Thursday, July 29, 2010

Trabajar de noche/MIRANDO DE ARRIBA


Manejando a las cuatro de la mañana, con música de los Talking Heads en el grabador, con mapaches y zorros atravesando el camino, me he puesto a pensar en lo que significó trabajar veinte años de noche.
Desde los tiempos antiguos de Cochabamba, en que las horas nocturnas alternaban corregir noticias, columnas, cables, pasando por la medianoche al amanecer donde en los mercados del Distrito de Columbia se cargaban y descargaban cajas, hasta la modernidad de repartir periódicos en auto, hacer trabajo administrativo de frente al computador mientras el marco de la puerta mostraba únicamente oscuridad, la cronología ha marcado la existencia de un mundo volcado, donde no hay fantasmas y donde se contempla, en medio de una solitud monástica, la otra cara de la vida.
No hay fantasmas, digo, porque de noche, cuando se cree que nada se mueve, el movimiento se percibe mejor y es más sutil. En el estruendo de las horas diurnas, entre la estulticia de la gente y el frenesí, muchas cosas se soslayan. Que las sombras se mueven, que por el camino se cruzan extrañas y rápidas formas, es verdad, pero con el tiempo uno comienza a comprender los matices del aire, el viento que agita de manera imperceptible los objetos, el error de las pupilas no aptas para tal labor.
En un par de años ya nada puede sorprender, ni los ladrones que se esconden entre las matas de un lago, ni los enfermos mentales que salen de cacería, ni los atletas ni las raras mujeres que afloran en los caminos durante las tormentas de nieve. Se crea una lógica, tal vez paradójicamente irracional, que aleja cualquier caracterización de "misterioso", "diabólico", "tenebroso". Todo tiene su razón de ser.
Vivir de noche implica domeñar los temores burgueses de quien duerme bien. La noche es un espacio de profunda belleza, más aún si ha habido lluvia helada y cada rama, cada intersticio de árbol, muestra un esqueleto congelado y luminoso. La luz, además, luego de esas tormentas, y reflejada en la nieve, es de claridad singular.
Los hombres que pueblan las sombras son joviales por lo usual. Han renunciado a la facilidad del día. Se han sacrificado en aras del bienestar propio o de los suyos. Y esta carga parece no pesar porque en su renuncia cabe una aceptación de un espacio tanto o más bello que el de las otras horas; se enferma uno con cordialidad de un vampirismo elemental donde aprecia el silencio de estar solo. Recuerdo a los estibadores de Gallaudet, a los repartidores de Cherry Creek, a los insertadores de Trenton, a los rusos, los mexicanos, los armenios, los georgianos, los judíos kazakos, los negros y los blancos de Norteamérica, los africanos; a los trabajadores de "Opinión" en Cochabamba: correctores, prensistas...
La noche fue, y es, todavía grande para acogernos.
21/4/08

Publicado en Opinión (Cochabamba), abril 2008

Imagen: Sombras

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