Friday, November 19, 2010

Libro de Horas/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mi hija Emily termina la secundaria. En un mes estará estudiando en la Universidad de Colorado en Boulder, siguiendo los leves pasos fantasmales de su tía Elena, que se nutrió de García Márquez, de Hugo y de Sinclair Lewis en Literatura Comparada.

Boulder es una pequeña ciudad universitaria, ágil en su lucha medioambientalista, y grácil en sus calles y cafés. Emily caminará con un libro bajo el brazo, siempre, y casi seguro que será el suyo, su primera o segunda novelas que revisa sin claudicar, día y noche, en un ejemplo de tenacidad y disciplina, algo que su padre, ofuscado escribidor andino, casi cincuentón, no tiene.

La vida nos juega sutiles estratagemas, no para sentirnos viejos sino para evaluar el pasado desde una perspectiva dinámica. Para eso están los hijos, relojes que marcan el paso invariable del tiempo, que confirman las notas del poeta libanés que afirmaba que tus hijos no son tuyos ¡cómo podrían serlo!, si están cerca, pero tan lejos como suelen estar unos de otros en un mundo solitario, como dos ideas que flotan en el espacio, o se remojan en el mar verde por donde surcan submarinos amarillos en busca de un nuevo grial.

Es imposible no pensar que esta brillante joven mujer que te enseña tanto hoy, cuya modernidad no es aparente, durmiera hace "poco" a tu lado, con sus cuarenta y cinco centímetros de humanidad. Sucede que el tiempo no se mide por el tamaño -con los hijos-. Tan normal es verlos crecer que el raciocino se nubla y no comprende la sutileza de las transformaciones. Mas cuando dicen que se van, y uno se da cuenta que no existe ya regresión, que aparece un "nunca más" igual a las canciones de Leonardo Favio, y se desespera y trata de aprehender aquello que se escapó. En realidad no fue así. Nunca se puede hacer todo lo que se quiere y sin embargo se hace más de lo esperado. Justa contradicción cuyo fin recae en la autocrítica y el análisis, creyendo inútilmente que en las manos nuestras se tejía el futuro de los hijos, cuando eran ellos mismos los que ideaban sus propias ruecas y que, a decir verdad, el papel de educadores lo traen ellos, para domar y enternecer a las bestias ancianas en que nos convertimos y que siempre fuimos al perder la niñez. Un ciclo no trágico, más bien normal, donde el tic tac del reloj anuncia que los papeles se vuelcan y que el silencio que dominó las horas de los hijos se convierte en un cerebro parlanchín.

Emily se va, y de pronto la que era hija se convirtió para mí en hermana mayor, y escucho su voz con la cabeza humilde de mi ignorancia, apreciando la riqueza del universo que se mueve tan rápido.
31/05/09

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Publicado en Opinión (Cochabamba), junio 2009

Imagen: Emily pensativa

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