Monday, July 19, 2010

Guantes de trabajo/MIRANDO DE ARRIBA


A Juan Cántaro e Israel García-Gonzales

Guardo un recuerdo en extremo querido: mis primeros guantes de trabajo en Estados Unidos. De cuero crudo con refuerzos, aguantaron un par de semanas la dureza del invierno del 89, apenas pasado el Año Nuevo.
De nada valía su protección contra el frío, cuando en los docks del Northeast de la capital, famoso entonces por su alta criminalidad y su aire de ghetto, la nieve, a veces mezclada con lluvia, las más duro hielo que descendía del aire y cuyas innúmeras puntas cortaban el rostro, eran vano intento de ablandar las inclemencias del tiempo, la dureza de las cajas de broccoli, con hielo aún peor que el que se avasallaba en contra nuestra, el agua que se escurría de los diversos frutos y vegetales y que se apelmazaba en el cuero haciendo de los guantes tensos objetos metálicos, helados además, tanto que para desentumirlos -con los dedos adentro- la única solución era enfrentarlos a las llamas de los quemadores a gasolina dispuestos a lo largo del muelle para que no nos muriéramos congelados.
A escasos metros pasaba al amanecer el tren a Nueva York, iluminado como un sueño. Terminado el fogonazo de vida, de esperanza, de futuro, proseguíamos con la eterna tarea de cargar y descargar cientos de cajas: de lechuga, de manzana, de paltas-aguacates, de pepinos y piñas, las tremendas cajas de madera y alambre de los melones-cantalupes, las escurridizas de los carotes o calabacines, verdes y amarillos.
Esos guantes maltrechos, torcidos y agujereados como atacados de espanto, fueron la materialización de una vida en nada romántica, dura y febril... sacrificada. Pero hasta en esos dedos que despertaban a medianoche para irse a continuar y padecían de parálisis, artritis, cansancio, hay recuerdos persistentes de una existencia saludable, viril en su fortaleza moral y física. En sus retorcidas falanges, igual a fundidos fierros en las ruinas de la guerra, habitan los miles, millones de desconocidos que sudan en el invierno, que para calentarse se refugian en los refrigeradores gigantescos de las compañías de productos frescos.
Ejército callado de trabajadores, ajenos a lo volátil de la vanidad; hombres y mujeres que construyen, aunque sus edificaciones no sean vistas en particular sino en conjunto, pagados bien o mal pero siempre sin descanso, con los hijos durmiendo en el carro tapados por cobijas multicolores, mientras la helada azota las ventanillas y madre y padre, rodillas en hielo y pies anegados, bregan por el pan enriqueciendo a los patrones que duermen en la noche, desayunan en el día y oran si pecan o no, porque en orar está el perdón.
Guantes destrozados, guantes de trabajador.
16/5/07

Publicado en Opinión (Cochabamba), mayo 2007

Imagen: Mackenzie Thorpe/Workers

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