Wednesday, June 29, 2011

Víctor Hugo (1802-1885)


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Resulta quizá raro que me encuentre escuchando música de Jim Morrison y que intente escribir acerca de Víctor Hugo, pero, por lo general, los fantasmas de los genios que me perturban se entrelazan.

La oscuridad de la calle ayudará a situarme en junio de 1832, en cualquier callejuela sórdida de París, una que como detalle tenga los faroles rotos: a partir del primero y siguiendo el ruido, perseguiré la infantil silueta de Gavroche-Hugo camino de las barricadas. Mi condición de fantasma me salvaguardará de todo riesgo e incluso ¡vaya uno a saber! es posible que mis manos aligeren de balas los bolsillos de los guardias nacionales muertos cerca del mercado.

¿Por qué Gavroche-Hugo? Podría haber sido Valjean-Hugo u otro de “Los miserables”. El escritor deja en cada personaje algo de sí mismo y no me asombraría que a pesar de elegir a uno entre el total, Hugo sintiera un poco de afecto hasta por los miembros del Patrón Minette. No sería de extrañar, repito. La literatura abunda en casos ejemplificadotes. Pienso en Gide empujando al abismo con placer a aquel pajarraco de “Las cuevas del Vaticano”.

Volvamos a Gavroche, el hijo de París. Suma de pequeños males, bondad y filosofía, representa el observador más atento de la novela. Al parecer es él el que noche a noche va dictando los párrafos en medio del estruendo revolucionario. Es la experiencia del autor que da saltos y pinceladas donde es necesario. Es Hugo mismo; recorre diariamente las calles y aprehende el mundo en rostros, verbo y geografía; descubre para plasmar el arte. Acude a Gavroche, el pillastre parisién, extraña especie de niño-hombre. Se vale de él para adentrarse en los lugares ocultos y mostrarlos al lector; también para observar los caminos y marcas que la naturaleza ha dejado en el niño de Delacroix; para hallar un atisbo de su propia grandeza en los actos que realiza. Hugo podría proteger a dos infantes desamparados sólo como Gavroche, el soplo de la pureza. A través de este cuerpo se apropiará de aquello que otrora era patrimonio contemplativo de las ratas: los escondrijos; cumplirá las tareas más fantasiosas que su imaginación le permita, ya que no su cuerpo adulto. Muchas veces se desdoblará. Será joven (Mario), o un anciano que restituye al monumento de adoquines apilados su bandera -en el zaguán de la muerte- (Jean Valjean) ¡Oh, éxtasis romántico!

El hombre, sobrio, hará sonreír la pluma narradora del pequeño. La sangre ha de palpitar en los costados de su frente. Después matará con placidez al ángel creado. La violencia de la muerte es un detalle nimio ante el sarcasmo…

Si acabo de caer,
la culpa es de Voltaire;
si una bala me dio
la culpa es… (de Rousseau)

… que todo es como el agua mansa, agua que cubre a Gilliatt en “Los trabajadores del mar”; fin sin grito, como agua de vaso.

Muerto Gavroche, en quien se centró un momento, Hugo se diversificará otra vez. Insuflará vida a los que no perecieron. Su fugaz aventura nos deja el sabor del vino fino en la boca. Y no hay por qué ponerse tristes. Estoy seguro, de existir Dios, que Hugo se sienta de un lado y Gavroche del otro, mal les pese a María y a Jesús.

julio, 85

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Publicado en Presencia Literaria (Presencia/La Paz), 1986

Imagen: Sello conmemorativo de Francia, "Gavroche", 2003

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