Casi veinte
años después, he vuelto a deambular por las páginas de uno de los más
singulares libros de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Un regalo para los
sentidos. Trayectoria diáfana; emancipación de la palabra y trabajo de lo
breve; lo minúsculo. Volver a errar a través de sus recovecos es como
transcurrir por la superficie fisurada de un espejo, desde donde se refractan
las vidas múltiples de un narrador escindido, que enarbola un diálogo inusitado
con sus personajes y con sus recuerdos. Grietas y vidas enterradas conforman
los destellos de un “yo” estratificado en capas sucesivas que obligan al
escritor a desplegarse para dar cuenta de su propia génesis autorial.
Los lúcidos
y experimentados trazos con que se construye cada una de las miniaturas que
conforman Virginianos parecen requerir completamente al autor, obligarlo
a administrar una reflexión sobre la escritura; a modelarla al amparo de
hipótesis ficticias perfiladas de realidad; a rellenar los vacíos de la
historia –de su historia- que pretende ordenar a lo largo de una errancia
desmedida. En el transcurso, inserta su propio autorretrato en la forma de las
vidas y los fragmentos que despliega en el camino. Edifica, así, la figura de
un autor preocupado por inscribir, a través de la memoria, personajes, lugares,
sensaciones que han quedado fuera, en los costados del tiempo; pero que han
marcado de manera ostensible la historia del escritor, que se transforma en un
mosaico más, dentro del texto. O, mejor, que se edifica a través de los textos
y se teje en ellos, desde el lenguaje y desde la memoria.
Cada una de
las narraciones que fundan este universo actúa como palanca de un discurso
sobre la historia y sobre la literatura. Pero también sobre el arte, la
política y el devenir de los tiempos. Sobre la familia y los amigos; la
experiencia del exilio y “el espíritu de la noche”. Cazadores de cabeza
dialogan con pintores, mujeres y teléfonos en la agonía de la ausencia y del
tiempo. No solo transcurrimos por los Estados Unidos y por Bolivia… Todos los
tiempos de la historia convergen en el minúsculo espacio de unas líneas de
prosa poética delineada con afán de orfebrería. Una intensa acometida creativa
delinea los contornos de cada cuadro y, en cada uno, Ferrufino-Coqueugniot nos
ofrece un paseo delicioso por los más inesperados recovecos de la historia y de
la vida. El escritor se deja traslucir en ese catálogo apasionado. Innumerables
maneras de ser un hombre. Un poeta.
Vasto escenario multiplicado en cada página, Virginianos nos ofrece la voz y la pluma de un caminante que ha transcurrido el mundo, ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y anécdotas copiosas. Lo que Borges llamaría “conveniente ficción[1]” se insinúa como el rasgo inusitado que acompaña la prosa erudita del autor. Las rendijas por las que se escurren personajes, lugares, sentimientos e instantes nos ofrecen perfiles de memorias sepultadas, que sobreviven al calor de una prosa pulcra y hábilmente trajinada por referencias históricas, travesuras verbales, neologismos, indumentarias, arquitecturas y músicas que terminan por ofrecernos un vitral peculiar y suculento.
Virginianos parece legitimar la ambición y el éxito de
este escritor de lo “minúsculo”, que ha logrado imponer su maestría en el campo
y el devenir de la literatura, escarbando en el mínimo espacio de cada texto la
reconstrucción de su propia imagen. Penetrar en sus laberintos es someterse al
maravilloso juego de la vida misma, transformada en pequeños poemas en prosa.
En cada uno de sus universos se conjugan los tiempos, las épocas, los hombres,
las mujeres, las artes, los dolores, las ausencias. Nos trasladamos, así, de
sur a norte y de este a oeste de los hemisferios, sin olvidar ningún sol,
ninguna niebla, ningún otoño. Este viaje alucinante se unifica con la visión
del hombre, pues así como Jim Morrison “escribe con sus huesos en las piedras”,
Claudio lo hace con su “carne en los papeles.” Y la carne de Claudio es la piel
del Poeta, la voz del hombre que gime en los subterráneos de Washington. Es el
grito de los negros de “sexo oscuro”; es la visión de “una botella sola bajo la
noche que llueve” y es también la mujer de cabello rojo que “se pasea por las
húmedas calles de Maryland.” Lo cierto es que sería imposible recurrir a todas
las imágenes que enriquecen el derrotero de este viaje. Hay que vivirlas una a
una. Hay que degustar su sabor vivificante[2].
A la manera
de un Chaucer contemporáneo, el autor discurre una historia y otra, hilvanando
juegos y artes esculpidos en metáforas y figuras de estilo que anclan en el
texto las vidas reinventadas por la memoria y la imaginación. El peregrinaje
esta vez no alcanza lo plural. Se sumerge en la vivencia personal del escritor
que deambula por su vasta y ácida melancolía, mientras su pluma ecléctica nos
pasea por recovecos ilimitados, así como
insólitos. Meditación inseparable sobre su propio destino, como si sus mosaicos
fueran la prolongación viviente de sí mismo. Ficción a la vez que erudición dan
forma a este escribiente de horas crueles y perversas, que es también un gran
lector, voluptuoso y sediento; nos regala un libro que es tanto una
representación de sus tentaciones entre las letras universales, como de sus más
profundas reminiscencias y visiones.
Las
criaturas de la imaginación se conjugan con un verbo delicado y seductor. Como
en los “Petits poèmes en prose” de Baudelaire, existe aquí una buena dosis de
delirio y una exuberancia de fantasmas que provocan una suerte de excitación
espiritual que confiere vida a cada estampa, desenredando cada texto bajo una
rúbrica de imágenes que seducen y apasionan.
Imágenes que nacen de la fuerza evocadora de las palabras.
Detrás de
los libros de la infancia y de las experiencias del hombre, se esconden todas
las historias y toda la biblioteca; historias de piratas, de aventureros, de
mujeres… Chopin y Akira Kurosawa; el infierno, el Paraná y los trópicos. Los
gatos y las calles. La desesperanza y la familia. Claudio Ferrufino-Coqueugniot
es archivista, historiador, lector superlativo, pero también curioso y soñador;
orquestador de esta particular sinfonía que, sin quizá sospecharlo, lo ha
atrapado en su propia ficción. En un texto que mata, pero también da vida y
cuya frecuentación no puede ser inocente. Ni autor ni lector pueden evitar
transcurrir entre imágenes y símbolos que se despliegan en filigrana. Como
Wilde, Schwob o Nerval, Claudio explora la existencia recubierta de escritura,
de palabras. La vida fragmentada en cada imagen, instrumentada al ritmo de
lecturas y de vivencias vigorizantes, así como fúnebres y fascinantes.
Virginianos es un pequeño diamante hábilmente trabajado.
Es un libro profundamente anclado en la obra, la memoria y la experiencia de su
autor. Palabra ligada a la inocencia y al crimen; a la crueldad y la ternura; a
la reminiscencia y al exceso. Es una encuesta literaria que provoca la vivencia
intensa de sus lectores y que despliega el lenguaje como una aventura donde
cada miniatura constituye un universo plural, que es siempre el mismo siendo
siempre diferente. Aquí todas las épocas cobran vida. Todas las emociones
explotan. Todos los seres y los lenguajes se dan la mano en un tiempo sin
tiempo; sin principio ni final[3]…
Cochabamba, enero de
2019
[1] Me refiero al Prólogo de
Borges en Las Mil y Una Noches según
Burton. 2ª Edición. Biblioteca de Babel. Ediciones Siruela. 1987.
[2] Estoy copiando partes del
Prólogo que escribí yo misma a Virginianos.
Editorial Los Amigos del Libro. 1991.
[3] Estoy parafraseando el
Prólogo de Virginianos. Editorial Los
Amigos del Libro. 1991.
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Prólogo a la reedición de VIRGINIANOS, Editorial 3600, 2019
Imagen: Tapa diseñada por Lander Zurutuza, Lezo, 2018
Imagen: Tapa diseñada por Lander Zurutuza, Lezo, 2018
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