, se levantan. Muchas son las naciones a lo largo de la
tierra que querrían que sus montañas fuesen esos míticos pechos. Pero unas son
demasiado grandes; otras, colinas verdosas incapaces de amamantar algo más que
ovejas. Una montaña, para ser madre, requiere imponencia sobre todo. Debe hacer
que los labios se sobrecojan en infantil memoria.
En un principio
creí haber hallado una de las dos fertilidades: fue cuando contemplé el
Chorolque enardecido con nubes que brotaban de su pico como baba celeste. Mas
este cerro no perdía en las horas su halo de masculinidad. La decepción de la
orfandad se apoyó en mí con descaro... La ruta del altiplano se hizo larga.
Cercano a la frontera chilena divisé un amanecer la brillantez del curvado y
prominente Sajama. Para el pueblo, el Sajama es macho, “tata”; yo me aseguré de
su femenino en los rincones de mi corazón. Alegre en oposición al frío, jugué
las pupilas por el seno más lindo que encontrara. Tenía uno.
El azar y la
irresponsabilidad me movieron por doquier. En Arequipa, Perú, indagué el
sentido de las voluptuosidades esféricas del Misti, volcán apagado. Si bien la
sensación no fue tan repentina como ante el Sajama, había encontrado el segundo
pecho que buscaba. Con un poco de blancalechenieve me regresé al hogar. Aquella
noche soñé que América era el vientre, la madre, la mujer, la esposa del mundo,
y que ella hundía su nuca en el Pacífico mientras lavaba los pies atlánticos.
La espalda empujaba dos senos, Sajama de nombre uno y Misti el gemelo. Las
nieves se derretían lácteas en los dedos de los niños.
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Publicado en
Opinión (Cochabamba), 20/02/1988
Fotografía: Misti
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