Monday, January 31, 2011

Un Casa de las Américas muy personal


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Creo que cabe, que para eso vine, comenzar con el detalle del Premio de Novela en el cual participé como jurado. La parte de obras que me tocó se caracterizó por un buen nivel medio. Elegí cinco novelas que hubiesen merecido, cualquiera de ellas, ganarlo.

Haciendo un recuento, la primera, La sombra del nombre, de la uruguaya Melba Guariglia, sorprendía con una sólida estructura y un argumento con temas como la identidad, el exilio, la represión, la zozobra del individuo que se somete a pruebas en donde no sabe más quien es. Luego, del argentino Carlos Hugo Sánchez, El agua mineral, deliciosa historia que comienza con un par de amigos que estudian la forma de embotellar las aguas del río Yi, cerca del Uruguay, y venderla. Empresa que se diluye pronto en las peripecias de los personajes, en un intríngulis que exige atención pero que se disfruta.

Me fui por la tercera, la que finalmente resultó mi elección y que obtuvo una mención. Su título proveniente de un verso de Pessoa: Los hijos soñolientos del abismo, de Geovannys Manso Sendán, cubano de prosa ágil e irreverente, que en una especie de diario neurótico juega con la mente del lector.

Vinieron dos más, ambas argentinas: 74 días, de Agustín María Palmeiro de sobria y desgarradora narración del conflicto en Malvinas y Así son las fieras, escrita por Carlos Bégue, suerte de novela de la conciencia argentina, extrañamente opuesta al legado de Perón y con reminiscencias de la Acracia platense de las primeras décadas del XX.

Luego de votar, los jurados Roberto Burgos Cantor, Colombia; Andrea Jeftanovic, Chile; Rogelio Riverón, Cuba; Martín Kohan, Argentina, y yo, decidimos optar por La venganza de las chachas, del mexicano Gabriel Santander Botello, con menciones para Manso y para el veterano escritor colombiano Rodrigo Parra Sandoval y su alucinante Faraón Angola, con quizá la mejor y más extraña aproximación a la violencia en su país que se haya logrado en ficción. Lo interesante de Santander Botello es que su novela implica una hibridación tanto de territorio y lenguaje como se había propuesto de algún modo en mi también premiada anteriormente El exilio voluntario. Interesante, repito, ya que éste y el premio anterior caen en autores que habitan un espacio que podríamos llamar fronterizo en términos físicos, mentales y linguísticos, previendo la futura explosión de literatura latinoamericana que transite los niveles del sur y los del norte al mismo tiempo, los del castellano y los del inglés en rico paralelismo o simbiosis.

Un premio donde se juntaron diversos talentos, estilos, culturas, nacionalidades, enlazadas por lengua común, y donde por desgracia no pudo más que premiarse a uno. En otros géneros, por lo que oí, hubo ardua discusión sobre temas que no son en sí sencillos para, al final, dar la venia a alguno desechando otros de posible igual merecimiento. De Bolivia no se presentaron novelas. En cuento participó Giovanna Rivero, cruceña que en algún momento tuvo el aval de jurados pero cuyas chances se diluyeron en el debate. Otra vez será y por cierto que necesitamos participación mayor.

Dividido en dos, el viaje resultó magnífico, con casi una semana al borde de la bahía de Jagua, en Cienfuegos, donde, con semejante paisaje, era un crimen trabajar. Pero allí se estuvo, duro en la lectura, e intervalos en los que personalmente pasé mirando elongados peces azules y sardinillas que se escondían bajo la sombra del muelle. Hubo ron, Havana Club de siete años, Havana añejo de tres para los Cuba libres, cervezas Cristal, lager, y Bucanero, dark, y abundante comida matizada por conversaciones con nuevos amigos, impresiones de libros, visitas de personalidades cubanas, radio, prensa, algo de televisión, música con viejos troveros de la Nueva Trova, etc. Y un viaje a la colonial Trinidad, al pie de la Sierra del Escambray, de historia que hasta en su nombre pone la piel de gallina. Ha pasado el tiempo, y hoy tenemos el privilegio de dormir en hotel de cuatro, almorzar en palacios de la sacarocracia, sabiendo que no siempre fue así, sabiéndolo hoy más que nunca luego de que anoche asistiéramos a la premier de Martí, el ojo del canario, una producción cubana de múltiples valores y belleza.

Ahora se acerca la partida, Roberto Burgos Cantor se fue hace media hora, hacia Cartagena de Indias, a mayores actividades literario educativas. Vuelve a sus umbrías ceibas, las de su memoria que es la memoria nuestra, la del Caribe, la que confluye Colombia y Cuba en los marasmos trágicos de la negritud. Yo partiré mañana, de vuelta a la nieve y sé que en la alegría de la familia, de Ligia, Aly y Emi, oiré en la noche cuando me arrastre al trabajo los oleajes de Jagua que miraba desde un balcón.

A Burgos y mí se sumó un español, crítico y jurado, leído y entretenido: Eduardo Becerra, con quien anulamos las horas en lentos rones ahogados en dos cubitos de hielo. Hablamos, nos contamos de literaturas y los nuestros y, junto a Peláez, director de internacionales de la Casa de las Américas, hombre de sonrisa y afectada seriedad, y amigo como pocos muy rápido, la pasamos divino como suelen decir los argentinos, bien, retebién, requetebién.

El primer día Alvaro García Linera quien fuera invitado especial hizo un inteligente y en su mayoría correcto análisis histórico sobre Bolivia. Creo que fue honesto en exponer sus estrategias con muchas de las cuales discrepo. Pero por un minuto fuimos dos cochabambinos reconociéndose ante un público y la férrea mirada de varios Che que caminaban por el muro.

Extrañaré a Cuba. Tantas cosas que extrañar.

Cienfuegos, Cuba, enero 2011

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Imagen: Afiche del Premio Casa de las Américas 2011

Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 30/01/2011
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), 03/02/2011
Publicado en Semanario Uno #395 (Santa Cruz de la Sierra), 16/02/2011

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